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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (8 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Señor; aborrezco ya el aguardiente de pulque; no puedo ya con él; paréceme sentir en la boca el sucio sabor de la palma. ¡Mi primer vaso de este vino, a vuestra salud!

—Escucha, Alaminos. Nadie habla francamente en el Consejo; nadie deja allí conocer exactamente su pensamiento. Y cuando uno empieza a hablar, otro interrumpe con alguna pregunta. Creo que tú más que nadie es quien puede juzgar rectamente si allí en aquella costa comienza o no un gran continente.

—Estuve allí con el almirante Colón en su último viaje. Llegamos alrededor del mediodía a esa tierra inmensa que se extiende hacia el Oeste; evidentemente es un continente. Los indígenas son también muy diferentes de los de las Antillas; no son ciertamente salvajes desnudos y simples. No; ellos, los de allí, tienen sus dioses, llevan vestidos y usan excelentes flechas y lanzas. En la espesura, pudimos ver casas de piedra; eran templos donde ofrecen sacrificios a sus dioses. Marcan sus fronteras por medio de montones de piedras y con montones de piedras también miden el tiempo. Lo más maravilloso, sin embargo, son sus horribles ídolos. Los otros, mis compañeros, al verlos hicieron el signo de la cruz y se alejaron. Pero yo ya he ido mucho por el mundo y me gusta verlo y curiosearlo todo, así que me arrimé y miré los ídolos y los toqué a mi placer. Son extrañas figuras con cabeza de animal. Están tallados en piedras brillantes de apretado grano y van adornados con lanzas y serpientes. Cuando niño husmeaba yo a menudo en el taller de mi tío, que era labrador de piedra, así que conozco algunas cosas del oficio. Aquellos indios no trabajan con herramientas de hierro, sino que sus cinceles son de una piedra negra, una especie de pedernal, y de esa manera hacen trabajos magníficos. Encontré allí también mazas con cabeza de cobre que supuse empleaban seguramente como martillo. Llegué a entrar en uno de sus templos; están llenos de esculturas y tallas. Encontramos allí oro y trabajos diversos hechos de plumas. Estaba el templo en una pequeña isla que nosotros llamamos
Isla de los Sacrificios
porque ante el altar manchado de sangre veíanse restos de miembros humanos; en la parte de fuera había un enorme montón de calaveras blanqueadas por el sol y algunas de ellas estaban cubiertas de pinturas y colorines semejantes a las que cubren las paredes del templo. Os cuento esto, noble señor, para convenceros de que aquel continente no está poblado por cuatro pobres diablos como son los indios de aquí. Aquéllos son muy diferentes, profesan evidentemente otras creencias, lo cual ciertamente no tiene por qué admirar a un viejo hombre de mar. Solamente el señor Velázquez y sus secuaces creen que un indio es forzosamente igual a otro, que todo indio ha de huir atemorizado cuando nos ve y ha de sufrir espanto al oír las detonaciones de nuestros mosquetes.

—Debo de entender, pues, Alaminos, que en tu opinión es aquello un país con su rey, su
kan
o algo semejante…

—Aquella gente sólo con signos podían darse a comprender por nosotros; pero ¿cómo entender su modo de hablar? Los caballeros se dedicaron tan sólo a buscar ansiosamente oro; ninguno se aventuró por el interior y menos aún se preocupó de indagar sus costumbres o modo de vivir.

—Detrás de la costa, ¿existe un continente?

—Observé aquellos hombres; cuando dos de ellos se encontraban, se inclinaban a modo de saludo repetidas veces. Había entre ellos evidentemente nobles y siervos y vimos algunos que eran llevados en literas o sillas adornadas con hermosas plumas; al pasar, bajaban los demás la vista y hasta algunos, de aspecto más miserable, llegaban a postrarse a su paso. Según el modo de reunirse, de separarse y de aparecer al siguiente día en otro sector de la costa en correcta formación y ordenadamente, deduje que aquello debía de ser un reino. Los caballeros no repararon en eso; pero un marino como yo ha visto mucho, se ha fijado en las cosas, sabe pescar una ramita que llevan las olas y observar el vuelo de un ave…

—¿Es cierto que Grijalva no se atrevió a internarse en el país?

