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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

El horror de Dunwich (9 page)

BOOK: El horror de Dunwich
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—Ygnaiih… ygnaiih… thflthkh’ngha… YogSothoth… —sonaba el horripilante graznido procedente del espacio—. Y’bthnk… h’ehye… n’grkdl’lh…

En aquel momento, quienquiera que fuese el que hablase pareció titubear, como si estuviera librándose una pavorosa contienda espiritual en su interior. Henry Wheeler volvió a enfocar el catalejo, pero tan sólo divisó las tres figuras humanas grotescamente recortadas en la cima de Sentinel Hill, las cuales no paraban de agitar los brazos a un ritmo frenético y de hacer extraños gestos como si la ceremonia del conjuro estuviese próxima a su culminación. ¿De qué lóbregos avernos de terror propios del diabólico Aqueronte, de qué insondables abismos de conciencia extracósmica, de qué sombría y secularmente latente estirpe infrahumana procedían aquellos semiarticulados sonidos medio graznidos medio truenos? De repente, volvían a oírse con renovado ímpetu y coherencia al acercarse a su máximo, final y más desgarrador frenesí.

—Eh-ya-ya-ya-yahaah-e’yayayayaaaa… ngh’aaaaa… ngh’aaa h’yuh… ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!… pp-pp-pp-¡PADRE! ¡PADRE! ¡YOG-SOTHOTH!

Eso fue todo. Los lívidos aldeanos que aguardaban en el camino sin salir de su estupor ante las palabras indiscutiblemente inglesas que habían resonado, profusa y atronadoramente, en el enfurecido y vacío espacio que había junto a la asombrosa piedra altar, no volverían a oírlas. Al punto, hubieron de dar un violento respingo ante la terrorífica detonación que pareció desgarrar la montaña; un estruendo ensordecedor e imponente, cuyo origen —ya fuese el interior de la tierra o los cielos— ninguno de los presentes supo localizar. Un único rayo cayó desde el cenit violáceo sobre la piedra altar y una gigantesca ola de inconmensurable fuerza e indescriptible hedor bajó desde la montaña bañando la comarca entera. Árboles, maleza y hierbas fueron arrasados por la furiosa acometida, y los despavoridos aldeanos del grupo que se encontraba al pie de la montaña, debilitados por el letal hedor que casi llegaba a asfixiarles, estuvieron a punto de caer rodando por el suelo. En la lejanía se oía el furioso ladrido de los perros, en tanto que los prados y el follaje en general se marchitaban cobrando una extraña y enfermiza tonalidad grisáceo-amarillenta, y los campos y bosques quedaban sembrados de chotacabras muertas.

El hedor desapareció al poco tiempo, pero la vegetación no volvió a brotar con normalidad. Incluso hoy sigue percibiéndose una extraña y nauseabunda sensación ante las plantas que crecen en las inmediaciones de aquella montaña de infausto recuerdo. Curtis Whateley comenzaba a volver en sí cuando se vio a los tres hombres de Arkham descender lentamente por la vertiente montañosa bajo los rayos de un sol cada vez más resplandeciente e inmaculado. Su semblante era grave y calmado, y parecían consternados por unas reflexiones sobre lo que venían de presenciar de naturaleza mucho más angustiosa que las que habían reducido al grupo de aldeanos a un estado de postración y acobardamiento. En respuesta a la lluvia de preguntas que cayó sobre ellos, los tres investigadores se limitaron a sacudir la cabeza y a reafirmar un hecho de vital importancia.

—El monstruoso ser ha desaparecido para siempre —dijo Armitage—. Ha vuelto al seno de lo que era en un principio y ya no puede volver a existir. Era una monstruosidad en un mundo normal. Sólo en una mínima parte estaba compuesto de materia, en cualquiera de las acepciones de la palabra. Era igual que su padre, y una gran parte de su ser ha vuelto a fundirse con aquél en algún reino o dimensión desconocido allende nuestro universo material, en algún abismo desconocido del que sólo los más endiablados ritos de la malevolencia humana le permitirían salir tras invocarlo por unos momentos en las cumbres montañosas.

