El guardián de los niños (40 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

BOOK: El guardián de los niños
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Jan volvió a mirar a Rami.

—Tú primero.

Ella era más ligera que él, y dio un salto desde la silla a la verja. Ahora Rami era una ardilla, y se aferró con fuerza a los agujeros de la verja a través de la colcha. Pasó las piernas por encima de los pinchos, luego el resto del cuerpo y cayó al otro lado.

Se miraron a través de la verja. Jan alzó la guitarra y consiguió pasársela. Rami asintió.

—Ahora te toca a ti.

Jan dio un salto. Él no era una ardilla, pero el deseo lo mantuvo agarrado a la verja. Los pinchos de acero comenzaban a clavarse a través de la colcha y le rasgaron la palma de las manos, pero consiguió trepar hasta arriba y pasar al otro lado.

En ese mismo momento oyó un golpe seco en el cristal de la ventana que había a su espalda: los habían descubierto.

Se abrió una puerta, alguien gritó.

Jan tragó saliva nervioso, pero no miró atrás. Siguió a Rami.

Estaban al otro lado de la verja y recogieron sus cosas. Salieron corriendo por el sendero, juntos. Eran las siete y diez, no se veía a nadie por ninguna parte y amanecía.

No habían planeado nada, solo escapar. Jan no tenía más ropa y apenas cincuenta coronas en el bolsillo.

—Somos libres —dijo Rami, y gritó—: ¡Estocolmo!

Fue aquí, al otro lado de la verja, cuando Jan vio por primera vez a Rami animada, casi alegre. Ella lo miró con las mejillas sonrojadas, él sonrió, y de pronto supo lo que significaba ser feliz junto a una persona especial.

Tenía catorce años y estaba perdidamente enamorado.

El personal de Bangen los alcanzó al cabo de diez minutos. Los caminos que rodeaban el hospital estaban desiertos, y Jan y Rami eran perfectamente visibles para sus perseguidores.

El ruido de un motor rompió el silencio matutino.

Un coche se acercaba hacia ellos, un pequeño utilitario blanco que apareció por la parte trasera de Bangen, giró y aceleró. Rami dejó de sonreír.

—¡Son ellos!

La funda de la guitarra retrasaba un poco su avance, así que Jan se la cogió. Aceleraron el paso. El camino giraba a la izquierda y ascendía junto a un pequeño arroyo. El asfalto y el agua serpentearon durante un centenar de metros, y luego apareció un estrecho puente de madera.

—¡Allí! —exclamó Rami.

Al otro lado había una arboleda, y más allá se vislumbraba el centro de la ciudad.

Jan no tuvo que decir nada: Rami y él corrieron hacia el puente y lo cruzaron.

Ella corría más rápido, y se encontraba ya a medio camino de la arboleda cuando el utilitario frenó al otro lado del arroyo. Jan iba más lento, cargaba con demasiadas cosas. Giró la cabeza y vio a Jörgen salir a toda prisa del coche por la puerta del conductor, mientras que por el otro lado se bajó la joven ayudante, que se movía más insegura.

El Tímido hubiera volado el puente, pero Jan no tenía dinamita.

Jörgen ya casi había llegado hasta el arroyo y sus zancadas eran el doble de largas que las de Jan.

Estaban perdidos, no lo conseguirían. Jan lo había sabido desde el principio.

—¡Rami!

Ella no se detuvo, pero redujo la velocidad y lo miró. Una tenue figura a la luz de la mañana, el gran amor de su vida.

A Jan le dolían los pulmones. Apenas le quedaban fuerzas, aunque dio otros diez o doce pasos hacia ella.

—¡Toma! —jadeó, y le alargó la funda de la guitarra. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el billete de cincuenta coronas—. Y esto… ¡Corre!

No había tiempo. Sin embargo, Rami se inclinó hacia delante, apretó su mejilla contra la de él y susurró:

—No te olvides del trato.

Y luego voló sobre la hierba y desapareció en el bosque con energía renovada. La funda de la guitarra parecía no pesar en su mano.

Jan dio unos pasos más tras ella, pero su voluntad se había esfumado. Unos segundos después un par de manos lo agarraron por los hombros.

—¡Quieto ahí!

Era Jörgen. También estaba cansado tras la carrera, a juzgar por su respiración. Lo sujetaba con fuerza, y Jan no opuso resistencia. Dieron media vuelta en dirección a Bangen.

—¿Me vais a encerrar en el Agujero?

—¿El Agujero?

—Esa celda en el sótano… donde encerráis a la gente.

—No, te vas a librar —respondió Jörgen—. Es solo para los que arañan y muerden… Y tú no vas a pelear, ¿verdad, Jan?

Jan negó con la cabeza.

—¿Fuiste tú el que llamó a la puerta hace un rato? —preguntó Jörgen.

Jan asintió.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Jörgen se lo quedó mirando.

—¿Por qué? ¿Querías que te atraparan?

No contestó.

Cruzaron el puente y volvieron al coche. Jan no dejaba de mirar hacia atrás. La compañera de Jörgen se había internado en el bosque.

