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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (8 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—Como tengo prisa, acepto —dijo Moliere.

—Yo como aquí —repuso Lores—. Gourville me ha ofrecido langostines… ¿Habéis oído? ¡Langostines!… Vaya, La Fontaine, busca una consonante.

Aramis salió en compañía de Moliere como él sabía hacerlo, y al llegar al pie de la escalera oyó que La Fontaine entreabría la puerta y decía a voces:

—¿Te ha ofrecido langostines?

—Él se sabrá con qué fines.

Las carcajadas de los epicúreos redoblaron y llegaron hasta los oídos de Fouquet, en el instante en que Aramis abría la puerta de su gabinete.

Moliere, se había encargado de ordenar que engancharan, mientras Herblay iba a ver al superintendente para ponerse de acuerdo con él.

—¡Cómo ríen arriba! —dijo Fouquet exhalando un suspiro.

—¿Y vos no os reís, monseñor?

—Ya se acabó para mí el reír, señor de Herblay.

—La fiesta se acerca.

—Y el dinero se aleja.

—¿No os he dicho y repetido que eso corría de mi cuenta?

—Me habéis ofrecido millones.

—Estarán en vuestro poder al día siguiente de la entrada del rey en Vaux.

Fouquet dirigió una escrutadora mirada a Aramis, y se pasó una helada mano por su humedecida frente. Aramis comprendió que el superintendente dudaba de él, o conocía la imposibilidad en que se hallaba de hacerse con dinero; porque, ¿cómo podía Fouquet suponer que un pobre obispo, antiguo cura, antiguo mosquetero, lo hallase?

—¿Por qué dudáis? —preguntó Aramis. Y al ver que el superintendente se limitaba a sonreírse y a mover la cabeza, añadió—: ¡Hombre de poca fe!

—Mi querido señor de Herblay —repuso Fouquet—. Si caigo…

—¿Qué?

—A lo menos caeré de tan inmensa altura, que en mi caída me desmenuzaré. —Y moviendo la cabeza como para sustraerse a sí mismo, preguntó—: ¿De dónde venís, mi buen amigo?

—De París.

—¡Ah!

—De casa de Percerín.

—¿A qué habéis ido a casa de Percerín? Porque supongo que no dais una importancia tan grande como eso a los trajes de nuestros poetas.

—Me ha llevado a casa de Percerín el deseo de proporcionar una sorpreesa.

—¡Una sorpresa! ¿Qué es ello?

—Una sorpresa que vais a dar al rey.

—¿Costará cara?

—¡Bah! cien doblones para Le Brun.

—¿Una pintura? Me alegro. Pero ¿qué debe representar la pintura esa?

—Ya os lo diré luego. De paso, y por más que digáis, he inspeccionado los trajes de nuestros poetas.

—¿Son elegantes, ricos?

—Magníficos; pocos grandes señores los ostentarán parecidos. Así se verá la diferencia que va de los cortesanos de la riqueza a los de la amistad.

—¡Agudo y generoso como siempre, mi querido prelado!

—Pertenezco a vuestra escuela.

—¿Y adónde vais ahora? —preguntó Fouquet estrechando la mano de Herblay.

—A parís en cuanto me dais una carta.

—¿Para quién?

—Para Lyonne.

—¿Qué deseáis de Lyonne?

—Un auto.

—¡Un auto! ¿Queréis encerrar a alguien en la Bastilla?

—Al contrario, quiero que salga de ella cierto individuo.

—¿Quién?

—Un pobre diablo, un joven, un niño que está encerrado va ya para diez años por haber escrito dos versos latinos contra los jesuitas.

—¡Por dos versos latinos! ¿Y nada más que por dos versos latinos hace diez años que está preso el infeliz?

—Sí.

—¿Y no ha cometido otro crimen?

—Aparte de dichos dos versos, es inocente como vos y yo.

—¿Palabra?

—Palabra.

—¿Cómo se llama?

