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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El Dragón Azul (9 page)

BOOK: El Dragón Azul
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—¿Un gigantesco cacto andante para custodiar la guarida de Tormenta? —pensó en voz alta—. Podría disparar espinas y... No; no sería mejor que los wyverns. ¿Qué podría entregarle al Azul?

Una hora después, el huldre seguía estudiando el asunto. El sol ascendía sobre el horizonte. Muy pronto la temperatura en el desierto de Khellendros sería altísima y agobiante.

Pero el calor no preocupaba a Fisura. Como buen duende y experto en el elemento tierra, el clima lo tenía sin cuidado pues mediante un simple acto de voluntad podía hacer que las olas de calor atravesaran su cuerpo, como el aire que pasa por una ventana abierta. Sin embargo, detestaba la luz que acompañaba al calor. Los huldres preferían las sombras, donde podían esconderse y pasar inadvertidos entre los habitantes de Krynn. Pero, para mantener al Azul contento y servicial, era imprescindible que estuviera allí en ese preciso momento.

Un escorpión se cruzó delante de él y se detuvo un instante. Alzó la vista hacia el extraño hombrecillo y luego siguió su camino con aparente indiferencia.

—Tengo una idea. —El huldre hundió sus delgados dedos en el suelo y cogió dos puñados de arena. Puso las manos a ambos lados del cuerpo, como si fueran los platos de una balanza, y dejó caer un poco de arena de la mano derecha hasta que los dos montoncillos le parecieron del mismo peso—. La vida nace de la tierra —afirmó con convicción—. Dejemos que la vida nazca de esta arena. —Se concentró, con los grandes ojos negros muy abiertos y la frente gris arrugada. Se representó mentalmente al escorpión y puso todos sus sentidos en la arena. Sintió la agradable aspereza de los granos de arena que se agitaban en sus palmas. Dirigió la energía mágica que corría por sus venas, primero para mover los granos con mayor rapidez y luego para fundirlos en dos masas blandas. Para cada forma visualizó ocho patas, pinzas de langosta y un cuerpo plano y estrecho del color de la obsidiana. Por fin imaginó sendas colas curvadas hacia arriba, por encima del cuerpo, y acabadas en un aguijón semejante a una aguja.

Cuando las vibraciones se extinguieron, Fisura se miró la mano. Tenía un escorpión en cada palma, aparentemente vivos pero inmóviles y de unos dieciséis centímetros de longitud. Sonriendo a sus creaciones, los colocó en la arena unos metros delante de él y se alejó a una distancia prudencial.

—Serviréis. Creo que lo haréis bien —dijo para sí. Tendió las palmas hacia el suelo del desierto y se balanceó de delante atrás—. Ahora os convertiré en seres útiles para Tormenta. —Sus dedos emitieron un resplandor azul y la luz envolvió a las pequeñas estatuas, rodeándolas en un halo—. Muy bien, ahora más —instó.

El resplandor se intensificó, extendiéndose en forma de esfera, y los escorpiones comenzaron a moverse lentamente dentro de sus prisiones de luz azul. Las colas titilaban, las pinzas de langosta se abrían y se cerraban y las cabezas se volvieron para ver mejor a su creador. Entonces las luminosas esferas se replegaron sobre sí mismas, los escorpiones absorbieron la energía arcana y empezaron a crecer.

Fisura miró con satisfacción cómo duplicaban su tamaño, volvían a duplicarlo y continuaban creciendo.

—Un poco más —ordenó, y los escorpiones parecieron obedecerlo. Las diminutas mandíbulas se abrieron y continuaron creciendo hasta que Fisura pudo ver el interior del abdomen, brillante y segmentado—. Bien. Ya basta.

Se puso en pie y examinó sus creaciones. Cada una de ellas medía un metro de altura, desde el suelo al caparazón de quitina, y aproximadamente el doble de largo. Las colas curvadas hacia arriba se retorcían como serpientes y el huldre admiró con orgullo los vestigios de veneno en las puntas.