Seguidamente, se hizo un breve silencio, durante el cual los sentidos dispersos del infortunado Curtis Whateley volvieron a entretejerse poco a poco hasta formar una especie de continuidad, y llevándose las manos a la cabeza soltó un sordo gemido. La memoria le devolvió al momento en que le había abandonado, y volvió a invadirle la horrorosa visión que le había hecho desfallecer.

—¡Oh, oh, Dios mío, aquel rostro semihumano… aquel rostro semihumano!… aquel rostro de ojos rojos y albino pelo ensortijado, y sin mentón, igual que los Whateley… Era un pulpo, un ciempiés, una especie de araña, pero tenía una cara de forma semihumana encima de todo, y se parecía al brujo Whateley, sólo que medía yardas y yardas.

Y, exhausto, enmudeció, mientras el grupo entero de aldeanos se le quedaba mirando fijamente con una perplejidad aún no cristalizada en renovado terror. Sólo entonces el viejo Zebulón Whateley, a quien solían venirle a la cabeza antiguos recuerdos pero que no había abierto la boca hasta el momento, dijo en voz alta:

—Hace quince años —se puso a divagar—, oí decir al viejo Whateley que un día oiríamos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill…

Pero Joe Osborn le interrumpió para volver a preguntar a los hombres de Arkham:

—Pero ¿qué era, después de todo, y cómo logró el joven brujo Whateley llamarle para que acudiera de los espacios?

Armitage escogió sus palabras cuidadosamente a la hora de contestar.

—Era… bueno, era sobre todo una fuerza que no pertenece a la zona que habitamos del espacio sideral, una fuerza que actúa, crece y obedece a otras leyes distintas de las que rigen nuestra Naturaleza. A ninguno de nosotros se nos ocurre invocar a tales seres del exterior, sólo lo intentan las gentes y cultos más abominables. Y algo de ello puede decirse de Wilbur Whateley, algo que basta para hacer de él un ser demoníaco y un monstruo precoz, y para hacer de su muerte una escena de diabólico patetismo. Lo primero que pienso hacer es quemar este maldito diario, y si quieren obrar como hombres prudentes les aconsejo que dinamiten cuanto antes la piedra altar que hay en esa cima y echen abajo todos los círculos de monolitos que se levantan en las restantes montañas. Cosas así son las que, a la postre, traen a seres como esos de los que tanto gustaban los Whateley, unos seres a los que iban a dar forma terrestre para que borraran de la faz de la tierra a la especie humana y arrastraran a nuestro planeta al fondo de algún lugar execrable para alguna finalidad de naturaleza igualmente execrable.

—Pero por cuanto se refiere al ser que acabamos de devolver a su lugar de origen, los Whateley lo criaron para que desempeñara un terrible papel en los monstruosos hechos que iban a acontecer. Creció deprisa y se hizo muy grande por las mismas razones por las que lo hizo Wilbur, pero le superó porque contaba con un componente mayor de exterioridad. Y es innecesario preguntar por qué Wilbur lo llamó para que viniera del espacio… No lo llamó. Era su hermano gemelo, pero se parecía más a su padre que él.

HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT (Providence, Estados Unidos, 20 de agosto de 1890 – ibídem, 15 de marzo de 1937) fue un escritor estadounidense, autor de novelas y relatos de terror y ciencia ficción. Se lo considera un gran innovador del cuento de terror, al que aportó una mitología propia (los mitos de Cthulhu), desarrollada en colaboración con otros autores y aún vigente. Su obra constituye un clásico del terror cósmico materialista, una corriente que se aparta de la temática tradicional del terror sobrenatural (satanismo, fantasmas), incorporando elementos de ciencia ficción (razas alienígenas, viajes en el tiempo, existencia de otras dimensiones). Cultivó también la poesía, el ensayo y la literatura epistolar.

Notas

[1]
El 3 de mayo.
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