—Seldón.

—En verdad es excesivo. ¿Pero cómo sabiendo eso no me habíais advertido?

—Porque hasta ayer no me lo dijo la madre del desventurado.

—¿Y está pobre esa mujer?

—Está en la miseria más espantosa.

—¡Oh Dios! —exclamó Fouquet—. A las veces permitís tales injusticias, que me explico que haya infortunados que duden de vos. Tomad, señor de Herblay.

Dichas estas palabras, el superintendente tomó una pluma y escribió velozmente algunas líneas a su compañero Lyonne.

Aramis tomó el papel y se encaminó a la puerta.

—Guardaos —dijo Fouquet, abriendo su cajón y sacando diez libranzas de a mil libras que había en él—. Haced que salga el hijo, y entregad estas libranzas a la madre; pero sobre todo no le digáis…

—¿Qué, monseñor?

—Que con eso tiene diez mil libras más que yo, pues de lo contrario diría que yo soy un pobrísimo superintendente. Id, y espero que Dios bendiga a los que piensan en los pobres.

—También yo lo espero —dijo Aramis besando la mano de Fouquet y saliendo apresuradamente con la carta para Lyonne, las libranzas para la madre de Seldón, y llevándose consigo a Moliere, que ya empezaba a impacientarse.

Otra cena en la Bastilla

Sonaban las siete de la tarde en el gran reloj de la Bastilla. Era la hora de la cena de los pobres cautivos. Las puertas, rechinando sobre sus descomunales goznes, daban paso a las fuentes y a las cestas atestadas de manjares, cuya delicadeza, como el mismo Baisemeaux nos lo ha dado a conocer, se apropiaba a la condición del detenido.

Aquella era también la hora en que cenaba el gobernador, que aquel día tenía un convidado, por lo cual el asador volteaba más cargado que de costumbre.

La cena del gobernador, aparte de las sopas y los entremeses, se componía de un lebrato mechado, ceñido de perdices asadas que a su vez estaban rodeadas de codornices, gallinas en salsa, jamón frito y rociado con vino blanco, cardos de Guipúzcoa y langostines.

Baisemeaux, sentado a la mesa, se restregaba las manos y miraba al obispo de Vannes, el cual, vestido a lo caballero, con altas botas y la espada al cinto, no cesaba de hablar de su hambre y demostraba la más viva impaciencia.

El gobernador no estaba acostumbrado a las familiaridades de su grandeza monseñor de Vannes, y aquella noche, Aramis, que se había puesto un tanto alegre, hacía confidencia tras confidencia. El prelado se convirtió casi en mosquetero, y tocó los límites de la desenvoltura. Respecto de Baisemeaux, se entregó en cuerpo y alma y con la facilidad de las gentes vulgares, a la momentánea llaneza de su comensal.

—Caballero —exclamó el gobernador— y perdonad que así os llame, pues en verdad esta noche no me atrevo a llamaros monseñor.

—No, llamadme caballero —repuso Aramis—, traigo botas.

—Pues bien, caballero, ¿sabéis a quién me recordáis esta noche?

—No —respondió Aramis escanciándose vino—, pero supongo que a un buen comensal vuestro.

A dos me recordáis… dos personas, una de ellas muy ilustre, el difunto cardenal, el gran cardenal, el de Rochela, el que llevaba botas cual vos. ¿No es verdad?

—Lo es —respondió Herblay—. ¿Y la otra?

—La otra es cierto mosquetero muy garrido, muy valiente, tan atrevido cuanto afortunado, que ahorcó los hábitos para hacerse mosquetero, y luego dejó la espada para hacerse cura. —Y al ver que Aramis se dignaba sonreírse, se alentó a añadir—: Y de cura se hizo obispo, y de obispo…

—¡Alto ahí! —dijo Herblay.

—Os digo que me parecéis un cardenal.