—Casi perfectos —juzgó—. Desgraciadamente, falta el toque final.

Dio unos pasos al frente y se colocó entre las dos criaturas. Tiró de su mano derecha hasta desprenderla de la muñeca y, moldeándola como si fuera de arcilla, formó una bola que arrojó a la boca de uno de los escorpiones. Hizo otro tanto con la mano izquierda, que lanzó al segundo escorpión, y se miró los muñones. Las manos ya volvían a crecer. El hombrecillo podía modelar su cuerpo como un escultor el barro, aunque ahora le quedaba menos material para trabajar en el futuro.

—¿Me entiendes? —El huldre acarició el vientre de uno de los escorpiones.

El nuevo ser batió las mandíbulas y fijó sus negros ojos en el hombrecillo.

—Sssí. Entiendo —silbó.

—Sois carne de mi carne —afirmó Fisura—. Compartís mis recuerdos, así como yo compartiré los vuestros. Conoceréis mis pensamientos siempre que yo quiera, y yo conoceré los vuestros.

—Tu carne —repitió la criatura.

—Tu carne —coreó la otra—. Tus pensamientosss.

—Haréis todo lo que os diga. Y serviréis fielmente a Tormenta sobre Krynn... hasta que yo lo ordene.

—Ssserviremos a Tormenta —silbaron al unísono.

El huldre había usado un procedimiento similar para crear a los wyverns. No eran muy listos, pero aun así compartía sus recuerdos. Estaba al tanto de lo ocurrido cuando Palin y sus compañeros habían entrado en la cueva de Khellendros y sabía que los wyverns habían revelado involuntariamente el secreto del fuerte. Fisura había decidido no comunicar ese hecho al Azul.

Para crear a los wyverns sólo había necesitado un pulgar. Se había empeñado más a fondo con los escorpiones, que estaban dotados de una inteligencia superior y, según sospechaba, de mayor malevolencia. Crearlos le había costado parte de su magia y de su espíritu. Pero el sacrificio no sería en vano si conseguía acceder a El Gríseo y volver a sentir las brumas a su alrededor.

—Rastread mi memoria, vuestra memoria —ordenó a las criaturas—. Representaos la guarida de Khellendros.

—Sssí. Tormenta —silbó uno de los escorpiones.

—Casssa —añadió el otro—. Conocemosss el lugar.

—Id hacia allí —dijo el huldre—. Id allí y acatad las órdenes de Tormenta.

7

El ataque al fuerte

—Palin...

La voz, dulce y armoniosa, despertó suavemente al hechicero de su profundo sueño. Le dolían las piernas, el pecho y el cuello. Sin embargo, sus heridas comenzaban a cicatrizar y tenía que admitir que se sentía mucho mejor que la noche anterior, a pesar de que sólo había descansado unas horas.

—Palin...

Otra vez la misma voz, aunque no era audible. Al principio pensó que había soñado que lo llamaba una mujer: su esposa Usha. Recordaba haber soñado con ella la noche pasada. Pero ahora estaba despierto y la voz insistía. Parpadeó y miró una roca situada a varios palmos de distancia. El aire se arremolinaba delante de ella, y los granos de arena levantados por el viento titilaban como estrellas diminutas en la luz del amanecer.

Feril dormía a pocos centímetros de él, acurrucada como un perro junto a Ampolla. El marinero también estaba sumido en un sueño profundo, ajeno a la voz que sonaba en la cabeza de Palin y a la brisa mágica. Aunque la gruta donde habían pasado parte de la noche los había resguardado de la tormenta que se había desatado de forma súbita y misteriosa, las rocas no los cubrían por completo ni habían conseguido mantenerlos secos. Pero Palin pensó que era preferible estar húmedo a sudar la gota gorda. De todos modos, el calor llegaría pronto.

—Palin...

—Goldmoon —susurró.

