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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (2 page)

BOOK: El hombre del balcón
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Agudizando la mirada, pudo divisar una sola figura, muy a lo lejos. Quizás un agente de policía. Por primera vez en muchas horas entró en el piso, cruzó la única estancia y pasó a la cocina. Había tanta claridad que no hacía falta encender la luz eléctrica. A decir verdad, no la usaba mucho, tampoco durante el invierno. Abrió el armario de la cocina, sacó una cafetera esmaltada, midió taza y media de agua y dos cucharadas de café poco molido. Puso la cafetera en el fogón, prendió fuego a una cerilla y encendió la llama de gas. Tocó la punta de la cerilla con las yemas de los dedos para asegurarse de que se había enfriado, luego abrió el armario del cubo de la basura y echó la cerilla quemada a la bolsa. Permaneció junto a la cocina hasta que el café hirvió, luego apagó el gas y se fue al baño para orinar, mientras esperaba a que bajaran los posos. No tiró de la cadena para no despertar a los vecinos. Volvió a la cocina, vertió cuidadosamente el café en la taza, cogió un terrón de azúcar del paquete medio vacío del fregadero y una cuchara del cajón. Luego se llevó la taza al balcón, la dejó sobre la mesa de madera barnizada y se sentó en la silla plegable. El sol estaba ya bastante alto e iluminaba las fachadas del otro lado de la calle, hasta las plantas más bajas. Sacó del bolsillo una cajita niquelada de rapé, desmenuzó las colillas, una tras otra, dejando que las pavesas de tabaco se filtraran entre sus dedos hasta la cajita redonda, estrujó las papelinas en pelotitas del tamaño de guisantes y las puso en el platillo de porcelana desconchado. Removió la taza con la cuchara y tomó el café muy despacio. Nuevamente se oían sirenas a lo lejos. Se levantó y siguió la ambulancia con la mirada, mientras el aullido crecía y luego volvía a debilitarse. Transcurrido un minuto, la ambulancia era ya sólo un pequeño rectángulo blanco, que giró a la izquierda en el extremo norte de la calle y desapareció de su campo visual. Volvió a sentarse en la silla plegable y se puso a remover distraídamente el café, que ya se había enfriado. Permaneció quieto, escuchando cómo se despertaba la ciudad a su alrededor, en un primer momento de manera indecisa y desganada.

El hombre del balcón era de estatura media y constitución normal. Tenía un rostro corriente y vestía una camisa blanca sin corbata, pantalones de gabardina marrones sin planchar, calcetines grises y zapatos negros. Tenía el pelo ralo peinado hacia atrás, nariz prominente y ojos azul grisáceos.

Eran las cinco y media de la mañana del 2 de junio de 1967. La ciudad era Estocolmo.

El hombre del balcón no tenía la sensación de ser observado. A decir verdad, no tenía sensación alguna. Pensó que más tarde se prepararía gachas de avena.

La calle empezaba a llenarse de vida. El tráfico se intensificaba y la fila de coches que esperaba ante el semáforo en rojo se iba haciendo cada vez más larga. La furgoneta de una panadería pitó con crispación a un ciclista que, sin hacer caso, había girado hacia el centro de la calzada. Dos coches que venían detrás tuvieron que frenar de golpe.

El hombre se levantó, apoyó los brazos en la barandilla y bajó la mirada a la calle. El ciclista regresaba nervioso hacia el borde de la acera, fingiendo no oír los insultos que le dirigía el repartidor de pan.

Por las aceras, los escasos transeúntes caminaban apresurados bajo el balcón, un par de mujeres con vestidos claros de verano charlaban al lado de la gasolinera. Junto a un árbol situado un poco más allá había un hombre paseando a un perro. Tiraba de la correa con impaciencia, pero el perro salchicha continuaba olisqueando en torno al árbol, sin hacer caso.