Jörgen lo metió en el asiento trasero del coche, después cruzó el puente y la llamó.

El vehículo se encontraba en silencio, y Jan podía oír su respiración.

«¿Querías que te atraparan? —pensó—. ¿Quieres que atrapen a Rami?»

Después de algunos minutos, la ayudante salió del bosque y negó con la cabeza hacia Jörgen. Se quedaron en el puente hablando unos minutos, y Jan vio que Jörgen sacaba su teléfono y marcaba un número. A continuación regresaron al coche.

—Nos vamos —anunció Jörgen.

Y eso hicieron. Regresaron de vuelta a Bangen. A la seguridad tras la verja.

Habían cogido a Jan, y estaba contento.

Y sabía que Rami estaría igual de contenta de ser libre.

51

Esperando en la oscuridad, quince años después de la fuga de Bangen.

Jan está solo, pero no por mucho tiempo. Espera a Rami en el sótano del hospital. Ha ido hasta el almacén donde se halla el ascensor de la colada, en la lavandería.

Es viernes por la noche, faltan veinte minutos para las diez. En realidad, Jan debería estar en la escuela infantil. Lilian confía en ello, pero él ha abandonado su puesto de guardia y se ha internado en el sótano a través del refugio. Ahora sabe orientarse. La lavandería se encontraba desierta cuando llegó, justo como le había indicado Legén. Lo único extraño que había era una pequeña bombilla amarilla que parpadeaba en la pared, tal vez una señal del simulacro de incendio.

Jan presta atención por si se oyen pasos en el sótano o voces cantando en la capilla. Pero el subsuelo está en completo silencio.

Allí solo se encuentra él, y pronto también Rami. Así lo espera; si cierra los ojos la oye cantar: «Jan y yo, yo y Jan, cada noche, cada día…».

Parpadea con fuerza y se mueve de un lado a otro frente al ascensor para mantenerse despierto.

Media hora antes, mientras Jan conducía a Lilian y a tres hombres más a Calvero, empezaron a resonar los tambores en su cabeza.

Uno de los hombres era el hermano mayor de Lilian. Los otros dos no se habían presentado, pero parecían unos años más jóvenes que ella. Jan supuso que se trataba de amigos de John Daniel, el hermano desaparecido.

Esa noche Hanna no les acompañaba, y Lilian parecía más tensa sin ella. Jan vio que se había pintado los labios de rojo y los ojos con sombra negra. Resultaba absurdo; ¿para quién se había pintado en realidad? ¿Para el vigilante Carl o para Ivan Rössel?

Jan aparcó a la sombra de una gran encina, a una distancia prudencial de la escuela infantil. Lejos de las cámaras de vigilancia del hospital.

Nadie dijo nada cuando se apearon.

Lilian se fumó apresuradamente un último cigarrillo en la calle antes de abrir la puerta y entrar en la escuela. Jan la siguió junto a los tres hombres.

Se adentraron en la oscuridad de la guardería, pero no encendieron ninguna luz. Lilian se dio media vuelta hacia él.

—Entonces tú te quedas aquí, Jan. ¿De acuerdo?

Asintió.

—Llámanos si viene alguien.

Jan asintió de nuevo con la cabeza y Lilian esbozó una sonrisa tensa. A continuación tomó una de las tarjetas magnéticas, abrió la puerta y desapareció escaleras abajo.

Los tres silenciosos hombres la siguieron y Jan cerró la puerta.

Cuatro personas se reunirían con Ivan Rössel en la sala de visitas. Se encontraría en inferioridad cuando Carl lo llevara allí desde la planta de aislamiento. Jan esperaba que Lilian y su familia pudieran ver a Rössel y hacerle hablar, pero eso era algo que él no podía controlar.

Estaba muy ocupado con su propia reunión.

Después de que Lilian y los tres hombres se fueran, Jan esperó un cuarto de hora en el guardarropa que se encontraba junto a la puerta del sótano. No sucedió nada. Se acercó a la ventana y observó el hospital. Estaba iluminado, pero no se veía a nadie.

Al cabo de un rato se dirigió a la cocina y cogió una tarjeta de repuesto. Abrió la puerta del sótano. La luz seguía prendida allí abajo.

Había llegado el momento.

Jan permanece inmóvil en la lavandería, pensando en qué le dirá a Rami cuando se abra la puerta del ascensor.

«Hola, Alice. Bienvenida al exterior del Agujero.»

¿Y después? ¿Le dirá que ha pensado en ella durante todos esos años? ¿Le contará lo enamorado que ha estado de ella desde aquellos primeros días en Bangen? Estaba tan perdidamente enamorado de Rami, y tan asustado del mundo exterior, que intentó que los empleados los detuvieran. La mañana en que se fugaron.

Atraparon a Jan, Rami escapó. Dedujo que el viaje en tren hasta Estocolmo para reunirse con su hermana había ido bien, ya que durante la semana que Jan permaneció aún en Bangen no regresó.

Tampoco se hablaba de ella; había dejado de ser responsabilidad de los empleados del centro.

Una semana después del intento de fuga le dieron el alta. No había hablado con su psicólogo tras la huida, pero… abracadabra: Tony le dio el alta.

