El guardián de los niños (19 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

BOOK: El guardián de los niños
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Él yacía en una cama robusta de rugosas sábanas. Abrió los ojos y vio anchos barrotes de acero inoxidable.

Una cama de hospital.

Las paredes que le rodeaban eran altas y blancas.

Se encontraba en la habitación de un hospital.

Escuchó la música de la guitarra una y otra vez, y sin poder moverse; no tenía fuerzas ni en las piernas ni en los brazos. Le palpitaban el estómago y la cabeza.

Su garganta recordaba sondas, suaves sondas que serpenteaban en su interior para absorber el lodo de sus intestinos. Un sabor a bilis, un olor a leche cortada.

«Así funciona el lavado de estómago.» Fue horrible. El estómago vacío le dolía y estaba hinchado como un globo, presionando contra su garganta. Quería vomitar, pero no tenía fuerzas.

Oyó unas voces que se acercaban, pero cerró los ojos y se desvaneció de nuevo.

Cuando Jan volvió a despertarse, la música de la guitarra había cesado. Entonces cerró los ojos de nuevo, y al abrirlos se encontró con un hombre alto, de cabello largo y barba castaña, inclinado sobre él.

Se parecía a Jesús y vestía una camiseta amarilla con una cara sonriente en el pecho.

—¿Cómo te encuentras, Jan? —Su voz resonó—. Me llamo Jörgen… ¿Puedes oírme?

—Jörgen —susurró Jan.

—Eso es, Jörgen. Soy auxiliar… ¿Cómo te encuentras?

No se encontraba bien, pero asintió. «Auxiliar», pensó. Auxiliar ¿de qué?

—Tus padres se han ido a casa —dijo el hombre—. Pero volverán. ¿Te acuerdas de cómo se llaman?

Jan guardó silencio, luego pensó. Era extraño. Recordaba las voces machaconas de sus padres, pero ningún nombre.

—¿No? —preguntó Jorgen—. ¿Te acuerdas de quién eres? ¿Cómo te llamas?

—Jan… Hauger.

—Bien, Jan. ¿Quieres ducharte?

Jan se quedó inmóvil en la cama.

«Nada de ducha.» Negó con la cabeza.

—Muy bien… Sigue durmiendo, Jan.

Jörgen retrocedió, se alejó de la cama y salió de la habitación.

Pasó el tiempo. Jan oyó un tintineo. Cuando alzó la cabeza vio que la puerta de su habitación se encontraba entreabierta. Algo se movía en el pasillo. ¿Un animal? No. Un rostro resplandeciente entró en la habitación, una chica alta y delgada de su edad, con el pelo blanco como la nieve y los ojos marrones. Lo estaba observando. Inexpresiva.

Jan tragó, tenía la boca seca. Intentó alzar la cabeza y dijo:

—¿Dónde estoy?

—En Bangen —repuso la chica.

—¿Búnker?

La chica negó con la cabeza.

—Bangen.

Jan no respondió. No entendió la última palabra.

La chica también guardó silencio y siguió observándolo, antes de estirar de repente los brazos en el umbral de la puerta y apuntarle con una pequeña caja negra. Esta relampagueó y él recibió un flash en el rostro.

Parpadeó.

—¿Qué haces?

—Espera un momento —respondió ella.

Entonces sacó un papel cuadrado de la cámara, dio dos pasos hacia el interior de la habitación y lo lanzó junto a la almohada de su cama.

—Ese eres tú —añadió en voz baja.

Jan miró el papel, lo cogió y vio cómo una imagen empezaba a surgir. Se trataba de una fotografía de esas que se revelan solas. Ahí estaba él en la cama del hospital, solo y asustado.

—Gracias.

Pero, al levantar la mirada, la chica había desaparecido por la puerta.

Durante algunos minutos reinó el silencio, luego empezó a sonar la guitarra de nuevo.

Jan se encontraba algo mejor y se incorporó. La lámpara cenital estaba apagada y la persiana bajada, pero pudo comprobar que la cama se encontraba en una pequeña y fría habitación —casi una celda—, con una mesa y una silla donde reposaban doblados sus vaqueros y su camiseta. Sus zapatos estaban en el suelo, pero alguien les había quitado los cordones.

Le picaban los brazos, se los tocó y sintió una venda. Le habían vendado los brazos como a una momia.

Alguien le había salvado y ahora se había despertado, pese a que lo único que deseaba era dormir. Dormir, dormir y dormir en Bangen.

«¿Bangen

Era un nombre abreviado, lo supo un par de días después. El largo nombre de «Clínica psiquiátrica para niños y adolescentes», se había acortado con el paso de los años para ahorrar tiempo.

Fuera cual fuese el nombre, Bangen era un centro para jóvenes perturbados y descarriados.

Lince

Jan condujo al pequeño grupo de policías y empleados de la guardería hasta el bosque, pero después de un centenar de metros empezó a alejarse del lugar donde habían estado jugando al escondite.

El oficial al mando se plantó en medio del sendero. Tenía una mirada dura, pensó Jan.