El hombre del balcón se incorporó, se pasó la mano por el pelo ralo de su cabeza y luego metió las manos en los bolsillos. Eran ahora las ocho menos veinte y el sol ya estaba en lo alto. Alzó la vista al cielo, donde un avión trazaba una estría de lana blanca, formando un arco por encima de los tejados. Luego volvió a bajar la vista a la calle, observando a una señora mayor de pelo blanco, vestida con un abrigo azul claro, que estaba ante la panadería de la casa de enfrente. Rebuscó en su bolso durante un buen rato, hasta que consiguió encontrar una llave y abrir la puerta. Vio cómo la mujer extraía la llave, volvía a introducirla en la cerradura, esta vez por el lado de dentro, y entraba finalmente en el local, cerrando la puerta tras de sí. Un estor blanco estaba bajado tras el cristal de la puerta, con el texto CERRADO escrito en él.

Al tiempo que la puerta se cerraba, se abrió el portal contiguo a la panadería y salió al sol una niña pequeña. El hombre del balcón dio un paso hacia atrás, sacó las manos de los bolsillos y se quedó completamente quieto. Con la mirada clavada en la niña que estaba abajo, en la calle.

Esta aparentaba unos ocho o nueve años y llevaba una cartera roja a cuadros. Vestía una falda corta roja, jersey a rayas y una rebeca también roja, de mangas demasiado cortas. Calzaba zuecos negros, que hacían que sus largas y delgadas piernas parecieran aún más largas y delgadas. Al salir a la acera, giró a la izquierda y echó a andar lentamente, con la cabeza gacha.

El hombre del balcón la siguió con la mirada. Tras recorrer unos veinte metros la niña se detuvo, levantó la mano contra el pecho y permaneció un rato en esa posición. Luego abrió la cartera y empezó a rebuscar en ella; dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Acto seguido echó a correr y entró apresurada en el portal, sin cerrar la cartera.

El hombre del balcón se quedó inmóvil viendo cómo el portal se cerraba tras la niña. Pasaron unos minutos hasta que nuevamente volvió a abrirse y la niña salió. Ahora llevaba la cartera cerrada y caminaba con pasos más apresurados. Su pelo rubio estaba recogido en una coleta, que oscilaba contra su espalda. Al llegar al final de la manzana, dobló en la esquina y desapareció.

Eran las ocho menos tres minutos. El hombre se dio la vuelta, entró en el piso y pasó a la cocina. Se bebió un vaso de agua, limpió el vaso, lo puso en el escurreplatos y regresó al balcón.

Se sentó en la silla plegable y apoyó el brazo izquierdo en la barandilla. Encendió un cigarrillo y, mientras fumaba, bajó la mirada a la calle.

II

El reloj eléctrico de pared indicaba las once menos cinco. Según el calendario que había en la mesa de Gunvald Larsson era viernes, 2 de junio de 1967.

Martin Beck estaba en el despacho por casualidad. Acababa de entrar y había dejado su maleta en el suelo, al lado de la puerta. Luego saludó, puso el sombrero junto a la garrafa, encima del archivador, tomó un vaso de la bandeja y, tras llenarlo de agua, apoyó el codo en el archivador y se dispuso a beber.

El hombre sentado al otro lado de la mesa le miraba con descontento y dijo:

—¿También a ti te destinan aquí? ¿Qué habremos hecho mal?

Martin Beck tomó un trago de agua. Luego dijo:

—Supongo que nada. No te preocupes, sólo he subido a ver a Melander. Le he pedido una cosa. ¿Dónde está?

—En el váter, como siempre.

Esta peculiar capacidad de Melander de hallarse constantemente en el retrete era una vieja broma gastada. Pese a todo, y aunque quizá contenía un punto de verdad, Martin Beck, por alguna razón, se irritó.

Sin embargo, como solía hacer la mayoría de las veces, se guardó la irritación para sí. Contempló tranquilamente al hombre de la mesa con mirada inquisitiva y luego le preguntó:

—¿Qué te pasa?