—Te vas a casa —le anunció Jörgen tras abrir la puerta de su habitación.

A continuación tuvo que hacer la maleta. Recogió la ropa, el diario que Rami le había regalado y la historieta de
El Tímido
que había empezado.

Devolvió la batería al almacén, aunque se llevó consigo las baquetas.

Jan abandonó Bangen con su pequeña bolsa. Su padre fue a recogerlo, pero no le sonrió.

—¿Ya te han arreglado? —fue cuanto le preguntó.

Jan no respondió, y regresaron a casa en silencio.

El lunes siguiente Jan regresó a la escuela. Apenas durmió la noche anterior, no logró pegar ojo pensando en los pasillos del colegio y en la Banda de los Cuatro, y se vio a sí mismo corriendo como un ratoncillo entre las paredes.

Fue al colegio solo, como era su costumbre. Seguía sin tener amigos. No importaba.

Los compañeros de clase clavaron la mirada en él, pero ninguno le preguntó cómo se encontraba o dónde había estado las últimas semanas.

Quizá todos lo sabían. Eso tampoco importaba.

Tarde o temprano Jan se encontraría con la Banda de los Cuatro en el pasillo, lo sabía. Pero, de alguna manera, el miedo había desaparecido. Era primavera, finales de abril, y apenas quedaban unas semanas de colegio. Jan iba viviendo los días de uno en uno. Por las tardes tocaba en silencio la batería para sí mismo golpeando las baquetas contra una guía de teléfono, o se dedicaba a dibujar su historieta.

Rami no daba señales de vida; no recibió ninguna llamada telefónica ni ninguna postal desde Estocolmo.

La última semana de mayo se celebraba la semana tradicional de actividades, y los alumnos de noveno se fueron de acampada.

El jueves de esa semana, cuando Jan llegó a la escuela, se encontró con corrillos de alumnos en los pasillos. Oyó susurros que hablaban de algo terrible, «una locura».

—¿Es cierto? —preguntaban sus compañeros—. ¿Es realmente cierto?

Aunque nadie habló con Jan, comprendió que había sucedido algo en el bosque a las afueras de la ciudad. Alguien había muerto. Lo habían matado.

Más tarde, un profesor se dirigió a ellos en clase para informarles del asesinato de dos alumnos de noveno, y después surgieron más rumores y se publicaron artículos sobre «la locura». Los murmullos continuaron hasta fin de curso.

A Jan todo lo ocurrido le parecía asombroso. Le sorprendía que la Banda de los Cuatro estuviera prácticamente aniquilada, que ahora solo quedara Torgny Fridman.

Era el «trato». De alguna manera, Rami había cumplido su parte.

Pero Jan no volvió a saber de ella, y tuvieron que pasar cinco años hasta que vio el nombre de «RAMI» en el escaparate de la única tienda de discos de Nordbro. Acababa de salir su primer álbum; cuando fue a comprar el disco, vio que una de las canciones se titulaba «Jan y yo».

Se trataba de una señal: tenía que serlo.

Poco después empezó a trabajar en la guardería Lince; y ese otoño, cuando Jan vio llegar a la escuela a la psicóloga Emma Halevi y a su hijo William, lo primero en lo que pensó fue en Bangen y en la Psicocharlatana.

Y lo segundo, en el trato.

Los recuerdos de la adolescencia provocan que Jan caiga en la cuenta de algo en el sótano del hospital: durante el otoño no ha pensado ni una sola vez en «por qué» Rami está encerrada en Santa Psico.

¿Qué habrá hecho para acabar allí, en el área de aislamiento?

No lo sabe, y ahora no quiere pensar en ello. Lo único que debe hacer es esperarla en el sótano.

En medio del silencio se oye un ruido, un aullido. Son sirenas que se aproximan al hospital. Se acercan por el camino de acceso al centro, y suenan cada vez con más fuerza a través de las gruesas paredes.

¿Coches de bomberos?

Jan ve que una luz se ha encendido en la pared, un punto rojo que parpadea en la oscuridad debajo de la amarilla. ¿Será una alarma?

Mira el reloj: las diez menos cuarto. Al parecer, el simulacro de incendio ha comenzado antes de lo previsto.

De repente el móvil empieza a sonar en su bolsillo. Jan se sobresalta y lo coge enseguida.

—¿Hola? —responde en voz baja, confiando en que sea Lilian.

¿Qué le puede decir?

Pero se trata de otra voz femenina, y suena preocupada.

—Hola, Jan… Soy Marie-Louise.

—Hola, Marie-Louise —le contesta a su jefa, y sujeta con fuerza el móvil—. ¿Ocurre algo?

—Sí, bueno… ha pasado una cosa. Estoy llamando a todos pero casi nadie contesta… Me preguntaba si habías visto a Leo. Leo Lundberg, de la escuela.

—No… ¿Por qué?

—Leo se ha escapado de su nueva familia —explica Marie-Louise—. Salió a jugar al jardín por la tarde, antes de que anocheciera… Y cuando sus padres de acogida fueron a buscarlo, había desaparecido.

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