—Dijo que éramos pocos para ello. El capitán Pedro de Alvarado, que mandaba nuestro segundo buque, disputó con Grijalva. Quería quedarse allí y recuerdo que dijo: "Dejadme algunos hombres y tres culebrinas; me fortificaré y esperaré a que volváis. No huyamos indignamente." Pero Grijalva sacudió la cabeza y dijo secamente: "Es preciso regresar, Pedro."

—¿Se necesita mucha gente?

—A mi entender, lo que se necesitaba era uno: un jefe, que condujese a los soldados y supiese lo que quería. Los demás hubieran seguido todos si el comandante los hubiera capitaneado.

—No toméis a mal, señor, que yo, aunque tan joven todavía, dé también mi opinión. Según mi parecer, tierra adentro, a partir de la costa, debe de encontrarse un magnífico y espléndido país.

—¿Qué es lo que os hace opinar así, mi joven señor Díaz del Castillo?

—Como pude observar, existen allí plantaciones y canales que se adentran profundamente. Vi también una gran casa de piedra donde había almacenada gran cantidad de maíz. Había varias de esas casas, alejadas un cuarto de milla las unas de las otras. Todo eso abona mi opinión de un vasto y rico país, noble señor. Cuando preguntábamos qué había en aquella dirección aquellos hombres volvían la vista y decían extrañas palabras con expresión de respeto. Decían por ejemplo:
Mexi… Tenotit…
Pero no pudimos llegar a poner en claro si eso era alguna ciudad o por ventura un reino.

—¿Creéis que vuestros hombres querrían volver allí?

—Todos quisiéramos, señor, si con nosotros viniese el hombre que necesitamos. Si un hombre se propusiese sin titubeos establecerse en aquella costa… , un hombre, se entiende, que fuera joven y tuviese el corazón donde hay que tenerlo… ¡Vive Dios, qué gustoso iría yo con él! Y si desplegara así su bandera de enganche, seguro estoy de que a su llamada habrían de acudir centenares de jóvenes de pelo en pecho.

La mirada de Cortés estaba como perdida en la lejanía. Sentía como si el mundo le ahogase, como si le resultase pequeño. Como un viejo profeta del Antiguo Testamento hubiese querido luchar con ángeles y con diablos. Cuando salieron, Alaminos le miró al marcharse y luego sonrió.

—¿Has observado, Bernal, cómo ha mordido el cebo? Un hombre bravo, de buen temple, sólo que tiene muy poco, muy poco dinero…

—¿Irías tú con él?

Del Duero, el vasco, llegó a la hacienda de Cortés. En sus cabellos se dibujaban ya algunas pinceladas de plata. Había aprendido de los indígenas a fumar hojas de tabaco enrolladas, como patentizaban bien sus dientes ennegrecidos. Era domingo. Sentóse en la
terraza
, bien repantingado, y se quedó mirando fijamente la lumbre de su tabaco enrollado.

—De sobra sabéis, don Hernando, que hasta ahora las expediciones hacia el Oeste no tuvieron más valor que las de los traficantes que llevan sus ganados más allá de la Sierra. A éstos se les descuentan del salario las cabezas de ganado que desaparezcan; lo que importa en primer lugar es que el amo quede contento. Así es poco más o menos lo que sucede también en las expediciones. Hay que contar los doblones. Todas las noches siéntanse juntos el funcionario de la Corte y el comandante, acompañados del contable, del administrador y del representante de los armadores. ¿Puede llamarse eso aventura, lucha…? Antes de encender la mecha es preciso pesar cuidadosamente la pólvora que se va a emplear… ¿Es posible navegar con las manos atadas?
Adelante y a todo trance
debiera de ser el lema, por lo menos para el capitán. Este debiera saber a lo que se va. ¿Que va bien la suerte? Pues se pesca un buen trozo de tierra, una región entera. Entonces puede llegar a ser virrey. ¿Que va mal? ¡Pues se le arroja de allí! Allí van ahora nuestras gentes como vinieron aquí; llevan consigo esos mismos cascabeles que aquí les sirven de moneda; incluso los intérpretes son los mismos, Para ellos es igual si se trata de salvajes africanos, de indios o de lo que sea… Su ignorancia clama al cielo.

