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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (10 page)

BOOK: El hotel de los líos
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Posiblemente por vez primera desde su ingreso, Jeremy se permitió una tibia sonrisa. Luego arrojó el periódico sobre la cama y se pasó las manos por el pelo, que aún no se había lavado aquella mañana.

—¿Puedes hacer algo para ayudarme a salir? —Me miró como un perro que mendiga las sobras.

—Puedo intentarlo —mentí.

Los ojos se le iluminaron.

—Espera. ¿Has dicho que les has contado que eres mi hermana?

Supe lo que iba a sugerir y me maldije de nuevo por haber tenido que inventarme todo aquello para entrar.

—Sí, pero…

—Zephyr —habló mirándome a los ojos. Resistí el impulso de encogerme—. Zephyr, si realmente te importo, firma el alta. Hutchinson me ha ingresado por un período prolongado, pero tú puedes anularlo. —Me cogió las manos. Era un gesto tan trillado que estuve a punto de echarme a reír, pero me contuve. Aunque pueda parecer absurdo, tenía la sensación de que estaba tras el rastro correcto.

—Jeremy… —dije continuando con una interpretación digna de un Oscar—. Lo haré. Pero tienes que contarme todo lo que sepas. Para que pueda ayudarte.

—Sé por qué me puse tan malo. —Me soltó la mano—. Fue… —Sacudió la cabeza.

—Tienes que hablar de ello —sugerí con el tono seductor de la presentadora de un programa de confesiones de la FM a altas horas de la madrugada—. Dime lo que te pasaba por la cabeza aquella noche.

—Oh, por el amor de Dios, Zephyr. No he intentado suicidarme. ¡Fueron las hierbas que me dio esa estúpida zorra! Casi me matan, joder.

—¿Una mujer que escogiste…, quiero decir, que conociste en un bar te dio unas hierbas?

—No —respondió con tono petulante—. La señora que vive en el hotel. Esa anciana.

Lo pensé un momento.

—¿La señora Hodges? —aventuré sin dar crédito a mis oídos—. ¿Crees que ella te ha hecho esto?

—No sé cómo se llama. Es asiática —musitó. Se tumbó en la cama y se tapó la cara con las manos.

Lo miré, incrédula. Realmente tenía problemas. Sufría impulsos suicidas y tenía alucinaciones. Sentí que me invadía un torrente de simpatía y tuve que reevaluar mi misión entera, que, sospechaba, comenzaba a tomarme con un exceso de espíritu caballeroso.

—Me dio una bebida especial. En el bar, la noche del sábado.

Esperé y él puso cara de exasperación. Respondí con el mismo sentimiento.

—Jeremy, esto no es Mad Libs. No puedo completar la historia por ti.

—Ah, joder, qué bien. —Dio un golpe a la almohada y se volvió de lado—. Hace dos semanas, me vio tratando de…, de entablar conversación con una mujer. Sin demasiada suerte.

—¿Quieres decir que le entraste a alguien que no se mostró receptiva? —dije a modo de aclaración.

Me lanzó una mirada de hostilidad que me tomé como una afirmación.

—Así que me dijo que tenía un remedio. —Puso los ojos en blanco como si pensara que era yo la que estaba sugiriendo una cosa tan ridícula.

—Un filtro de amor —deduje, tratando de mantenerme impasible.

—¡Usa cagarrias, no rebozuelos, estúpida ramera! —gritó su compañero de habitación.

—No un filtro de amor —replicó Jeremy—. Más bien un, ya sabes, un…

—Un filtro de amor —repetí.

—Sí —reconoció humillado—. Un filtro de amor. Soy científico, un genetista que ha publicado en
Science
—susurró con angustia y con cada sílaba preñada de desprecio por sí mismo—. Y me tragué lo del filtro.

—Son cosas que pasan —comenté en tono caritativo, mientras pensaba «Dios, qué desesperado y qué estúpido».