—¿Tú qué crees? ¡Los robos, qué va a ser! Anoche hubo otro en Vanadislunden.

—Ya me he enterado.

—Un jubilado que paseaba al perro. Golpeado por detrás, de sopetón. Llevaba en la cartera ciento cuarenta coronas. Conmoción cerebral. Sigue ingresado en Sabbatsberg. No vio ni oyó nada.

Martin Beck no hizo comentario alguno.

—Es la octava vez en quince días. Ese tipo acabará matando a alguien.

Martin Beck apuró el vaso y lo dejó.

—Si alguien no lo coge pronto —añadió Gunvald Larsson.

—¿Qué quieres decir con «alguien»?

—Joder, la policía. Nosotros. Quien sea. Una patrulla civil de la sección de protección del noveno distrito estuvo por allí un cuarto de hora antes.

—¿Y dónde estaban cuando sucedió?

—Tomando café en comisaría. Siempre la misma historia. Si ponemos un policía detrás de cada mata en Vanadislunden, actúa en Vasaparken; y si ponemos policías en todas las matas de Vanadislunden y Vasaparken, aparece en Ugglevikskällan.

—¿Y si hay un policía detrás de cada mata allí también…?

—Entonces, los manifestantes destrozan el US Trade Center y prenden fuego a la embajada norteamericana. No tiene gracia, ¿sabes? —dijo Gunvald Larsson en tono seco.

Martin Beck lo miró fijamente.

—No pretendía ser gracioso —contestó—. Es sólo curiosidad.

—Ese hombre sabe lo que hace. Es como si tuviera un radar. Nunca hay un policía cerca cuando actúa.

Martin Beck se frotó el puente de la nariz con el pulgar y el índice.

—Envía…

El otro le interrumpió enseguida.

—¿Enviar? ¿A quién? ¿A qué? ¿El furgón de los perros? ¿Para que los malditos perros maten a mordiscos a la patrulla civil? Por cierto, el viejo de anoche tenía perro. ¿De qué le sirvió?

—¿Qué tipo de perro?

—¿Cómo lo voy a saber? ¿Qué quieres, que interrogue al perro? ¿O prefieres que traiga al perro aquí para luego mandarlo al retrete, a que lo interrogue Melander?

Gunvald Larsson dijo todo esto en tono muy serio. Golpeó la mesa con la palma de la mano y añadió con gran énfasis:

—¡Tenemos un loco suelto por los parques, asaltando a la gente a golpes, y tú vienes aquí a hablar de perros!

—La verdad es que no fui yo quien…

Gunvald Larsson le interrumpió enseguida.

—Además, te repito que ese tipo sabe lo que se hace. Solamente ataca a gente que no puede defenderse: viejos y viejas, críos… Y siempre por detrás. ¿Cómo dijo uno la semana pasada? ¡Ah, sí!, que salió de entre las matas como una pantera.

—Sólo hay una manera —le señaló Martin Beck suavemente.

—¿Qué?

—Tendrás que salir tú mismo. Disfrazado de persona indefensa.

El hombre de la mesa volvió la cabeza y le clavó una mirada fija.

Gunvald Larsson medía uno noventa y dos y pesaba noventa y ocho kilos. Tenía hombros de boxeador profesional y unas manos enormes, densamente cubiertas de vello claro. Era rubio, con el pelo peinado hacia atrás, y sus ojos, de un azul celeste, manifestaban descontento.

Kollberg solía completar la descripción añadiendo que tenía expresión de conductor de moto Vespino.

En este momento, la mirada celeste estaba clavada en Martín Beck, y manifestaba un descontento mayor de lo habitual.

Martin Beck se encogió de hombros y dijo:

—Hablando en serio…

Gunvald Larsson le interrumpió enseguida.

—Hablando en serio, no le veo la gracia a todo esto. Estoy metido en uno de los peores casos de robos de mi vida tú te pones a soltar un montón de comentarios graciosos sobre perros y no sé qué más.

