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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

El diamante de Jerusalén (6 page)

BOOK: El diamante de Jerusalén
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Finalmente lo hizo.

—No te vayas.

—Chst. —Le palmeó el hombro y la tapó con la sábana.

—¿Ocuparás su lugar entre los Doscientos Cincuenta?

—Es probable.

—Eso sería mas que suficiente para cualquiera —aventuró Della.

Él buscó frenéticamente los calcetines en la oscuridad.

—Podrías conseguir un puesto de profesor. O simplemente escribir. Y tener más tiempo para Jeff y para mí.

Él recogió la ropa y se la llevó a la sala.

—¿Qué es lo que quieres? —La voz de ella llegaba desde el dormitorio.

Él era perfectamente consciente de que Della tenía que presionarlo. Había sido su esposa en sus momentos conflictivos.

—No lo sé. Todo.

Unos minutos después se encontraba solo en la calle 86 Este, con las cajas de cartón cogidas del bramante, llamando un taxi. Llegó a Westchester antes del amanecer, se sentó en el taller y desató las cajas. Su padre había sido un verdadero acumulador de cosas. Guardaba montones de facturas, recibos y cartas. Algunas de éstas, escritas en alemán, se las había enviado Essie. Leyó lo suficiente para saber que ella y su padre habían mantenido una relación amorosa durante años, antes de casarse. A diferencia de su inglés hablado, su alemán escrito era puro y apasionado. Se quedó leyendo mientras el cielo se tornaba gris perla, y por primera vez vio a la mujer gorda y vieja como una persona.

Encontró unos libros mayores. Su padre llevaba minuciosamente la contabilidad, y ahora los libros eran tan viejos que ni siquiera le interesarían a Hacienda. En cambio tres cuadernos que él supuso que serían registros financieros, contenían diagramas. Había planos y ángulos de cristales cuidadosamente marcados para indicar la dispersión y la refracción de la luz, y descripciones detalladas escritas en la letra garabateada de Alfred Hopeman. Mientras giraba las páginas, Harry se dio cuenta de que su padre había hecho dibujos exactos y tomado nota de todas las gemas importantes que pasaban por sus manos. Lo que tenía en su poder era una leyenda de la industria del diamante: la fabulosa memoria de Alfred Hopeman.

Estaba mirando el segundo cuaderno cuando encontró el análisis que su padre había hecho del Diamante de la Inquisición. Era detallado y exacto, pero lo desconcertó. No mencionaba el defecto de la piedra que su padre había intentado describir en su lecho de muerte.

Aún era demasiado temprano; se dio una ducha y comió algo. Luego telefoneó a Herzl Akiva.

—¿Le envío el cuaderno?

—Por favor, consérvelo, señor Hopeman. Como ya le dije, queríamos la información para que la utilice usted.

—Yo no he cambiado de idea.

—¿Le gustaría examinar el nuevo manuscrito de cobre?

Harry vaciló y se sintió perdido.

—No lo suficiente para ir a Israel.

—Supongo que está dispuesto a ir a Cincinnati.

—Por supuesto.

—Pase por el despacho de su amigo el doctor Bronstein. Le estará esperando —indicó Akiva.

5
E
L
M
ANUSCRITO DE
C
OBRE

Harry mantenía correspondencia regular con Max Bronstein, pero hacía años que no lo veía. Compartían los recuerdos de dos compañeros de la
Yeshiva
de Brownsville que en otros tiempos habían pasado largas noches charlando mientras tomaban un café, reforzando su rebeldía, hasta que cada uno fue capaz de romper con la vida que les habían planificado.

Había sido una época rara para Harry, que se había sentido como un nadador contra la corriente. Al huir de Alemania, su padre había arrancado sus propias raíces, pero en Estados Unidos Alfred Hopeman supo quién era: Hitler había convertido a un hombre de mundo nacido en Berlín en un judío que se aferraba a sus rasgos étnicos y quería que su hijo recordara el holocausto. De modo que Harry fue a una escuela judía, en lugar de asistir a una de las escuelas de Nueva York, o a uno de los internados de Nueva Inglaterra a los que iban la mayor parte de sus amigos. Durante el último año que pasó en la Sons of the Covenant Orthodox High School, fue objeto de una verdadera lucha por conquistar su alma: el director, un hombre enérgico llamado Reb Label Fein, le había comunicado a Alfred Hopeman que su hijo era un magnífico estudiante.

—Un joven
gaon
, un genio en
Gemara
. El futuro de un joven como él no es responsabilidad fácil.

Después de reflexionar sobre ello, Alfred pidió consejo a su mejor amigo, Saúl Netscher.

—Envíaselo a mi hermano Itzikel.

Harry se mostró halagado y conforme cuando lo supo porque ¿qué alumno de la Sons of the Covenant Orthodox High School no conocía al admirado rabino Yitzhak Netscher, jefe espiritual de los
Chassids
y director de la Yeshiva
Torat
Moshe, una de las más prestigiosas academias religiosas del nuevo mundo?

