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Authors: Keith Luger

Tags: #Ciencia ficción, Bolsilibros, Pulp

El hombre que vino del año 5000 (4 page)

BOOK: El hombre que vino del año 5000
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—¿Los hombres? ¿Se refiere a todos los hombres?

—Su comedia no sirve para nada.

—¡No estoy haciendo teatro!

De pronto se oyó el ruido de un motor.

Un vehículo apareció, más allá del maizal, por un camino. Iba sobre dos ruedas. Parecía todo de plástico. Mark pudo ver en el interior a dos mujeres. Ellas también lo vieron a él y de pronto ocurrió lo más insólito para Mark. De la parte superior del vehículo brotó una hélice y aquel extraño artefacto ascendió de la tierra y se fue hacia arriba con una gran rapidez.

Astrea sonrió.

—Lo van a fulminar, Riley. Lo van a convertir en polvo.

—¡Dígales que se estén quietas!

—¿Se entrega?

—Me entrego con una condición.

—¿Cuál?

—La de ser escuchado.

—Trato hecho.

El vehículo, que había subido hasta unos mil metros, bajaba vertiginosamente.

Astrea sacó del bolsillo un transmisor.

—Astrea llamando a Vehículo Guardián. No disparéis... El prisionero se entrega.

Aquel extraño aparato, que servía para correr por tierra y para surcar el aire, disminuyó su rapidez y se posó a unos diez metros del lugar donde se encontraban Mark y Astrea. Salieron de él dos mujeres. Su vestimenta era la misma. Blusa y pantalones muy cortos, con botas. Cada una de ellas portaba un arma parecida a la que Astrea había usado contra Mark. También eran rubias y, lo que más asombro produjo en Mark, fue que sus rostros eran enteramente iguales al de Astrea.

—¿Son tus hermanas, Astrea?

—¿Hermanas?

—Quiero decir que si procedéis del mismo padre y madre.

—¿Madre y padre? ¿Qué es madre y padre? Creo que sé a lo que se refiere. Empiezo a creer que procede del año 2000.

Las otras dos mujeres se acercaban cautelosamente, con el índice en el disparador.

Astrea les gritó:

—¡No disparéis!

—El prisionero tiene un arma —repuso una de las rubias.

—Déme esa pistola, Mark —dijo Astrea. Mark titubeó unos instantes.

—¿Me das tu palabra de que seré conducido hasta tu jefe, Astrea?

—Ahora te doy mi palabra. ¿Y sabes por qué? Porque tengo curiosidad por saber más cosas de ti. Y estoy segura de que mi jefe también querrá saberlas.

Mark le dio el arma. Astrea se puso en pie.

Una de las rubias que se acercaban apuntó a Mark y éste pensó que había caído en una trampa. Que lo iban a reducir a polvo, igual que al perro unicornio.

—¡No dispares, Leda! —gritó Astrea.

—¿Por qué no? Es un hombre.

—No es de los nuestros.

—¿Cómo?

—Eso dice él... viene de otra época, del siglo XX —Leda y la otra rubia observaron atentamente al prisionero, y la llamada Leda sonrió.

—Lo llevaremos ante el jefe.

Mark dio un suspiro de alivio. De momento, había pasado el peligro para él.

CAPITULO V

Mark Riley viajó en la parte trasera del vehículo. Mark pudo admirar aquella parte del mundo que pertenecía al año 5000.

Vio enormes presas, pero no vio los ríos que lo alimentaban.

—¿De dónde llega esa agua, Astrea?

—Provocamos lluvia artificial, que recogemos en pantanos.

Mark comprendió que, mediante aquel procedimiento, no existiría ningún desierto.

Aquel extraño vehículo de transporte volaba a una velocidad superior a los mil kilómetros por hora. Mark vio una ciudad. Eran torres enormes, con una especie de caminos que los bordeaban en espiral. Pero, al estar más cerca, observó que no eran caminos, sino cintas, en las que las personas eran transportadas a los pisos superiores. No se veía un solo vehículo terrestre, ninguno de aquellos automóviles que él conocía. Leda, que era quien pilotaba el aparato, anunció por un emisor:

—Vehículo H-23, de la Guardia Popular, pidiendo aterrizaje.

Una voz le contestó:

—Vehículo H-23 puede aterrizar.

El aparato descendió bruscamente y entonces Mark recibió una sorpresa más. Todas las personas que iban en las cintas eran mujeres. Pero ninguna de ellas era rubia. Había morenas y pelirrojas. Las morenas tenían el mismo rostro, distintos a las rubias y a las pelirrojas. Y todas las pelirrojas eran iguales, aunque con rostros distintos a los de las morenas y las rubias.

Mark llegó a la conclusión de que el cabello determinaba la clase de rostro.

Sintió un escalofrío por la espalda al comprobar aquella uniformidad. ¿Cómo un hombre se podía enamorar de una rubia, si todas eran iguales? ¿O de una morena, si todas eran iguales? ¿O de una pelirroja, si todas eran iguales? Pero, ¿dónde estaban los hombres? El vehículo tomó tierra en una de las altas torres.

