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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

El druida del César

BOOK: El druida del César
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58 a.C. sin el consentimiento del senado, Julio César, acosado por las deudas, inicia una brutal guerra contra la Galia para salvar sus ambiciones políticas. El protagonista esta novela es Corisio, un joven celta que aspira a convertirse en druida, que debe huir cuando su pueblo es atacado por los germanos. En su escapada le acompaña Wanda, una bella y caprichosa esclava de origen germano, y juntos huyen de tierras helvéticas hacia el océano Atlántico.

Tras salir indemne de la espantosa matanza, los caminos de Corisio y César acabarán cruzándose y acabará ejerciendo de escriba a las órdenes del César. A partir de este momento, el destino de estos dos personajes tan diferentes se une para siempre.

A través de la mirada astuta de Corisio, y con una prosa ágil e impregnada de humor, Claude Cueni presenta un vivo retrato del enfrentamiento entre romanos y celtas, dos filosofías y modelos de civilización opuestos, en una trama en la se unen aventura, amor, traición, lealtad y el resto de ingredientes de los que, al fin y al cabo, se compone la vida humana.

Claude Cueni

El druida del César

ePUB v1.0

tagus
19.05.12

Título original:
Cäsars Druide

Claude Cueni, 2005.

Traducción: Laura Manero

Diseño/retoque portada: Redna Azaug

Editor original: tagus (v1.0)

ePub base v2.0

1

Marzo del año 695 del calendario romano
.

Por un fugaz instante había creído divisar a tres jinetes al otro extremo del valle: jinetes germanos. Pero debí de confundirme, y ahora ya no se veía nada.

Estaba tumbado de bruces sobre el liso saliente de roca, muy por encima del valle, y bizqueaba a la luz del sol de primavera. Di gracias a los dioses por haberme hecho renacer como celta rauraco. Cerré los ojos satisfecho e intenté aspirar el aroma a menta que provenía de una crujiente espalda de cerdo asado con comino y piñones tostados, almendras maceradas en miel y tomillo, pimienta recién molida y semillas de apio. Imaginé también que una esclava nubia me servía pescado asado y vino griego de resina. En mi comercio de Massilia no faltaba de nada, puesto que sólo existía en mi imaginación.

A menudo me pasaba el día soñando. Según el druida Santónix, para que un deseo se cumpla basta con que uno lo imagine al detalle lo bastante a menudo. Todos los sentidos se preparan para ello y, con el tiempo, de forma instintiva se procede del modo adecuado para que el deseo se cumpla.

Sin embargo, ese día nada quería salirme bien; mi esclava nubia se convirtió en teselas de mosaico romano y se desmoronó igual que una vieja dentadura. A mi alrededor flotaba un apestoso hedor a pescado podrido, y la culpa era de
Lucía
. Estaba echada cual esfinge negra junto a mí, con las blancas patas delanteras estiradas hacia delante, y mantenía la noble y esbelta cabeza muy erguida, como si hubiese visto u olfateado algo. Tenía el pelo corto, fino y blanco, con grandes manchas de un negro profundo, y sobre los ojos y en las mejillas mostraba unas pintas rojas como el fuego. Los romanos creían que los perros de tres colores como
Lucía
eran defectuosos. Por eso Creto, un mercader griego de vinos de Massilia más romano que los propios romanos, había abandonado a
Lucía
en nuestra granja, evitándose así las molestias de ahogarla. Creto venía al norte una vez al año. En sesenta días transportaba sus ánforas de vino río arriba por el Ródano, el Arar y el Dubis, y hacía un alto en Vesontio, capital de los celtas secuanos. Allí vendía la mayor parte del vino y con las ganancias compraba tela de lana roja, herramientas de hierro y joyas de oro, para después seguir su marcha por tierra a lo largo del Rin. Mientras la mayoría de sus sirvientes y esclavos regresaban en barco al sur con la mercancía, él llenaba toneles celtas con el vino sobrante y lo vendía a lo largo del río. Sí, incluso en la salvaje y legendaria Germania, como la llaman los romanos. A Creto nada de eso le importaba, para él sólo existían clientes y no clientes, y Ariovisto, el rey germano de los suevos que se había establecido al oeste del Rin hacía poco, era un buen cliente, pues disponía de una gran cantidad de oro robado. El viaje comercial de Creto terminaba siempre en el
oppidum
de los celtas rauracos, en el recodo del Rin, y desde allí se dirigía de nuevo al oeste, hacia el Arar, donde le esperaban sus esclavos con los barcos cargados hasta los topes. En ese trayecto pasaba también por nuestra granja, obligado por el crónico dolor de muelas que padecía. El mercader estaba convencido de que lo único que podía procurarle alivio era la decocción de hierbas muy perecedera que elaboraba el druida Santónix. El tío Celtilo siempre tenía un odre preparado y le cambiaba la decocción por una cuba de vino sin aguar, casi siempre un sabino de cuatro años. A todos nos gustaba Creto, porque su presencia significaba noticias frescas que no tenían más de medio año. Dos veranos atrás, había partido a primera hora de la mañana, pues tenía intención de dar un rodeo por Genava. Durante la noche su perra había dado a luz un cachorro de tres colores, y el griego lo abandonó en nuestra aldea. No obstante, quien deja allí un cachorro en manos del destino lo deja en mis manos, puesto que donde yo estoy, como ya se ha divulgado entre la numerosa población canina, casi siempre hay algo que llevarse a la boca. Al cachorro le puse de nombre
Lucía
y lo devolví a la vida con leche de cabra. Desde entonces no se ha separado de mí, y los demás perros han llegado a aceptar que el primer bocado sea siempre para ella. Sé que ningún cachorro sobrevive sin su madre, a no ser que los dioses cambien de opinión.