—¿Por qué me decís eso a mí, don Andrés?

—Porque veo que os aflige también. Ha llegado a mis oídos lo que de vos dicen los muchachos. Sabido es, don Hernando, que en vuestras manos estaría bien depositado el mando…

—No nos vayamos por las ramas, señor. Soy simplemente un colono, un labrador…

—Podríais venderlo todo o hipotecarlo. Vuestra hacienda es una de las más afamadas de Cuba.

—Aunque todo lo vendiese, no daría más que lo preciso para comprar un solo y único buque.

—Sea, pues. Seguid viviendo plácidamente; pero sonrojaos al recordar a vuestro padre que tan gloriosas heridas recibió en Granada. Paréceme que andáis falto de valor suficiente para decidir un plan… ni aun con la ayuda de otros.

—¿Querríais ser uno de… esos otros, don Andrés?

—Mi palabra es la palabra de los Padres de Santo Domingo. Sin su anuencia no puede zarpar ni un solo buque hacia el Oeste. Vos conocéis cómo son las cosas de ese mundo. También debéis de saber vuestras propias cosas. No se os guarda rencor desde que apaciblemente tenéis a vuestro lado a vuestra esposa. Los Padres son en su mayoría de Asturias y tienen para los españoles del Sur… ¡Y basta! Al fin y a la postre pudiera llegarse a un acuerdo. Si lo quisierais convertir todo en dinero, no dudaría yo un momento de echar algunos buenos doblones míos en el montón.

—¿Cómo podéis creer que el gobernador se decidiría a elegirme a mí, él que solamente contra su voluntad me aceptó como pariente?

—Ayer, después de la misa, hablé con él. Confesó francamente que Grijalva estaba ya un poco viejo. Yo entonces recomendéle tomara un capitán que lo pueda perder todo o ganar todo. "No se trata de elegir un nombre ilustre. En vuestro lugar elegiría yo a un capitán que nada tenga que ver con Toledo y que, por tanto, lo tenga todo que agradecer a Vuestra Excelencia."

—¿Y qué dijo él, entonces?

—Entornó sus ojos de pescado y meditó. Yo no tuve reparo en decirlo todo con franqueza y así dije en quién pensaba y pudo él enterarse. Díjome entonces que vuestras hazañas habían sido realizadas, por lo menos hasta ahora, en las alcobas de algunas damas; y añadió luego que según sus noticias no tratabais a vuestros indios con la severidad y el rigor que aconseja la disciplina. Y por último me preguntó si yo creía que los Padres Jerónimos darían su
placet
a un desconocido, y perdonad estas palabras, pues el gobernador bien sabe que yo gozo de la confianza de esos padres.

—La palabra de Velázquez tiene su peso, naturalmente; pero… no es dinero.

—Por eso debierais esforzaros en lograr vos el dinero. Antes del fin de las lluvias nadie quiere oír hablar de nuevas empresas. Podéis recibir un préstamo en buenas condiciones. Si tenéis algo ahorrado podéis igualmente unirlo con lo mío…

—Don Andrés, ¿vos querríais fiarme vuestros doblones?

—Recuerdo aún aquella mañana en que por vez primera os vi en La Española. Desde aquel día os tengo presente. Si mi cargo no me tuviese aquí sujeto por voluntad del rey, partiría con vos. Disponed de la mitad de mi dinero.

—Hasta ahora sólo me entregaba a tales sueños cuando por la noche el calor me desvelaba y mi mujer se despertaba sacudida por la tos. Pero durante el día, lo confieso, procuraba ahuyentar tales ideas. ¿Podría yo atreverme a mandar una flota, después de haber visto a los grandes capitanes, al mismo almirante? Vos sois quien me infundís ánimos; por eso os suplico que me ayudéis en mis planes… ¿Debo ya hablar francamente al gobernador?