—Así que el sábado por la noche me dio una cosa para beber —continuó—. Yo llevaba tiempo queriendo… hablar con esa australiana del quinto.

—¿Te refieres a la de Nueva Zelanda?

Se encogió de hombros.

—Lo que sea.

Me pregunté cómo se habría sentido él si alguien hubiera dicho: «Sí, ese texano, neoyorquino o lo que sea, vive en ese continente entre dos océanos».

—Me lo bebí y aquí me tienes.

Playa Laguna. Isla de la Elisión. Deja ya los jueguecitos, cretino pelirrojo. Me aclaré la garganta.

—La señora Hodges, la señora Kimiko Hodges, te dio una bebida. ¿A qué hora te la tomaste?

—Alrededor de las ocho y media —respondió con tono malhumorado—. Justo después de que me la diera. Sabía a limonada.

—¿Te la bebiste en el bar o arriba, en la habitación?

—Allí mismo.

—Pero la mujer que te interesaba había salido a cenar.

—¿Llevas la cuenta de lo que hacen todos los huéspedes? —Me lanzó una mirada extraña.

—Éstos resultaban muy llamativos.

—Bueno, lo que sea —continuó—. Me la bebí allí mismo, en el bar.

—¿Porque había otra mujer allí?

—¿Tú qué eres, una jodida vigilante de la moralidad? —preguntó con tono despectivo—. La razón por la que me lo bebí no es asunto tuyo.

—No, desde luego —reconocí—. Sólo quiero saber la historia completa para poder hablar con los médicos y tratar de sacarte de aquí —le recordé—. ¿Te la bebiste y luego qué?

Apretó los labios e inhaló con fuerza por la nariz.

—Me acerqué a la chica y comencé a hablar con ella.

—¿Y qué tal fue?

—Muy bien, gracias —replicó.

—¿Y luego?

—Empecé a sentirme peor. Así que me excusé y fui a buscar una habitación en la que echarme.

Asentí y traté de conseguir que mi pregunta siguiente pareciera inocente.

—¿Por qué la habitación 502?

Levantó la mirada bruscamente hacia mí.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir —tenía que andarme con pies de plomo— que… ¿por qué elegir una habitación usada, una habitación sucia? ¿Por qué no fuiste a un sitio mejor?

Me abstuve de preguntarle si su primo había tenido la amabilidad de dejarle entrar o si, por alguna razón inexplicable, tenía acceso libre a todas las habitaciones. Al margen de los vínculos familiares, estaba bastante segura de que Ballard McKenzie no tenía la costumbre de andar repartiendo llaves maestras.

—Estaba abierta —contestó con voz fría. Cualquier conato de confianza que pudiera estar desarrollando hacia mí se desvaneció en ese instante.

—¿Puedo preguntarte algo más?

—No.

—¿Por qué estabas registrando su basura? La de los huéspedes.

—¡Eso no es asunto tuyo, joder! —rugió—. ¿Me estás acusando de algo? —Se levantó y yo retrocedí hacia la cortina. Como si el inquilino gastronómicamente perturbado de la cama de al lado pudiera acudir en mi rescate.

Me acordé de una maniobra de distracción que me había enseñado mi amiga Tag, una de las Chicas Sterling, que había convertido una carrera como estudiosa de las tenias en un recorrido por la cuerda floja de las aventuras internacionales. Era la única de mis conocidos que había requerido los servicios de protección de una embajada estadounidense, no en una sino en dos ocasiones. Fuese en un encontronazo con unos contrabandistas junto a la costa de Senegal o frente al anfitrión de una fiesta en la que se había colado con el coche porque se había olvidado de cambiar dólares por moneda local y no tenía para comprar comida, Tag siempre optaba por la vía más directa y arriesgada: dar la vuelta a la tortilla y confundir por un momento a su adversario.

—¡Te he salvado la vida, cretino! Y estoy tratando de ayudarte. Olvídalo. —Puse una mano en la cortina, con la esperanza de distraerlo y que se olvidara de sus sospechas sobre las mías—. Buena suerte.