Así que mientras sus compañeros iban a Amherst, a Harvard o a la Universidad de Nueva York, él se convertía en un escolástico. Todas las mañanas, excepto el
Sabbath
, vestido con el traje oscuro del uniforme, cogía el metro desde Park Avenue hasta Brooklyn. En un edificio de piedra arenisca y suelos que crujían, se había unido a Max Bronstein y a otros cuatro neófitos que mantenían discusiones interminables, con eruditos y sabios, sobre el Talmud y la literatura rabínica.

Era un extraño mundo de trabajo en nombre de la erudición, una escuela en la que los mejores alumnos nunca se graduaban. Algunos habían pasado quince años estudiando ante la misma mesa de roble llena de marcas, y no lo hacían para adquirir riquezas ni honores, sino por amor a Dios. Otros habían sido eruditos incluso durante más tiempo, después de llegar a Brownsville con la
Yeshiva
de Lituania, huyendo de los nazis. El rabino Yitzhak tenía autoridad para otorgar smicha, la ordenación de rabino; pero sólo lo hacía cuando la extrema pobreza obligaba a un hombre a abandonar la contemplación y dedicarse al trabajo de rabino, o cuando la erudición del individuo no era impecable.

En aquellos tiempos, Bronstein era enjuto y de tez cetrina, y sus ojos se parecían a los que El Greco le había dado a Cristo. Después de seis meses y de mucho café, él y Harry se habían convencido de que Dios, como el whisky y la guerra, era una invención del hombre. Desconcertado y asustado por su propia audacia, Harry había abandonado la Yeshiva
Torat
Moshe para pulir diamantes en el taller de su padre hasta que comenzara el siguiente trimestre en Columbia.

Al margen de la tradición familiar, Alfred nunca empujó a su hijo al negocio de los diamantes, pero cuando él se acercó espontáneamente, fue un maestro meticuloso. Aunque para aquel entonces Harry había absorbido un montón de conocimientos a través de los poros, Alfred comenzó desde el principio, utilizando un diamante tallado como libro elemental.

«Cada uno de estos pequeños planos, cada superficie meticulosamente pulida, es una faceta. La faceta octogonal de la parte superior de una piedra redonda es la mesa. La faceta de la propia base del diamante es el
culet
. El borde exterior de una piedra tallada, precisamente donde estarían las caderas de una mujer, se llama arista»…

Sí, papá.

La piedad del padre de Bronstein era más escasa que la de Alfred, y el joven había huido de las tormentosas escenas familiares y se había ido a vivir a una buena distancia, a la Universidad de Chicago. A pesar de tener que trabajar —irónicamente, en un matadero
kosher
— había obtenido el título de licenciado en lingüística en dos años y medio. El obstinado Max Bronstein se tomó luego los ocho años siguientes para obtener el doctorado. Para entonces, una continua sucesión de artículos invariablemente sobresalientes le proporcionó una reputación y un puesto en el seminario de la Reforma, que él aceptó con la misma ecuanimidad que habría mostrado si se hubiera tratado de una escuela jesuita o budista. Por su parte, el seminario de la Reforma incorporó al mismo tiempo al mejor geógrafo lingüista de Estados Unidos y a un auténtico residente ateo como prueba de su liberalismo.

—Mira quién está aquí —comentó Max, como si Harry se hubiera despedido de él veinte minutos antes. Le dio un fuerte apretón de manos. Estaba más gordo y se había dejado bigote—. Harry, Harry.

—¡Cuánto tiempo sin vernos!

—Muchísimo.

—¿Cómo estás, Maxie?

—La vida es soportable. ¿Y tú?

Harry sonrió.

—Soportable es una buena palabra.

Charlaron en tono amistoso de los viejos tiempos, cambiaron impresiones sobre personas que ambos conocían.

—Parece que David Leslau ha dado realmente en el clavo —dijo Harry por fin.

—Pareces celoso.

—¿Y tú no lo estás? Esto ocurre una vez en la vida.

—Y los dolores de cabeza a los que ahora se enfrenta también se tienen una vez en la vida —repuso Bronstein en tono seco. Del cajón de su escritorio cogió un enorme sobre de papel manila del que extrajo unos negativos fotográficos grandes en los que Harry vio la escritura hebrea.

Harry cogió las fotografías.

—Estoy decepcionado. Pensé que iba a ver el original.

—¡Qué va! —exclamó Bronstein—. Mi amigo David no perdería de vista su descubrimiento. ¿Tú lo harías?

—No. ¿Qué puedes decirme?

Bronstein se encogió de hombros.

—Después de siglos, el cobre se ha oxidado casi por completo. David lo manipuló muy bien, más o menos como los británicos trataron el manuscrito en mil novecientos cincuenta y dos. En lugar de estabilizarlo con una capa de pegamento de avión, como hicieron ellos, utilizó una capa delgada de un plástico transparente desarrollado para el programa espacial. Luego el manuscrito fue cortado en dos, longitudinalmente, y los segmentos se despegaron como las capas de un trozo de cebolla. David empleó un torno de dentista para quitar el material corroído y suelto, y allí debajo aparecieron las letras, la mayor parte legibles.