—¿Fue aquí donde desapareció?

Jan asintió.

—¿Estás completamente seguro?

—Sí.

El oficial medía como poco un metro noventa y vestía un mono azul oscuro y unas botas negras. Le acompañaban cinco agentes que habían llegado en tres coches patrulla a la carretera que pasaba por debajo del bosque.

El padre de William no iba con ellos; había ido a buscar a su mujer. Jan vislumbró su semblante al salir de la guardería, rígido y asustado.

El oficial seguía con la mirada puesta en Jan.

—Así que tenías nueve niños cuando empezaste a jugar aquí… y ocho al acabar.

Jan asintió.

—Así es. Nueve niños al principio.

—¿No te diste cuenta de que faltaba uno?

Jan miró a un lado y evitó los ojos del policía. No necesitaba hacerse el nervioso: lo estaba.

—No, desgraciadamente no me di cuenta… El grupo estaba algo revuelto, tanto a la ida como a la vuelta. Y este niño, William, no era de Lince.

—¿Lince? ¿A qué te refieres?

—Así se llama mi clase de la guardería, Lince.

—Pero tú eras el responsable durante la excursión, ¿no es cierto?

—Sí, lo éramos. —Jan asintió, resignado—. Sigrid y yo.

Dirigió la vista hacia su compañera. Sigrid Jansson también los había acompañado al bosque y se encontraba entre los abetos a unos metros de distancia, angustiada y hecha un mar de lágrimas. Cuando la policía llegó a la guardería y empezó a hacer preguntas, ella se derrumbó, así que el oficial se centró en Jan.

—Y cuando William fue a esconderse… ¿Por dónde se marchó?

—Por allí.

Jan señaló hacia el sur. Aun cuando no se podía ver el lago de las aves, Jan sabía que se encontraba en esa dirección. En realidad, era el camino opuesto al que William había tomado.

El oficial enderezó la espalda. Envió a uno de sus hombres a buscar dentro de la guardería y en los alrededores, y a continuación miró a los otros:

—¡Bien, pongámonos en marcha!

El grupo se desplegó y empezó la búsqueda, pero Jan y el resto sabían que no disponían de mucho tiempo. Eran las cinco y diez y el sol otoñal ya se había puesto; los abetos estaban envueltos en un manto gris oscuro. Al cabo de media hora la luz habría desaparecido, y en una hora todo estaría negro como el carbón.

Jan caminaba tan erguido como podía entre los abetos, y parecía buscar con el mismo ahínco que el resto. Llamaba a William y miraba alrededor, aunque sabía que estaban buscando en el lugar equivocado. Lo llamaba a gritos, pero no dejaba de pensar todo el tiempo en el grosor de las paredes de hormigón del búnker.

27

Pasan cuatro días antes de que Rettig le entregue un nuevo sobre a Jan. Pero, antes de que ocurra, Jan se encuentra con el visitante nocturno de la escuela infantil.

El sol brilla durante estos días de octubre y la vida le sonríe cada vez más. Las sombras de Bangen y Lince se difuminan. Jan se ve como un compañero de trabajo de total confianza, apreciado tanto por los niños como por el personal. Las cartas que ha introducido en Santa Psico no pueden empañar el hecho de que sea un buen profesor de educción infantil.

Le gustan los niños. Quizá sea el sentimiento de culpa o el miedo a ser descubierto lo que hace que trabaje con tanto ahínco por «el bienestar y la seguridad de los niños, y por establecer una base en su largo aprendizaje en la vida y su transformación en ciudadanos concienciados éticamente» y todas esas bonitas palabras que tuvo que aprender durante su formación profesional.

El resto de los empleados de Calvero se escapa de vez en cuando afuera para tomar un poco el aire o fumar un pitillo, pero Jan se queda todo el rato con los niños. Bromea con ellos, los escucha, los tranquiliza, les seca las lágrimas y resuelve sus pequeñas disputas. Le dedica algo más de tiempo al pequeño Leo, para ganarse su confianza.

A veces, cuando se encuentra en mitad de un juego, no ve diferencia entre él y los niños. Las edades desaparecen, como si tuviera cinco o seis años y viviera por completo en el presente. Sin responsabilidades, sin miedo al futuro ni ansiedad ante la soledad. Se limita a emitir gritos jubilosos y a flotar en una cálida sensación de alegría. La vida continúa, aquí y ahora.

Pero a veces vislumbra a alguien que se mueve tras la verja de Santa Patricia, y entonces deja de jugar y piensa en Rami.

Rami como creadora de animales, Rami como un animal enjaulado.

En un zoológico los depredadores viven junto a los herbívoros. Pero la diferencia entre animales peligrosos y mansos es siempre difícil de apreciar.

La ardilla quiere ser libre, escribió Rami. Y él desea entrar en Santa Psico y encontrarse con ella. Quiere hablar con ella, igual que antes.

—¡Jan! —gritan los niños—. ¡Mira, Jan!

Más tarde o más temprano, alguno de los niños le tira del brazo y regresa a la realidad.