La arena cayó para revelar la imagen translúcida de una mujer. Una melena larga y rubia caía sobre los hombros delgados, y la túnica clara se ondulaba como una nube a sus pies. Sus extraordinarios ojos azules bucearon en los de Palin. Se alegraba de verla pese a que lo que percibía en realidad era la imagen de un encantamiento. Hacía semanas que se habían comunicado por última vez.

—Estaba preocupada por ti —comenzó la sacerdotisa.

Era uno de los primitivos Héroes de la Lanza, responsables de llevar la magia sacerdotal a Krynn seis décadas antes, y continuaba siendo una leal amiga de la familia de Palin. Aunque humana y con más de ochenta años, tenía un aspecto sorprendente para su edad y conservaba toda su vitalidad. Goldmoon seguía fiel a su fe, a pesar de la partida de los dioses y de la muerte de su amado esposo, Riverwind. Había tenido muchos alumnos en el transcurso de los años. Entre ellos se contaba Jaspe Fireforge, el enano que aguardaba en el
Yunque de Flint.
Palin sentía una gran admiración por ella y con frecuencia le pedía consejo sobre asuntos sentimentales.

—Anoche estaba pensando en los dragones —dijo ella—, y tuve una visión. Vi al Azul, Skie... Tú estabas entre sus garras.

Palin le contó sucintamente cómo él, Rig, Ampolla y Feril habían escapado de la cueva de Khellendros unas horas antes. Luego le habló de los dracs y de cómo suponía que los creaban.

—Ahora nos dirigimos a uno de los fuertes de Skie —añadió—. Debemos tratar de liberar a sus prisioneros y evitar que transformen más personas en dracs. Luego procuraremos derribar a un señor supremo, el Blanco...

—¿Y Dhamon?

Palin agachó la cabeza.

—Lo siento. Un Dragón Azul inferior. Uno que...

La imagen de Goldmoon parpadeó ante la noticia, y Palin vio cómo inclinaba la cabeza y elevaba una muda plegaria.

—Creía que él era el elegido —dijo en voz baja—. Confiaba en que se convirtiera en jefe de los humanos. Yo establecí contacto con él en la Tumba de los Últimos Héroes, lo metí en todo esto, lo llevé hasta ti. Él debía usar la lanza...

—Rig se ha quedado con la lanza —repuso Palin—. Tengo fe en él.

Goldmoon miró al marinero dormido.

—Es valiente —reconoció—, pero también es imprudente y confía demasiado en sí mismo. Ten cuidado, amigo. Asegúrate de que no os enzarce en una lucha imposible de ganar. Hablaremos más tarde.

Goldmoon dio media vuelta y se alejó de la ventana superior de la Ciudadela de la Luz, interrumpiendo su conexión mística con el hechicero.

A centenares de kilómetros de los Eriales del Septentrión, en la isla de Schallsea, ahora Goldmoon se paseaba por el suelo de mármol.

—Estaba tan convencida de que él era el elegido —dijo la sacerdotisa—. Mis visiones, mis adivinaciones, todo apuntaba a Dhamon Fierolobo. Sé tan poco de Rig Mer-Krel... ¿Qué has dicho? —Inclinó la cabeza hacia un lado como si escuchara a alguien, aunque estaba sola en la habitación—. ¿Que confíe en Palin? Claro que confío en él, y tú lo sabes. Siempre he confiado en los Majere. Sí; estoy de acuerdo. Palin sabe juzgar el carácter de las personas. Y, si ha depositado su fe en este bárbaro de los mares, yo también debería hacerlo. ¡Pero hay tanto en juego! Concretamente, el destino de Krynn.

Con los hombros encorvados, caminó hasta una silla y dejó caer en ella su menudo cuerpo.

—Todo era mucho más sencillo cuando tú estabas conmigo —musitó—. Juntos éramos... —Goldmoon cerró los ojos y una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla—. Cuando estábamos juntos, yo me sentía completa.

* * *

—¿Ya es de día? —Feril bostezó, se estiró y se puso en pie. Se la veía reanimada, con los ojos claros y brillantes—. Vaya tormenta la de anoche. Me despertó varias veces. —Sonrió a Palin y se pasó los dedos por el cabello rizado en un vano intento de peinarlo. Luego tocó a Rig con el pie—. Pongámonos en marcha. Palin parece impaciente.