—No, espera, Zephyr. ¡Lo siento! ¡No te marches!

Pero le había hecho demasiadas preguntas y tenía que irme antes de que mi tapadera saltara por los aires. Aparte de que, de momento, ya sabía lo que quería, incluido el hecho de que Jeremy Wedge estaba más a salvo en el pabellón psiquiátrico del hospital Bellevue que suelto por Greenwich Village.

Dos horas más tarde, me encontraba en mi oficina, contemplando la fina línea que separa la locura del estado teóricamente contrario a ella. Había tres detectives distribuidos alrededor de las paredes de mi cubículo —que, al parecer, habían confundido con una sala de descanso—, intercambiando anécdotas que podrían haber mantenido ocupado durante días a un residente de psiquiatría.

—Bueno, el sitio estaba patas arriba, con todo el mundo buscando la puta BlackBerry de este tío. —Tommy O. gesticulaba de forma violenta a pesar de la taza de café caliente del Dunkin’ Donuts que llevaba en la mano. Su rostro recién afeitado y rosado estaba volviéndose más rosa a medida que hilvanaba su relato del espectáculo urbano—. Y el colega tenía sangre por toda la camisa, no un reguero, sino toda empapada, como un puto delantal sanitario… Disculpa mi francés, Zepha… Pero el caso es que nadie preguntaba por la sangre. Estaban levantando los cojines de los sofás, vomitando los perritos calientes, dando la vuelta a los carritos… Joder, la gente no busca a los niños desaparecidos con tantas ganas. Y otro gritando en plan «¿Me acusas a mí? ¿Me acusas a mí de mangarte la puta BlackBerry? ¿Cómo te atreves, joder? Mira, tengo una Treo, ¿para qué coño necesito tu puta BlackBerry?» y mierdas de ésas. Y la cosa iba de mal en peor, pero ¿qué coño iba a hacer yo? ¿Ponerme a gritar «CIE, todos quietos»?

Eric, un veterano de la policía de Nueva York con veinte años de experiencia y Alex, un novato de mi promoción que en realidad se había fugado de casa para trabajar en el circo como acróbata antes de acabar allí —«El segundo mayor espectáculo del mundo», le gustaba llamarlo— se echaron a reír a carcajadas con aspecto de apreciar de veras el comentario. La obligada discreción del CIE era una fuente constante de frustración para muchos de los detectives, pero nuestros casos solían ser menos peligrosos y casi tan interesantes como los mejores de la policía de Nueva York —y nuestras pensiones estaban a la par—, con lo que nuestros miembros optaban por ahogar su orgullo con regularidad en cafeína y alcohol.

—Así que le digo al tío que se calme —continuó Tommy, soltando una gota de saliva de color café—, pero, claro, eso sólo lo cabrea aún más, de modo que le pregunto su nombre y me dice: «Christmas». Y yo le digo «¿Qué?». Y me repite «Christmas». Así que empiezo a pensar que es un crío y le digo «¿Te llamas “Christmas”? ¿Christmas? A ver,
tontolaba
, enséñame un carnet». Y a esas alturas el tío ya está realmente picado, así que saca el carnet de conducir y, joder, ¡resulta que se llamaba Chris Smith, sólo que tiene un frenillo de padre y muy señor mío! ¿A que es increíble?

Tommy dio un golpe tan fuerte a una de las paredes de mi cubículo que una foto de Gregory y yo salió de debajo de un montón de tarjetas de visita y descendió lentamente hasta el suelo.

—Ay, qué triste, tío, qué triste. Imagínate vivir así. —Eric sacudió la cabeza y tomó un sorbo de su café, que se mantenía caliente en una taza griega que le había vendido el chico del quiosco de periódicos del vestíbulo.

—¿Y qué pasaba con la sangre? —pregunté, una vez abandonada la esperanza de que se dispersaran y me dejaran trabajar un poco. Miré la foto, que había caído junto a mi sandalia, y me pregunté si podría recogerla sin que nadie se fijara.