—Salga, Riley —ordenó Astrea.

Mark salió del vehículo y las tres rubias lo hicieron a continuación.

Mark vio más mujeres rubias con el rostro que ya conocía y aquella blusa azul, en donde estaban grabadas las letras G. P. Eran como Astrea, repetida infinidad de veces.

Se oyó una sirena y una orden llegó por un altavoz:

—Personal del H-23, preséntese con el prisionero en la jefatura.

Astrea hizo una señal a Mark con la pistola.

—Sígueme.

Mark obedeció y Leda y la otra rubia fueron detrás apuntándole siempre con el arma.

Subieron en un ascensor hasta lo alto de la torre, que estaba toda encristalada.

Cruzaron un corredor y penetraron en una gran sala en donde estaban en marcha una docena de computadoras, cada una servida por una mujer pelirroja.

Mark se cercioró de que el rostro de las pelirrojas era semejante, pero distinto al de las rubias.

Al fondo, tras una larga mesa, había una de aquellas pelirrojas, que se puso en pie. Su vestimenta era distinta, si es que podía llamarse vestimenta a una especie de bikini.

Mark nunca había visto un cuerpo tan perfecto como el de aquella pelirroja. Ésta lo miró de pies a cabeza y preguntó:

—¿De dónde escapó el prisionero?

Las tres rubias guardaron silencio y los ojos de aquella pelirroja centellearon.

—¡Estoy preguntando! —Astrea contestó:

—Yo informaré, Andrómeda... Sorprendí al intruso en los maizales del Norte.

—¿Intruso? ¡Es un fugitivo del valle de las Cavernas!

—No, Andrómeda. No salió del valle de las Cavernas. Es un hombre que viene del año 2000.

Andrómeda miró con desprecio a Riley.

—Una patraña demasiado infantil.

Mark Riley habló:

—¿Es usted la que manda aquí?

—Soy jefe de la Torre de Control, si es eso lo que quiere saber. Y también le diré cuál es una de mis atribuciones. La de impedir que cualquier hombre llegue a la zona de seguridad. Y usted llegó. Por tanto, debe ser convertido en ceniza.

—Espere un momento, Andrómeda. Astrea no le engañó. Vengo del siglo XX... Observe mi indumentaria. Apuesto a que ningún hombre de su época viste como yo.

—Admito que su indumentaria es muy extraña. Pero los hombres del valle de las Cavernas emplean muchos trucos para escapar.

Mark ya estaba intrigado por aquello que le repetían una y otra vez.

—¿Quiénes son los hombres del valle de las Cavernas?

—Usted lo sabe bien.

—Nunca he estado allí, y no puedo saber nada acerca de esos hombres.

—Mi tiempo es muy precioso y no puedo perderlo... ¡Acaben con él!

Las tres rubias apuntaron con las pistolas a Mark.

—Andrómeda, sométame a alguna prueba médica —gritó Riley—. ¡Debo ser distinto a los hombres que usted conoce! ¡Tiene que convencerse de que le estoy diciendo la verdad!

Las mujeres rubias ya iban a disparar, pero Andrómeda levantó una mano.

—Tengo curiosidad por conocer de qué truco se valió. Lo someteremos a la prueba.

Mark dio un suspiro de alivio. Por segunda vez escapaba a la muerte.

Andrómeda ordenó:

—Condúzcalo a la sala de disección.

Mark se estremeció. Disección, en el siglo XX, significaba prácticamente descuartizar a un hombre. ¿Iban a hacer eso con él para convencerse de que no mentía?

—Eh, Andrómeda. No quiero que me descompongan.

—¡Guarde silencio!

Fue conducido a una planta inferior de aquella torre. Con él iban la pelirroja llamada Andrómeda y las tres rubias que lo habían hecho su prisionero.

Entraron en una especie de laboratorio. En él trabajaban media docena de mujeres. Tenían el cabello verde y, como siempre, entre sí, eran iguales, pero con el rostro distinto a las que había conocido hasta ahora, a las rubias, morenas y pelirrojas.

Mark ya no tuvo ninguna duda. Era el color del cabello el que determinaba la diferencia entre ellas. A cada color de cabello, correspondía un rostro.

Aquellas mujeres de cabello verde vestían una especie de sarong, como las hawaianas que conocía. Todas fijaron en él su mirada con curiosidad.

Andrómeda dijo:

—Traigo a este prisionero para que lo sometan a las pruebas de energía mental y física.

Mark descubrió que en cada sarong había un número. Del 1 al 6. La que tenía el número 1 hizo uso de la palabra.

—Tiendan al hombre en la camilla.

Las mujeres de cabello verde, con el número 2 y 3, sujetaron a Mark por los brazos y lo llevaron a una camilla.

Riley protestó de nuevo:

—Andrómeda, ¿qué me van a hacer?

—¡Le ordené que se estuviese callado!

Lo tendieron en la camilla y le aseguraron las piernas y los brazos con correas. Inmediatamente, le pusieron un casco en la cabeza con varios electrodos.

—Prueba de energía mental —dijo la mujer con el número 1.

Una de sus subordinadas trabajó en una computadora moviendo varias llaves.