—Ha estado hablando solo —dijo Ampolla mientras se incorporaba y alzaba la vista al radiante cielo de la mañana—. Del Azul.

El marinero gruñó y se levantó con esfuerzo. Las heridas de su pecho aún parecían frescas, y cada vez que se movía hacía una mueca de dolor. Dejó que Feril le untara lo que quedaba del bálsamo en los cortes.

—El fuerte —dijo cuando sus ojos se encontraron con los de la kalanesti, que se apresuró a desviar la vista—. Si podemos fiarnos de la palabra de los wyverns, no estará lejos de aquí. —Apuró lo que quedaba en sus odres y volvió a llenarlos con el agua de lluvia acumulada entre la grietas de la roca—. A ver si podemos zanjar la cuestión antes de mediodía. No quiero volver a viajar a esa hora.

Palin asintió en silencio y echó a andar junto a Ampolla, detrás del marinero y la elfa. Buscó algo para comer en su bolsillo, sacó un trozo de cecina, la partió y ofreció un trozo a la kender. Rig y Feril también comieron mientras caminaban.

A media mañana dejaron atrás el grupo de cactus y el peñasco de rocas negras, y la aguzada vista de la kalanesti divisó una estructura oscura, semejante a un volcán, entre las dunas de arena situadas al norte. A pesar de la distancia, tenía un aire siniestro y misterioso.

—Una torre del fuerte de Khellendros —afirmó Feril con convicción—. Relgoth no puede estar lejos.

A medida que se aproximaban, vieron una porción mayor del negro castillo de arena y de la pequeña ciudad de la que formaba parte. El edificio parecía haber brotado de la tierra, y su monumental perímetro ocupaba prácticamente la mitad de la ciudad en ruinas.

Los cuatro amigos subieron a una duna lo bastante alta para ver por encima de la muralla de la ciudad. Asomándose a la cima, divisaron muchos edificios —casi todos en ruinas— y un pequeño castillo de piedra en el centro. Algunas personas deambulaban por las calles, pero estaba claro que Relgoth ya no era la misma.

El fuerte dominaba la vista, con su negra arena brillando al sol y ocultando los edificios de abajo. El castillo tenía tres torres que se alzaban a más de diez metros y ventanas con forma de escamas de dragón dispuestas a intervalos regulares sobre los muros. Una muralla monumental, vigilada por varios Caballeros de Takhisis, cercaba las torres. El fuerte también parecía rodeado por un profundo foso.

—¡Guau! —exclamó Ampolla—. Nunca había visto nada semejante.

—Khellendros —susurró Palin—. El dragón debe de haber usado su magia para construir este edificio. Sin duda ha descubierto la manera de endurecer la arena como si fuera piedra. Imponente. —Estudió el amplio patio de armas del castillo, en cuyo centro habían trazado un diagrama. El hechicero estaba demasiado lejos para descifrar los extraños símbolos—. Si tuviera mejor vista... —dijo.

—Yo te lo describiré —propuso Feril. Frunció la frente y siguió la mirada del hechicero—. Es como el símbolo de la guarida del dragón.

—¿Así que aquí es donde los dragones convierten a la gente en dracs? —preguntó Ampolla.

—Muy conveniente —dijo Palin—. De este modo, el dragón se ahorra la molestia de transportar a prisioneros díscolos. Sólo tiene que desplazar a sus sumisos dracs.

En el cuarto noreste del patio de armas, detrás del puente levadizo, había unas dos docenas de Caballeros de Takhisis en formación. Recibían órdenes de un individuo enfundado en una capa negra, que se paseaba delante de ellos. Muy cerca, un ancho sendero conducía a las puertas de la ciudad y al desierto. El camino estaba vigilado por caballeros y parecía la única vía de comunicación hacia el interior o el exterior de Relgoth.

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