—Ah, sí, vale. —Tommy tomó un largo trago de café y arrojó la taza a mi papelera, cuyos contenidos comenzaron a teñirse poco a poco—. Bueno, durante un segundo finjo que yo también ceceo, ya sabes, para que no se sienta tan mal, pero da igual, el tío tiene tantos problemas que eso no le sirve de nada. Pero entonces una niñera puertorriqueña encuentra por fin el puto teléfono… Y ahora no te pongas pesada con la corrección política, Zepha, la tía era de Puerto Rico de verdad. No vayas a chivarte a Pippa Póquer por insensibilidad cultural… —Los ojos de Tommy se iluminaron y le dio un golpecito a mi silla con el pie.

Sabía lo que esperaba de mí: que interpretara el papel de la típica inocente y mojigata de Manhattan ante tres resabiados y chulos detectives salidos de los suburbios.

—Qué… Pero ¡si no he dicho nada! —protesté—. ¡Llamar pan al pan no es ser racista!

—¡Oh, mierda, estás llamando panes a los
suracas
! —chilló Eric, y todos ellos se echaron a reír. Puse los ojos en blanco y miré especialmente a Alex, quien había logrado sacarse un máster en filosofía en los ratos libres que le quedaban cuando no estaba saltando sobre los hombros de tipos musculosos con mallas de cuerpo entero con lentejuelas.

—Querrás decir «sudacas» —dije, un segundo antes de darme cuenta de que era una trampa.

—Oh-oh, has dicho «sudacas» —graznaron todos—. ¡Se lo vamos a contar a Pippa!

Suspiré y acepté el vapuleo. Se estaban mondando.

Finalmente los interrumpí.

—Bueno, lo de la sangre. ¿Qué pasaba con la sangre?

—Sí, sí, vale. —Tommy se secó los ojos—. Bueno, cuando la niñera puertorriqueña encontró la BlackBerry del tío en el baño, él se pidió una taza de café y se sentó. Y entonces empezó a hablar solo. Y no era un Bluetooth… Lo comprobé. El tío estaba ahí sentado sin más, hablando solo. Así que, como me daba pena, me acerqué y le dije: «Oye, ¿necesitas algo?». Pensé que lo menos que podía hacer era comprarle un poco de Clorox o algo, ¿no? Y entonces, flipa, va y me suelta la confesión entera. Acababa de apuñalar a su novia. En el piso de arriba. La mató, bajó a tomarse un puto
espresso
doble y puso el local entero patas arriba para que buscaran su BlackBerry.

—¿Eso ha pasado esta mañana? —inquirí con la boca ligeramente entreabierta.

—¡Cuando venía al trabajo, joder! —Sonrió, se miró las manos y, con aparente sorpresa, vio que estaban vacías—. ¿Alguien quiere ir a por un café?

—¿Y qué estabas haciendo tú en una cafetería, mariquita? —se burló Eric—. Creía que eras fiel al Dunkin’.

—Oh, tío —estalló Tommy—. Es que venden pan de soda, auténtico pan de soda irlandés. Creo que han desenterrado a mi madre y la tienen ahí, haciéndolo.

—¡Espera! —grité con incredulidad—. ¿Y qué pasó con el tío que se había cargado a su novia?

Tommy me miró con los ojos entornados y se encogió de hombros.

—¿Ése? Le puse las esposas. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Me lo traje al centro y lo dejé en la Central. Ahora es problema de ellos, joder.

El tema de la historia era el ceceo y el «Christmas», no la detención de un hombre que acababa de cometer un asesinato. Al cabo de casi tres años, aún estaba adaptándome a la enorme diferencia en el punto de vista con que se recibían los chistes por allí.

—Caballeros —dije tratando de aclararme la cabeza—, ha sido genial, pero necesito que os vayáis con el carrito del café a otra parte.

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