—Basta, basta, señor de Baisemeaux. Vos mismo habéis dicho que calzo botas de caballero; pero ni aun esta noche, y pese a mis botas, quiero enemistarme con la Iglesia.

—Sin embargo, alentáis malas intenciones.

—Malas como todo lo mundano.

—¿Recorréis calles y callejuelas enmascarado?

—Sí.

—¿Y continuáis esgrimiendo la espada?

—Sólo cuando me obligan a ello. Hacedme la merced de llamar a Francisco.

—Ahí tenéis vino.

—No es para eso, sino porque aquí hace calor y la ventana está cerrada.

—Cuando ceno mando cerrarlas todas para no oír el paso de las rondas o la llegada de los correos.

—¿Conque se les oye cuando la ventana está abierta?

—Clarísimamente, y eso me molesta.

—Pero uno se ahoga aquí… ¡Francisco!

—¿Señor?

—Hacedme el favor de abrir la ventana —dijo Aramis—. Con vuestro permiso, señor de Baisemeaux.

—Monseñor está aquí en su casa —respondió el gobernador—. Decidme, os encontraréis solo ahora que el señor conde de La Fere se ha vuelto a sus penates de Blois. Es amigo muy antiguo, ¿no es verdad?

—Lo habéis tan bien como yo, pues fuisteis mosquetero con nosotros —respondió Aramis.

—Con mis amigos nunca cuento las batallas ni los años.

—Y obráis cuerdamente; pero yo hago algo más que querer al señor de La Fere, le venero.

—Pues a mí me place más el señor de D'Artagnan. ¡Qué buen bebedor! A lo menos uno puede leer en el pensamiento de hombres como el capitán.

—Baisemeaux, emborrachadme esta anoche, echemos una cana al aire como en otros días, y si tengo alguna pesadumbre en el corazón, os juro que la veréis como veríais un diamante dentro de vuestro vaso.

—Bravo —dijo Baisemeaux escanciándose un buen porqué de vino y trasegándolo en su estómago mientras se estremecía de gozo al ver que iba a ser partícipe de algún pecado capital del obispo.

Mientras el gobernador bebía. Aramis escuchaba con la mayor atención el ruido que subía del patio.

Como a las ocho y al llegar a la quinta botella, entró un correo con grande estrépito, pese a lo cual nada oyó el gobernador.

—¡Cargue el diablo con él! —exclamó Aramis.

—¿Qué pasa? —preguntó Baisemeaux—. Supongo que no os referís al vino que bebéis ni a quien os lo da a beber.

—No, es un caballo que por sí solo mete tanto ruido en el patio como pudiera hacerlo un escuadrón entero.

—Será algún correo —dijo Baisemeaux bebiendo a más y mejor—. Tenéis razón, cargue con él el diablo, y pronto, para que no volvamos a oír hablar de él.

—Os olvidáis de mí, Baisemeaux; mi vaso está vacío —dijo Aramis mostrando el suyo.

—Palabra que me dais el mayor placer… ¡Francisco!… ¡vino!

—Está bien, señor —dijo Francisco—. Pero… ha llegado un correo…

—Que se lo lleve el diablo.

—Sin embargo, señor…

—Que lo deje en la escribanía; mañana veremos. —Y canturreando añadió—: Mañana será de día.

—Señor —tartamudeó el soldado Francisco bien a su pesar.

—Cuidado con lo que hacéis, Baisemeaux —repuso Aramis.

—¿Y de qué he de tener yo cuidado? —exclamó el gobernador, algo más que alegre.

—A veces las cartas que llegan por correo a los gobernadores de ciudadela, son órdenes.

—Casi siempre.

—¿No proceden de los ministros las órdenes?

—Sí; pero…

—¿Y no se limitan los ministros a refrendar la firma del rey?

—Puede que tengáis razón. Con todo eso no deja de ser enojo, so, cuando uno está sentado al una mesa bien servida y en compañía de un amigo… Perdonad, caballero, se me había olvidado que soy yo quien os he convidado al mi mesa y que hablo con un presunto cardenal.