—¿Fueron grabadas en el cobre con un instrumento cortante?

Bronstein asintió.

—Algún tipo de lezna golpeada con un martillo o con una roca. El cobre era casi puro, lo mismo que el cobre del manuscrito de mil novecientos cincuenta y dos. Los metalúrgicos opinan que las láminas de metal pueden haber salido del mismo sitio.

—¿Hay diferencias notables entre los manuscritos? —preguntó Harry.

—Varias. El que fue encontrado en el cincuenta y dos estaba hecho con dos láminas de cobre remachadas toscamente. El manuscrito de Leslau es algunos centímetros más ancho que el otro y fue hecho con una sola hoja laminada. Y el primer manuscrito, casi con toda seguridad, fue grabado por un solo hombre, mientras éste es obra de dos personas. Mira esto. —Bronstein levantó una de las fotografías—. La primera sección del manuscrito de David fue perforada por alguien que se iba debilitando cada vez más a medida que trabajaba. Tal vez un hombre muy anciano, tal vez herido o agonizante. Algunas de las letras son confusas, y todas están grabadas superficialmente. A partir de aquí —dijo, mostrándole a Harry una segunda imagen—, las letras se vuelven definidas y claras. Y hay diferencias de sintaxis entre las dos secciones. Evidentemente, la tarea fue interrumpida y luego reanudada por un hombre más fuerte, quizás alguien más joven que escribió lo que le dictaba el escriba original.

—¿Me ayudas a echarle un vistazo? —preguntó Harry.

Bronstein colocó las fotografías delante de su amigo.

—Inténtalo tú mismo.

Lo que captó en el pasaje inicial le produjo escalofríos.

—¡Dios mío! ¿Crees que éste podría ser el Baruc de la Biblia, el compañero del profeta, escribiendo sobre su Jeremías?

Bronstein sonrió.

—¿Por qué no? —dijo—. Es tan fácil de creer como de no creer.

Las palabras eran esqueletos consonantes, descarnados por la ausencia de vocales, como en la escritura yidis o en la hebrea moderna. Harry se esforzó como un niño que empieza a aprender a leer.

—En el abrevadero… al otro lado del muro del norte…

—Fantástico —lo alentó Max.

—…enterrado tres codos por debajo de la roca sobre la cual… cantaba el rey, una vasija que contiene cincuenta y tres talentos de oro.

—No tendrás ningún problema.

—¿Qué abrevadero fuera del muro del norte? —preguntó Harry—. ¿Qué roca? ¿Qué rey?

—Ah —Bronstein sonrió burlonamente—. Estás empezando a comprender por qué pienso que no es probable que David Leslau se ponga a cavar la tierra y saque los tesoros del Templo. El abrevadero hace tiempo que no existe. La roca tal vez se ha convertido en polvo. Se podría suponer que el rey era David, dada la referencia al canto. Pero ninguna leyenda apropiada que se ajuste a David ha sobrevivido después de tantos siglos. Ni siquiera sabemos si la ciudad amurallada del manuscrito es Jerusalén. Y para colmo, los sacerdotes eran expertos en escritura enigmática. Seguramente disfrazaron todo lo posible cada referencia, de manera que incluso en la era en la que fue escrito sólo debió de tener sentido para las personas enteradas. —Bronstein cogió su maletín y se levantó de la silla—. Todos los libros de consulta están en las estanterías. Estaré cerca, por si me necesitas.

El manuscrito constaba de una larga serie de fragmentos, en cada uno de los cuales se daba a conocer el paradero de un
genizah
y se hacia una lista detallada de los objetos que habían sido escondidos allí. A Harry le llevó un buen rato leer los seis primeros pasajes, y la mesa en la que trabajaba quedó abarrotada de libros de consulta. Hubo ocasiones en las que faltaba una letra y se vio obligado a adivinar el significado de una palabra, y en algunos casos tomó nota de una palabra o de una frase sobre la que tendría que consultar con Max. El punto en el que el segundo escriba se había hecho cargo de la tarea le produjo una conmoción. Fue casi como si pudiera ver al hombre, más tosco y menos sofisticado que el primero, incapaz de escribir bien o con firmeza incluso, y obviamente poco familiarizado con la tarea. Muchas palabras aparecían juntas, y a veces una línea continuaba en otra en medio de una palabra que no debería haberse separado, por lo que Harry avanzaba lentamente.

Más adelante leyó fragmentos que reconoció enseguida como la razón por la que Akiva había sido tan generoso al arreglarlo todo para que él examinara el material:

En el cementerio al que Judá fue castigado por apoderarse de los botines, enterrados a ocho codos y medio, una piedra reluciente jarras de plata y ropas de los hijos de Aarón.

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