Mark sintió una fuerte conmoción en el cerebro. Creyó que iba a perder el sentido.

—Prueba de energía física —dijo la número 1. Otra vez sintió Mark aquel estremecimiento.

Creyó que el cerebro le iba a reventar y perdió el conocimiento.

Cuando despertó, se encontró tendido sobre una piel de leopardo.

Era una habitación muy espaciosa, con una grata temperatura.

Mark ya no tenía aquel batín. Estaba vestido de otra forma, con unos cortos pantalones de un color gris plomo y una camisa de manga corta de un tejido artificial muy fino, anaranjado.

Se tocó el pecho. No le dolía ya.

Había una pantalla delante de él, que de pronto se encendió, y en ella vio a la pelirroja Andrómeda.

—¿Cómo está, señor Riley?

—Un poco aturdido.

La pelirroja estaba tras su mesa y ahora se levantó y vino hacia él, ocupando un primer plano en la pantalla.

—Señor Riley, su energía mental dio un índice de 99. Nuestros hombres tienen un índice de mentalidad 7.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Su índice de mentalidad es muy parecido al de nosotras. ¿Necesita que le diga que nuestros hombres tienen un gran retraso mental con respecto a nosotras?

—De acuerdo, Andrómeda. Esa fue mi prueba mental. ¿Qué hay de mi prueba física?

—Su prueba física fue decepcionante. Le faltaban tres días y doce horas para morir.

—¿Ustedes pueden saber eso?

—Nosotros sabemos exactamente cuándo va a morir una persona gracias a nuestras computadoras.

—¿Y a qué se iba a deber mi muerte?

—A una enfermedad estúpida. El cáncer —Mark guardó un silencio.

Andrómeda sonrió.

—Sí, señor Riley, usted sufría una enfermedad que para nosotros es una de las menos graves. Eso fue lo que le favoreció a usted y nos indujo a creer que no estaba mintiendo. Que procedía de una época en que el cáncer era el azote de la humanidad.

—¿Me curaron?

—¿No lo sabe usted?

—Me siento mucho más fuerte.

—Ello es debido a que sanó.

—¿Cómo lo hicieron?

—Usted no lo comprendería.

—Recuerde que mi índice de mentalidad es 99.

—Está bien, señor Riley. Aunque no tenga ningún sentido para usted, se lo diré. Fue sometido a radiaciones del Neutrón-42. Esas radiaciones atacan directamente los tejidos contaminados por el cáncer. A continuación, fue sometido a las radiaciones del Positrón-42, que regeneran esos tejidos. Eso fue todo.

—Debo darle las gracias.

—No me las dé. Sólo quisimos comprobar la veracidad de su historia.

—¿Ya está convencida?

—Sí, ya estoy convencida de que procede usted de otra época.

—Del siglo XX —repitió una vez más Mark.

—He hecho un estudio del siglo XX. Nuestro cerebro archivador electrónico me ha facilitado la información que necesitaba para conocer su época, señor Riley. La verdad es que la tenía olvidada. Es curioso, muy curioso, el mundo en que usted vivía.

—Quiero volver, Andrómeda.

—¿Adónde quiere volver?

—A mi época.

Andrómeda se echó a reír.

—Es usted absurdo, señor Riley.

—¿Por qué?

—Usted no puede volver.

—¿Que no puedo?

No me he expresado bien, señor Riley. No le consentiremos que vuelva.

CAPITULO VI

Tras escuchar aquellas palabras de Andrómeda, Mark Riley apretó los puños.

—Dígame, Andrómeda, ¿por qué no quiere que vuelva a mi época?

—Usted no puede contar nada de lo que ha visto aquí.

—He visto muy poco.

—Ha visto lo suficiente.

—Sólo un campo de maíz con mazorcas de varios kilos. Un perro unicornio. Un vehículo de pequeño tamaño que corre por tierra y vuela por el aire. Unas mujeres que usan pistola con un rayo exterminador.

—Siga, señor Riley. Ha visto algo más.

—Sé que ustedes provocan la lluvia artificial y que, gracias a ello, pueden irrigar cualquier clase de tierra, hasta las más improductivas. Que no les hace falta caminar porque son transportados en cintas a su lugar de trabajo o a su casa.

—Continúe.

—Que pueden curar el cáncer con radiaciones. Y ya acabé.

—Le falta decir lo más importante que vio, señor Riley.

—¿Qué cosa?

—Vio mujeres.

—Sí, he visto mujeres. Rubias, pelirrojas, morenas y hasta con el cabello verde.

—Pero no vio a ningún hombre.

—Sí, eso es verdad.

—¿Por qué cree que no vio a ningún hombre, señor Riley?

—Quizá porque ellos no necesitan trabajar, y son ustedes las que lo hacen.

Andrómeda lanzó una carcajada.

—Miente muy mal, señor Riley. Usted sabe por qué no vio a hombres. Éste es un mundo de mujeres. Sólo de mujeres, donde los hombres están desterrados en lugares inhóspitos. Y aquellos que logran escapar de esos lugares, son encerrados en las prisiones.

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