Martin Beck advirtió que el otro, seguramente de forma involuntaria, estaba a punto de lograr algo que muy pocas personas conseguían: irritarle hasta hacerle perder los estribos. Y aunque era consciente de la situación, no pudo dejar de levantar el brazo apoyado en el archivador.

—¡Ya está bien! —exclamó.

Por fortuna, en ese preciso instante Melander entró por la puerta lateral que daba al despacho contiguo. Iba en mangas de camisa, con la pipa en la boca y una guía telefónica abierta entre las manos.

—Hola —saludó.

—Hola —contestó Martin Beck.

—Recordé el nombre nada más colgar —continuó Melander—. Arvid Larsson. También lo he encontrado en la guía telefónica. Pero no merece la pena llamar. Murió en abril. Derrame cerebral. Siguió en el mismo oficio hasta el final. Regentaba un almacén de trastos viejos en Söder. Ahora está cerrado.

Martin Beck cogió el listín, echó un vistazo y asintió con la cabeza. Melander sacó una caja de cerillas del bolsillo del pantalón y se puso a encender la pipa, con gran ceremonia. Martin Beck avanzó unos pasos y dejó la guía telefónica sobre la mesa. Luego volvió al archivador.

—¿Qué os traéis entre manos? —preguntó Gunvald Larsson con suspicacia.

—Nada especial —respondió Melander—, A Martin se le había olvidado el nombre de un perista al que intentamos atrapar hace doce años.

—¿Lo cogisteis?

—No.

—¿Pero te acordabas?

—Si.

Gunvald Larsson se acercó el listín. Tras hojearlo, dijo: —Me pregunto cómo diablos se puede recordar durante doce años el nombre de alguien llamado Larsson.

—Es fácil —replicó Melander seriamente.

Sonó el teléfono.

—Sección primera, oficial de guardia.

«Perdón, ¿qué dice usted, señora?»

«¿Qué?»

«¿Que si soy detective? Habla el oficial de guardia de la primera sección, subinspector primero Larsson, de la policía criminal.»

«Disculpe, ¿cómo se llama usted?»

Gunvald Larsson cogió el bolígrafo del bolsillo de la camisa y apuntó una palabra. Se quedó con el bolígrafo en el aire.

«—¿Y de qué se trata?»

«Perdón, no he entendido bien…»

«¿Cómo? ¿Un qué?»

«¿Un lirón?»

«¿Dice usted que hay un lirón en el balcón…?»

«¿Cómo? ¡Ah, un mirón!»

«¿Hay un mirón en su balcón?»

Gunvald Larsson apartó la guía telefónica y echó mano del cuaderno. Acercó el bolígrafo al papel. Apuntó unas palabras.

«—Sí, entiendo. ¿Qué aspecto dice que tiene?»

«Sí, la estoy escuchando. Pelo ralo peinado hacia atrás. Nariz prominente. Vale. Camisa blanca. Estatura media, de acuerdo. Pantalones marrones. Sin abotonar. ¿Qué? Ah sí la camisa, claro. Ojos azules grisáceos.»

«Un momento, señora.»

«Vamos a ver si conseguimos aclarar esto. ¿O sea que está en su balcón?»

Gunvald Larsson miró a Melander y luego a Martin Beck y se encogió de hombros. Mientras seguía escuchando, se hurgaba la oreja con el bolígrafo.

«—Perdóneme, señora. Si la he entendido bien, este hombre está en su balcón, el de usted. ¿Le ha molestado?»

«Ah, no. ¿Qué? ¿Al otro lado de la calle, enfrente? ¿En su balcón, el de él?»

«Entonces, ¿cómo puede ver que tiene ojos azules? ¡Muy estrecha tiene que ser la calle!»

«¿Qué? ¿Usted hace qué?»

«Bueno, un momento, señora. Lo único que ha hecho este hombre es estar en su propio balcón. ¿Qué más hace?»

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