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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (3 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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Porthos miró a Bragelonne como diciéndole: «¿Y a mí qué?». Mudo lenguaje que le pareció tan elocuente a Raúl, que volvió a subirse a caballo, mientras el coloso hacía lo mismo con ayuda de Grimaud.

—Tracemos un plan —dijo el vizconde.

—Esto es —repuso Porthos—, tracemos un plan. —Y al ver que Raúl lanzaba un suspiro y se detenía repentinamente, añadió—: ¡Qué! ¿desmayáis?

—No, lo que me ataja es la impotencia. ¿Por ventura los tres podemos apoderarnos de la Bastilla?

—Sí D'Artagnan estuviese allí, no digo que no —repuso Porthos.

Raúl quedó mudo de admiración ante aquella confianza heroica de puro candorosa. ¿Conque en realidad vivían aquellos nombres célebres que en número de tres o cuatro embestían contra un ejército o atacaban una fortaleza?

—Acabáis de inspirarme una idea, señor de Vallón —dijo el vizconde—. Es necesario de toda necesidad que veamos al señor de D'Artagnan.

—Sin duda.

—Debe de haber conducido ya a mi padre a la Bastilla y, por consiguiente, estar de regreso en su casa.

—Primeramente informémonos en la Bastilla —dijo Grimaud, que hablaba poco, pero bien.

Los tres llegaron ante la fortaleza a tiempo que Grimaud pudo divisar cómo doblaba la gran puerta del puente levadizo la carroza que conducía a D'Artagnan de regreso de palacio.

En vano Raúl espoleó su cabalgadura para alcanzar la carroza y ver quién iba dentro. Aquella ya se había detenido allende la puerta grande, que volvió a cerrarse, mientras un guardia francés de centinela daba con el mosquete en el hocico del caballo del vizconde, el cual volvió grupas, satisfecho de saber a qué atenerse respecto de la presencia de aquella carroza que encerrara a su padre.

—Ya lo hemos atrapado —dijo Grimaud.

—Como estamos seguros de que va a salir, aguardemos, ¿no es verdad, señor de Vallón? —dijo Bragelonne.

—A no ser también que D'Artagnan esté preso —replicó Porthos—, en cuyo caso todo está perdido.

Raúl, que conoció que todo era admisible, nada respondió a las palabras de Porthos; lo único que hizo fue encargar a Grimaud que, para no dar sospechas condujese los caballos a la callejuela de Juan Beausire, mientras él con su penetrante mirada atisbaba la salida de D'Artagnan o de la Carroza.

Fue lo mejor, pues apenas transcurridos veinte minutos, volvieron a abrir la puerta y apareció de nuevo la carroza. ¿Quiénes iban en ella? Raúl no pudo verlo por habérselo privado un deslumbramiento, pero Grimaud afirmó haber visto a dos personas, una de las cuales era su amo.

Porthos miró a Bragelonne y al lacayo para adivinar qué pensaban.

—Es cierto —dijo Grimaud—, que si el señor conde está en la carroza, es porque lo han puesto en libertad, o lo trasladan a otra prisión.

—El camino que emprenden nos lo dirá —repuso Porthos.

—Si lo han puesto en libertad —continuó Grimaud— lo conducirán a su casa.

—Es verdad —dijo el gigante.

—Pues la carroza no toma tal dirección —exclamó el vizconde. En efecto, los caballos acababan de internarse en el arrabal de San Antonio.

—Corramos —dijo Porthos—. Ataquemos la carroza una vez en la carretera, y digamos a Athos que se ponga a salvo.

—A eso llaman rebelión, —murmuró el vizconde.

Porthos lanzó a su joven amigo una segunda mirada digna hermana de la primera, a la cual respondió el vizconde arreando a su cabalgadura.

Poco después los jinetes dieron alcance a la carroza. D'Artagnan, que siempre tenía despiertos los sentidos, oyó el trote de los corceles en el momento en que Raúl decía a Porthos que se adelantasen a la carroza para ver quién era la persona a la cual acompañaba D'Artagnan.