—En primavera quiere él que, en todo caso, parta la expedición. Por lo que yo sé no ha elegido todavía a nadie. Esperad, sin embargo, don Hernando. Esperad hasta que él mismo os tire de la lengua.

13

En la Cancillería se extendió el olor de las gotas de cera derretida que caían sobre el pergamino. El texto fue redactado y el documento quedó extendido. A la cabecera de la larga mesa estaba sentado el gobernador; junto a él ocupaba su puesto el secretario, después el escribano; seguían luego por orden: el tesorero, los armadores, los procuradores, los abastecedores y los armeros. Todos ellos se habían ido poco a poco habituando a la costumbre de fumar, así que pronto estuvieron rodeados de una nube de humo. Frente al gobernador estaba sentado Cortés. Habló éste primeramente para poner en el platillo de la balanza el importe de la hipoteca de su hacienda, la suma de lo obtenido en la venta de sus reses, el valor de las joyas de doña Catalina, los préstamos que se le habían otorgado y el dinero de los amigos. El gobernador hizo inventariar y registrar todo lo que había producido el viaje de Grijalva. Pero los negociantes seguían desconfiados y uno de ellos, que debía cuidar del aprovisionamiento de cocina, preguntó a don Hernando cómo se imaginaba la expedición. La voz varonil salió en los primeros momentos un poco velada y enronquecida tal vez por el humo; pero pronto se fue haciendo sonora y se la oyó vibrar en la habitación.

—La última flota importante se hizo a la vela hacia el Sur e iba mandada todavía por el almirante. Todo lo demás que se ha hecho desde Colón es un juego de niños comparado con lo que yo me propongo. ¿Quién ha alcanzado todavía la parte occidental del Golfo, más allá de los dos primeros grados, donde deben de vivir los reyes de aquellos pueblos extranjeros? Yo juro solemnemente en el nombre santo de Cristo que, llegado allí, no he de regresar con medio puñado de oro en la mano. Si me preguntáis si tengo fe en la empresa, os he de decir que mi confianza es tan grande como lo era la del almirante. Y él sabía más cosas de las que sabemos todos los que aquí estamos; y él, insisto, hasta el fin de su vida buscó al Gran Kan al otro lado del Océano. Pero os hablo de reinos y países de reyes…, pero vosotros deseáis saber que va a ser de vuestros doblones que me dais en forma de mercancías y géneros. Todos sabéis que el dinero que yo pongo en la expedición es el valor obtenido en la venta de mi hacienda y el de las joyas de mí esposa. Si mi plan fracasara, habría yo de volver hecho un mendigo, convertido en un miserable. Y yo os pregunto, señores míos, ¿no basta con lo dicho? ¿Es preciso decir más a quienes, como vosotros, también habéis, como yo, empezado por abajo y todos vuestros bienes los debéis, como yo, al trabajo de vuestras manos?

Duero sonrió, hizo un gesto de aprobación y dijo sencillamente: "Tiene razón."

Los negociantes cambiaron algunas miradas. Cortés era joven. Sus ojos brillaban febriles en su rostro pálido y distinguido. Todos sabían cuán difícil era lograr en la isla ganancias exorbitantes. Por lo demás, cada uno de ellos en particular no arriesgaba demasiado en aquel juego y a cada uno correspondería un lucro proporcional a lo que aportara. Sacaron sus cuentas; y de esa manera logró Cortés cañones, mosquetes, buques y provisiones. El gobernador alzóse de su asiento e invitó a Cortés a cenar con él. La mesa había sido puesta en el jardín, a la sombra de un gigantesco sicómoro. Sentóse Cortés a la izquierda de Su Excelencia, lo que era ya casi un nombramiento en regla de capitán general. Después de la cena, Velázquez y él quedaron de acuerdo: Los derechos de regalía de los países que se conquistaran pertenecían al gobernador, mas un quinto de todos los ingresos. Cortés y la Corona recibirían un quinto cada uno; y los dos quintos restantes quedarían para los demás. Cortés contribuía con quinientos "castellanos" y con su honor de hidalgo y de caballero.

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