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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (4 page)

BOOK: El hotel de los líos
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Pippa se había mostrado alentadora y paciente, pero yo empezaba a sentirme frustrada, entre otras cosas (y no es que ésa fuera la menos importante) porque los chicos de la oficina empezaban a sentir curiosidad con respecto a mi flagrante ausencia del cubículo que solía ocupar. Cuando me retiraron del caso de las farolas, al principio recibí algunos golpecitos de silenciosa solidaridad en el hombro e incluso un anónimo paquete de Twinkies de condolencia que alguien dejó sobre mi mesa. Pero aquellos tíos eran veteranos y conocían cómo se comportaba alguien que estaba en una misión de incógnito. Horarios extraños y menor presencia en la oficina. Aparecer a las seis de la tarde para encargarse del papeleo. Ninguna anécdota que contar durante las conversaciones alrededor de la fuente de agua. Tenía la sensación de que iban a empezar a turnarse para seguirme en sus ratos libres.

Mis amigos, por su parte, habían ignorado más o menos mi cambio de horario. Tendría que haber dado gracias por no tener que esquivar preguntas en múltiples frentes, pero no podía dejar de pensar que, hasta hace pocos años, antes de comprar ramos de novia para tres de las Chicas Sterling, habrían sido implacables y no habrían parado de interrogarme sobre mis insólitas andanzas, para a continuación provocarme diciendo que era muy difícil ocultarles un secreto.

Aunque no se puede decir que las CS me hubieran dado el cerrojazo tras casarse —todas teníamos defensas preparadas contra la peligrosa idea de que sólo necesitas a una persona en este mundo—, yo sentía una cierta nostalgia por los días de charlas, las reuniones que hacíamos hasta para tratar los incidentes más triviales, los viajes juntas y las incursiones en fiestas de toda la ciudad para comer y beber gratis. Al separarnos Gregory y yo, supe que no podría volver a la comodidad de la dinámica de grupo, pero estaba decidida a adaptarme a este nuevo clima. Cuando Lucy, a quien estaban consumiendo viva sus gemelos, me necesitó, allí estuve yo, con mi hombro a prueba de lágrimas y mi inexperta sabiduría. Y cuando Mercedes necesitó desfogarse sobre los vestigios de vanidad de un marido impregnado de Hollywood, yo fui el arbotante que mantuvo en pie su unión.

Incluso como voluntaria y leal tercera pata, me encontré con tiempo de sobra para ir a ver a Alvin Ailey en el SummerStage con mi nueva amiga, Macy St. John, para tomar clases de fabricación de vidrieras tintadas en Greenpoint y para visitar el festival New York Is Book Country, y todo ello mientras en mi cabeza sonaba constantemente, como una alabanza: «¡Mira qué soltera más ejemplar!». No tenía ninguna de las distracciones que acarrean las relaciones, pero, aun así, a pesar del tiempo y el espacio mental extras de que disponía, no lograba hincarle el diente al caso, lo que me hacía temer por mi futuro profesional.

No hice caso de la vana amenaza de Hutchinson McKenzie y seguí a los neozelandeses, que de repente se habían puesto a cantar, por la estrecha escalera alfombrada, consciente de lo bien que me venía que no me esperase nadie en casa para preguntar por qué llegaba tan tarde y dónde había estado. Claro que era poco probable que Gregory, quien trabajaba como detective de incógnito para la policía de Nueva York, me hubiera fastidiado. Sin embargo, retratarlo con algunos tintes de un marido televisivo de los cincuenta conseguía que mi situación fuese un poco más fácil de contemplar.


The river was deep, but I swam it, Janet
! —Bramó el encorvado neozelandés de las manchas en la cara mientras se balanceaba peligrosamente. Recordé demasiado tarde que se alojaban en el quinto. Obligarlos a dar la vuelta y usar el ascensor parecía más complicado que enfrentarse al duro trabajo de hacer que subieran por la escalera—.
The future is ours so let’s plan it, Janet
! —continuó Ricitos. Había perdido el equilibrio y tuve que ponerle las dos manos en la espalda para que no se cayera. Tenía la camisa completamente sudada y me costó reprimir una oleada de repugnancia. Se volvió hacia mí y entonó con un ronroneo—:
So please don’t tell me to can it, Janet
.