Porthos obedeció, pero como las cortinillas estaban corridas, nada pudo ver.

La rabia y la impaciencia dominaban a Bragelonne, que al notar el misterio de que se rodeaban los compañeros de Athos, resolvió atropellar por todo.

D'Artagnan por su parte, conoció a Porthos y a Raúl, y comunicó a Athos el resultado de su observación.

Athos y D'Artagnan se proponían ver si Raúl y Porthos llevarían las cosas al último extremo.

Y así fue. Bragelonne empuñó una pistola, se abalanzó al primer caballo de la carroza, e intimó al cochero que parase, Porthos dio un golpe y lo quitó de su sitio, y Grimaud se asió a la portezuela.

—¡Señor conde! ¡señor conde! —exclamó Bragelonne abriendo los brazos.

—¿Sois vos, Raúl? —dijo Athos ebrio de alegría.

—¡No está mal! —repuso D'Artagnan echándose a reír.

Y los dos abrazaron a Porthos y a Bragelonne, que se habían apoderado de ellos.

—¡Mi buen Porthos! ¡mi excelente amigo! —exclamó el conde de La Fere—. ¡Siempre el mismo!

—Todavía tiene veinte años —dijo D'Artagnan—. ¡Bravo, Porthos!

—¡Diantre! —repuso el barón un tanto cortado—. Hemos creído que os habían preso.

—Ya lo veis —replicó Athos—. Todo se reducía a un paseo en la carroza del señor de D'Artagnan.

—Os seguimos desde la Bastilla —replicó el vizconde con voz de duda y de reconvención.

—Adonde hemos ido a cenar con el buen Baisemeaux —dijo el mosquetero.

—Allí hemos visto a Aramis.

—¿En la Bastilla?

—Ha cenado con nosotros.

—¡Ah! —exclamó Porthos respirando.

—Y nos ha dado mil curiosos recuerdos para vos.

—Gracias.

—¿Adónde va el señor conde? —preguntó Grimaud, as quien su amo recompensara ya con una sonrisa.

—A Blois, a mi casa.

—¿Así en derechura?

—Desde luego.

—¿Sin equipaje?

—Ya se habría encargado Raúl de enviármelo o llevármelo al volver a mi casa, si es que a ella vuelve.

—Si ya no lo detiene en París asunto alguno, hará bien en acompañarnos, Athos —dijo D'Artagnan acompañando sus palabras de una mirada firme y cortante como una cuchilla y dolorosa como ella, pues volvió a abrir las heridas del desventurado joven.

—Nada me detiene en París —repuso Bragelonne.

—Pues partamos —exclamó Athos inmediatamente.

—¿Y el señor de D'Artagnan?

—Sólo acompañaba a Athos hasta aquí; me vuelvo a París con Porthos.

—Corriente —dijo éste.

—Acercaos, hijo mío —añadió el conde ciñendo suavemente con su brazo el cuello de Raúl para atraerlo a la carroza, y dándole un nuevo beso. Y volviéndose hacia Grimaud, prosiguió—: Oye, te vuelves a París con tu caballo y el del señor de Vallón; Raúl y yo subimos a caballo aquí, y dejamos la carroza a esos dos caballeros para que tornen a la ciudad. Una vez en mi casa, reúne mis ropas y mis cartas, y envíamelas a Blois.

—Señor conde —dijo Raúl, que ardía en deseos de hacer hablar a su padre—. Ved que si volvéis a París no hallaréis en vuestra casa ropa blanca ni cuanto es necesario, y eso os será por demás incómodo.

—Creo que tardaré mucho tiempo en volver, Raúl. Nuestra última estancia en París no me alienta a volver.

Raúl bajó la cabeza y no habló más.

Athos se bajó de la carroza y montó el caballo de Porthos.