—Dejemos de lado con todo eso y volvamos a Francisco.

—¿Qué ha hecho Francisco?

—Ha murmurado.

—Malo, malo, malo…

—Sin embargo, ha murmurado, y cuando ha murmurado, es que pasa algo fuera de lo usual. Podría muy bien suceder que Francisco no anduviese descaminado al murmurar, sino vos al resistiros a escuchar.

—¿Yo no tener razón delante de Francisco? —exclamó Baisemeaux—. Duro me parece.

—Solamente en lo que atañe a la irregularidad del servicio en este caso concreto. Perdonad si os he molestado; pero he creído que debía haceros una observación que juro importante.

—Puede que tengáis razón —masculló el gobernador—. Una orden del rey es sagrada. Pero repito que las órdenes que llegan mientras estoy cenando, el diablo…

—Si vos hubieseis obrado así con el gran cardenal y la orden hubiese tenido alguna importancia…

—Si he hecho lo que he hecho ha sido para no molestar a un obispo, lo cual me disculpa.

—No olvidéis que he sido soldado, y que acostumbro ver consignas en todas partes.

—¿Conque queréis?

—Quiero que cumpláis con vuestro deber, amigo mío, a lo menos en presencia de ese soldado.

—Esto es matemático; —dijo Baisemeaux. Y volviéndose hacia Francisco, añadió—: Que suban la orden del rey.

El soldado salió.

—¿Sabéis que es? —dijo el gobernador a Aramis—. Pues algo por el estilo: «Cuidado con el fuego en las inmediaciones del polvorín»; o bien «Vigilad a fulano, que no se fugue». ¡Si supieseis cuántas veces me han hecho despertar sobresaltado en lo mejor, en lo más profundo de mi sueño, para comunicarme una orden llegada al galope, o más bien para entregarme un pliego en el que sólo me preguntaban si había novedad! Se conoce que los que pierden el tiempo en escribir tales órdenes no han dormido nunca en la Bastilla que de haber dormido, conocerían mejor el grueso de mis murallas, la vigilancia de mis oficiales, la multiplicidad de mis rondas. En fin ¡Qué haremos, monseñor! su oficio es escribir para molestarme cuando estoy contento; para turbarme cuando estoy rebosando de satisfacción —añadió Baisemeaux inclinándose ante Aramis—. Dejémosles, pues, que cumplan su cometido.

—Y cumplid vos el vuestro —propuso el obispo, cuya mirada, aunque risueña se imponía.

De regreso Francisco, Baisemeaux le tomó de las manos la orden del ministro, la abrió y la leyó con lentitud, mientras Aramis hacía que bebía para observar a su anfitrión al través del cristal.

—¿No lo dije? —exclamó el gobernador.

—¿Qué es? —preguntó el obispo.

—Una orden de excarcelación. ¡Vaya una nueva para molestarnos!

—Buena es para el interesado, no lo negaréis.

—¡Y a las ocho de la noche!

—Eso es caridad.

—Bueno, sí admito que sea caridad; pero no para mí que me divierto, sino para el haragán que se aburre en su calabozo —prorrumpió el gobernador exasperado.

—¿Acaso salís perjudicado con esa excarcelación? ¿El preso que os quitan es de los de cuantía?

—¡Psí! es un pobre diablo, un hambriento de los de a cinco libras.

—¿Me permitís si no hay indiscreción? —dijo Herblay—. Tomad, leed.

—La hoja ostenta en el margen la palabra “urgente”. ¿Lo habéis notado?

—¡Urgente!… ¡un hombre que está aquí hace diez años! ¿Y ahora les viene la prisa de soltarle, hoy, esta noche misma, a las ocho?

Baisemeaux encogió los hombros con ademán de soberano desdén, tiró la orden encima de la mesa y la emprendió de nuevo con los manjares.

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