En ese momento
Lucía
abría por segunda vez sus poderosas y afiladas fauces en un bostezo, y el hedor a pescado que emanaba de su hocico resultaba bastante romano. Escondí la cabeza entre los brazos e intenté volver a dormirme. Quería regresar a Massilia en sueños, pero el animal no me dejaba en paz. Metía el morro mojado bajo mis manos, me daba lametazos en la frente y me roía la nuca. Yo olía como si me hubiese bañado en un ánfora llena de salsa de pescado hispaniense, con eso se esfumaron también las últimas esclavas nubias, como volutas de humo en el viento.

—¡Llegan los druidas!

Me levanté de golpe y miré desde mi peña hacia el valle, a nuestro caserío, que se extendía a la orilla de un riachuelo. Había bajado la temperatura y la niebla se había disipado. Entonces vi a los tres jinetes que bajaban hacia el arroyo a galope tendido.
Lucía
estiró la cabeza con orgullo y el pelo del lomo se le erizó; casi parecía un celta con la melena encrespada con agua de cal. Pero no estaba inquieta por los druidas; había olfateado algo y por Epona que no era pescado. A lo lejos, donde el Rin separa la tierra de los celtas de la de los germanos, se cernía una enorme nube de color gris negruzco. Al entornar los ojos vi que era humo. Provenía de Arialbinno, el
oppidum
de los rauracos.

Con cierta dificultad, me dejé resbalar por la roca y bajé cojeando hasta nuestra granja.
Lucía
caminaba junto a mí majestuosa, con el lomo estirado, y no dejaba de dirigirme atentas miradas. Hacía mucho que se había acostumbrado a mi paso lento y también a que un simple carraspeo mío tuviera un significado.

Nuestro caserío se componía de ocho naves con la techumbre de paja. Una estructura de postes sencilla, si bien estable, sostenía los edificios. Las paredes estaban hechas de mimbres entretejidos y recubiertos de barro, los tejados eran de paja. Aunque el granero y el almacén de provisiones estaban llenos a rebosar, no los protegían terraplenes, ni fosos ni empalizadas. Desde que llegáramos allí, dos generaciones atrás, vivíamos en paz con nuestros vecinos. Ante los grandes peligros nos dirigíamos al
oppidum
de los rauracos, en el recodo del Rin. El refugio se encontraba tan sólo a medio día a caballo, y ahora ardía en llamas.

Los tres druidas fueron recibidos con agua fresca frente a la primera nave. Eran hombres majestuosos, que vestían túnicas blancas de manga larga, y encima llevaban una capa de lana negra con capucha. Se les recibió como a dioses. Los druidas celtas no eran sólo sacerdotes, ni mucho menos, también eran profesores, jueces, consejeros políticos, astrónomos, narradores, matemáticos y médicos en una sola persona. En verdad constituían la puerta al universo de la sabiduría y los libros vivientes de los celtas. La escritura era para nosotros algo impuro, y estaba prohibido poner por escrito la sabiduría sagrada. Sólo los mercaderes escribían, y lo hacían en griego, puesto que la colonia comercial griega de Massilia representaba el centro de nuestro mundo mercantil; allí compraba la nobleza, o los que aspiraban a pertenecer a ella. Seguramente huelga decir que yo no compraba en Massilia.

Por aquel entonces yo tenía diecisiete años y vivía desde hacía unos cuantos bajo la protección del druida Santónix, que me enseñaba la historia de nuestro pueblo. Tenía que aprendérmela en verso y de memoria. Sin embargo, eso no garantizaba que en el futuro llegara a convertirme en druida, ni siquiera aunque un día lograse declamarlo todo al dedillo. Eso se decidiría mucho más adelante. Desde luego, el hecho de no ser de noble cuna complicaba más el asunto. De acuerdo, no era ningún obstáculo fundamental, o al menos eso afirmaba la aristocracia. De todos modos, no conozco a ningún druida que no sea de ascendencia noble. No obstante, en el peor de los casos siempre podía hacerme bardo. También los bardos eran eruditos y grandes narradores de la historia, aunque nuestros druidas, por supuesto, fueran superiores. Ellos eran mediadores entre el cielo y la tierra, entre la vida y la muerte, entre los dioses y los mortales.

Ese día venían a darnos las últimas instrucciones para nuestra larga marcha hacia la costa atlántica. Eran tres druidas, puesto que el número tres es sagrado para los celtas. Sin embargo, yo sólo conocía a mi viejo maestro, el druida Santónix; a sus dos acompañantes no los había visto nunca. Santónix, un hombre bondadoso y sabio que tenía casi cuarenta años, era un hábil profesor. A pesar de que yo jamás había salido de los límites de nuestro caserío, creía haber recorrido el universo entero en su compañía. Él siempre encontraba las palabras adecuadas para indicarme con discreción el camino hacia nuevos conocimientos, y siempre me dejaba con la impresión de haber llegado yo solo hasta ellos, lo cual me enorgullecía y reconfortaba. Por eso esperaba con ansiedad que aquel día me comunicase que en el próximo año me llevaría a la isla de Mona. Allí se encontraba el gran centro de druidas celtas, la única escuela druídica existente, oculta en el corazón del bosque. Sólo los aprendices elegidos iban allí.

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