Después de mil abrazos y apretones de manos, y de reiteradas protestas de amistad imperecedera, y de haber Porthos prometido pasar un mes en casa de Athos tan pronto se lo permitieran sus ocupaciones, y D'Artagnan ofrecido aprovechar su primera licencia, este último abrazó a Raúl por la postrera vez, y le dijo:

—Hijo mío, te escribiré.

¡Qué no significaban estas palabras de D'Artagnan, que nunca escribía! A ellas, el vizconde se sintió enternecido, y, no pudiendo refrenar las lágrimas, se soltó de las manos del mosquetero y partió.

D'Artagnan, subió a su carroza, en la cual ya se había instalado Porthos.

—¡Qué día, mi buen amigo! —exclamó el gascón.

—Ya podéis decirlo —replicó Porthos.

—Debéis estar quebrantado.

—No mucho. Sin embargo, me acostaré temprano, a fin de estar mañana en buenas disposición.

—¿Para qué?

—Para dar fin a lo que he empezado.

—Me dais calambres, amigo mío. ¿Qué diablos habéis empezado que no esté concluido?

—¡Hombre! como Rául no se ha batido, fuerza es que yo me bata.

—¿Con quién? ¿con el rey?

—¡Como con el rey! —exclamó Porthos, en el colmo de la estupefacción.

—Con el rey he dicho.

—¡Ca, hombre! con quien voy a batirme yo es con Saint-Aignán, lo hacéis contra el rey.

—¿Estáis seguro de lo que afirmáis? —repuso Porthos abriendo desmesuradamente los ojos.

—¡No he de estarlo!

—¿Pues cómo se arregla eso?

—Ante todo veamos de cenar bien, y os digo que la mesa del capitán de mosqueteros es agradable. A ella veréis sentado al gentil Saint-Aignán, y beberéis a su salud.

—¿Yo? —exclamó con horror el coloso.

—¡Cómo! ¿os negáis a beber a la salud del rey?

—Pero ¿quién diablos os habla del rey? Os hablo de Saint-Aignán.

—Es lo mismo —replicó D'Artagnan.

—Así es distinto —repuso Porthos vencido.

—Me habéis comprendido, ¿no es verdad?

—No —respondió Porthos—, pero lo mismo da.

—Decís bien, lo mismo da —dijo D'Artagnan—. Vámonos a cenar.

La sociedad de Baisemeaux

No ha olvidado el lector que D'Artagnan y el conde de La Fere, al salir de la Bastilla, dejaron en ella y a solas a Aramis y a Baisemeaux.

Baisemeaux tenía por verdad inconcusa que el vino de la Bastilla era excelente, era capaz de hacer hablar a un hombre de bien: pero no conocía a Aramis, el cual conocía como a sí mismo al gobernador, y contaba hacerle hablar por el sistema que este último tenía por eficaz.

Si no en apariencia, la conversación decaía, pues Baisemeaux hablaba únicamente de la singular prisión de Athos, seguida inmediatamente la orden de remisión.

Aramis no era hombre para molestarse por cosa alguna, y ni siquiera había dicho aun a Baisemeaux por qué estaba allí.

Así es que el prelado le interrumpió de improviso exclamando:

—Decidme, mi buen señor de Baisemeaux, ¿no tenéis en la Bastilla más distracciones que aquellas a que he asistido las dos o tres veces que os he visitado?

El apóstrofe era tan inesperado, que el gobernador quedó aturdido.

—¿Distracciones? —dijo Baisemeaux—. Continuamente las tengo, monseñor.

—¿Qué clase de distracciones son esas?

—De toda especie.

—¿Visitas?

—No, monseñor; las visitas no son comunes en la Bastilla.

—¡Ah! ¿son raras las visitas?

—Rarísimas.

—¿Aun de parte de vuestra sociedad?

—¿A qué llamáis vos mi sociedad? ¿a mis presos?

—No, entiendo por vuestra sociedad la de que vos formáis parte.