Llega la tarde y el sol se pone por el oeste tras los árboles. El cielo otoñal se oscurece enseguida. A Jan le queda un último turno de tarde antes de disfrutar de cuatro días de vacaciones.

Acuesta a los niños. Su relevo llega a las nueve y media. Poco antes de la hora, se le ocurre echar un ojeada fuera, a la parte delantera de la guardería, y ve a un hombre y una mujer que se aproximan caminando por la calle, juntos.

Reconoce a la mujer, es Lilian. Pero ¿quién es el hombre? Caminan tan juntos que parecen un matrimonio, aunque ¿no estaba Lilian separada?

Jan observa cómo el hombre la abraza en el exterior de la guardería, luego se da media vuelta y desaparece en la oscuridad.

Cuando Lilian entra por la puerta no parece muy contenta; a pesar del abrazo, una arruga le cruza la frente. Jan se siente tranquilo; esa tarde se ha dedicado a los niños por completo.

—¿Hace frío? —pregunta.

—¿Qué? —dice Lilian—. Sí… sí, hace bastante frío. Dentro de poco llegará el invierno.

—Normal —responde Jan—. Tengo unos días de vacaciones. Me iré de viaje.

—Qué bien.

Lilian no le pregunta adónde, parece estresada. Se quita el abrigo en el guardarropa, mira con aire cansado el reloj y luego a Jan.

—He llegado un poco antes —dice—, pero puedes irte.

Jan la observa.

—Me puedo quedar un rato más.

—No, vete —replica en voz baja—. Ya me apaño.

Lilian pasa apresurada junto a él y se encamina a la cocina. La arruga continúa en su frente y no ha preguntado por los niños.

Jan la sigue un buen rato con la mirada.

—Bueno —dice detrás de ella—, entonces me voy.

Se pone la chaqueta y los zapatos y saca su mochila de la taquilla de forma ruidosa, para que ella lo oiga. Haciendo un poco de teatro.

—Me voy… ¡Adiós!

—Adiós —responde ella.

Cierra la puerta tras sí. Ahora que el sol se ha puesto hace frío fuera, y cuando se aleja de la iluminación de Calvero es como si penetrara en un tenebroso estanque; el jardín está en completa oscuridad. Pero sus ojos se acostumbran despacio, y en la calle distingue una figura que viste un anorak oscuro y capucha negra y que se aproxima desde la parada del autobús.

La sombra se dirige hacia la escuela infantil. Hacia él.

Jan se aparta instintivamente. Se oculta tras la caseta de juegos de los niños, espera y escucha.

La puerta de la verja chirría al abrirse primero y al cerrarse después.

Luego se abre la puerta de la escuela infantil, y vuelve a cerrarse.

Jan sale de su escondite. El jardín está desierto.

A la izquierda de la caseta ve la estructura de madera con los tres columpios que se balancean despacio con el viento de la noche. Se dirige hacia allí y se sienta en el más grande de ellos, un viejo neumático.

Jan se mete las manos en los bolsillos de la chaqueta y espera. ¿A qué? No está seguro, pero va muy abrigado y puede quedarse sentado un rato.

Se queda en el columpio sin moverse y observa el hospital, la verja iluminada. De vez en cuando mira hacia la luz de las ventanas de la escuela infantil, y ve a Lilian pasar presurosa por delante de la ventana del comedor. Está sola, no se ve a nadie más.

Son las diez y cuarto. No sucede nada. A lo lejos, en las casas al otro lado de los campos de cultivo, comienzan a apagarse las luces a medida que los cansados padres se van a la cama. Jan está tiritando y se estremece, pero permanece sentado en el columpio.

Diez minutos después empieza a congelarse, y a sentirse cansado. Cuando está a punto de levantarse, se abre la puerta de la escuela infantil.

Jan permanece sentado, inmóvil. Ve que una figura baja las escaleras.

No se trata de Lilian: es el visitante del anorak y la capucha. Una figura ágil que se mueve con rapidez al alejarse de la escuela.

La figura no dirige la vista hacia los columpios, sino que continúa por el sendero y cruza la verja. Jan oye el sonido de sus duros tacones al rozar el asfalto.

Se pone de pie con cuidado y da unos pasos hacia la verja.

La figura del anorak llega a la primera farola. Vuelve la cabeza para mirar hacia el hospital, mientras enciende un mechero. A la luz de la lumbre, Jan descubre que se trata de Hanna, su compañera de trabajo.

Hanna Aronsson. La más joven de los trabajadores de Calvero, y también la más callada. Desde aquella noche en que regresaron a casa juntos desde el Bills Bar, apenas ha hablado con Jan. Y él, por su parte, la ha evitado, después de que aquella noche le contara, bajo los efectos del alcohol, la historia sobre Lince y William.

Jan deja su bicicleta en la verja. Sigue en silencio a Hanna, lejos del alcance de los círculos de luz de las farolas.

La mujer se dirige a la marquesina de la parada del autobús. Allí se detiene y sigue fumando su cigarrillo.

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