—En la actualidad es muy reducida para mí —contestó el gobernador después de haber mirado fijamente a Aramis, y como si no hubiera sido imposible lo que por un instante había supuesto—. Si queréis que os hable con franqueza, señor de Herblay, por lo común, la estancia en la Bastilla es triste y fastidiosa para los hombres de mundo. En cuanto a las damas, apenas vienen, y aun con terror no logro calmar. ¿Y como no temblarían de los pies a la cabeza al ver esas tristes torres, y al pensar que están habitadas por desventurados presos que…?

Y a Baisemeaux se le iba trabando la lengua, y calló.

—No me comprendéis, mi buen amigo —repuso el prelado.

—No me refiero a la sociedad en general, sino a la sociedad a que estáis afiliado.

—¿Afiliado? —dijo el gobernador, a quien por poco se le cae el vaso de moscatel que iba a llevarse a los labios.

—Sí —replicó Aramis con la mayor impasibilidad—. ¿No sois individuo de una sociedad secreta?

—¿Secreta?

—O misteriosa.

—¡Oh! ¡señor de Herblay!…

—No lo neguéis…

—Podéis creer…

—Creo lo que sé.

—Os lo juro…

—Como yo afirmo y vos negáis —repuso Aramis—, uno de los dos está en lo cierto. Pronto averiguaremos quién tiene razón.

—Vamos a ver.

—Bebeos vuestro vaso de moscatel. Pero ¡qué cara ponéis! —No, monseñor.

—Pues bebed.

Baisemeaux bebió, pero atragantándose.

—Pues bien —repuso Aramis—, si no formáis parte de una sociedad secreta, o misteriosa, como querais llamarla, no comprenderéis palabra de cuanto voy a deciros.

—Tenedlo por seguro.

—Muy bien.

—Y si no, probadlo.

—A eso voy. Si, al contrario, pertenecéis a la sociedad a que quiero referirme, vais a responderme inmediatamente sí o no.

—Preguntad —repuso Baisemeaux temblando.

—Porque —prosiguió con la misma impasibilidad Aramis— es evidente que uno no puede formar parte de una sociedad ni gozar de las ventajas que la sociedad ofrece a los afiliados, sin que estos estén individualmente sujetos a algunas pequeñas servidumbres.

—En efecto —tartamudeó Baisemeaux—, eso se concebiría, si…

—Pues bien, en la sociedad de que os he hablado, y de la cual, por lo que se ve no formáis parte, existe…

—Sin embargo —repuso el gobernador—, yo no quiero decir en absoluto…

—Existe un compromiso contraído por todos los gobernadores y capitanes de fortaleza afiliados a la orden.

Baisemeaux palideció.

—El compromiso —continúo Aramis con voz firme— helo aquí.

—Veamos…

Aramis dijo, o más bien recitó el párrafo siguiente, con la misma voz que si hubiese leído un libro:

«Cuando lo reclamen las circunstancias y a petición del preso, el mencionando capitán o gobernador de fortaleza permitirá la entrada a un confesor afiliado a la orden».

Daba lástima ver a Baisemeaux; de tal suerte temblaba y tal era su palidez.

—¿No es ese el texto del compromiso? —prosiguió tranquilamente Herblay.

—Monseñor…

—Parece que empieza a aclararse vuestra mente.

—Monseñor —dijo Baisemeaux—, no os burléis de la pobreza de mi inteligencia; yo ya sé que en lucha con la vuestra, la mía nada vale si os proponéis arrancarme los secretos de mi administración.

—Desengañaos, señor de Baisemeaux; no tiro a los secretos de vuestra administración, sino a los de vuestra conciencia.

—Concedo que sean de mi conciencia, señor de Herblay; pero tened en cuenta mi situación.

—No es común si estáis afiliado a esa sociedad —prosiguió el inflexible Herblay—. Pero si estáis libre de todo compromiso, si no tenéis que responder más que al rey, no puede ser más natural.

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