—Tranquilo, no lo haré —le aseguré mientras seguía empujándolo por el pasillo y luego a través de la puerta de la 506—. Pero tiene que tranquilizarse…


I

ve one thing to say and that’s

Los tres chillaron a la vez:


Dammit, Janet, I love you
!

—¡Silencio! —les grité e inmediatamente me cuestioné mi capacidad de hacerme pasar por conserje—. Silencio, por favor —me enmendé. Cerré la puerta.

—¡Es de
The Rocky Horror Show
! —dijo la chica a su propio reflejo en el espejo del vestíbulo.

—Estupendo —repuse mientras los hombres se dejaban caer sobre las camas.

—Lo compuso un neozelandés, ¿sabes? —explicó Manchitas—. ¿Lo sabías? Richard O’Brien. ¿Lo conoces?

—En persona no —repliqué, sin saber muy bien qué debía hacer a continuación. ¿Quitarles los zapatos? ¿Obligarlos a lavarse los dientes? Recorrí la habitación con la mirada, nerviosa por la oportunidad de echar un vistazo a su privacidad. Como supuesta conserje, no solía entrar en las habitaciones cuando estaban ocupadas. Al igual que todas las demás, aquélla era una ecléctica amalgama —rayana en lo visualmente inquietante— de
art déco
y amish, con retratos en blanco y negro de estrellas del cine de los años treinta cuyos ojos miraban a muebles de artesanía. Los neozelandeses eran un grupo desorganizado y sus mochilas y ropa estaban tiradas por todas partes. El aire olía ligeramente a pachuli, pero la habitación no estaba hecha trizas y no era peor de lo que cabía esperar de tres supuestos adultos que estaban acercándose al final de un viaje alrededor del mundo.


The Rocky Horror Show
pertenece a Nueva Zelanda —expuso la mujer con voz pastosa y tono cada vez más serio. Se inclinó hacia adelante hasta que su boca estuvo casi en contacto con el espejo. Lentamente repitió, en estado de trance—: Nos pertenece a nosotros.

—Pero el ornitorrinco no —comentó Ricitos con voz aguda mientras se limpiaba el sudor de la frente en una pared—. Es totalmente australiano. ¿Alguna vez has visto un ornitorrinco?

Sacudí la cabeza a modo de disculpa.

—No… —La palabra se prolongó durante el equivalente a cuatro sílabas «No-oo-oo-ou»—. Ni yo. —Su ánimo decaía por momentos—. Veintisiete años y nunca he visto un ornitorrinco. Dios los hizo con piezas de sobra, ¿sabes?

—¡Vale! —Di una palmada como si fuera una monitora de campamento—. A quitarse los zapatos. Vamos.

Para mi asombro, todos obedecieron. Mi objetivo, decidí, era asegurarme de que nuestros huéspedes llegaban sanos y salvos a un estado de inconsciencia para luego reunirme con mi hermano al finalizar la obra, justo a tiempo para ir a tomar una copa de tinto a la vinoteca.

—¿Alguien tiene que ir al baño? ¿Alguien necesita un AlkaSeltzer? ¿Quién duerme en cada cama? —Había dos camas y tres personas. La idea de que aquella mujer lo hiciera con cualquiera de aquellos dos discutibles representantes de la especie humana no resultaba agradable. Al pie de una de las camas había un camisón de color magenta, pulcramente doblado—. ¿Es tuyo? —pregunté a la chica. Le dirigió una mirada soñolienta.

—No-oo-oo-ou. Es de Marty.

En pleno corazón de Greenwich Village y daba por supuesto que la
negligé
pertenecía a la chica. No era de extrañar que el caso siguiera aún abierto.

Alguien llamó con suavidad a la puerta. Estudié por un instante a las personas a mi cuidado y, una vez confirmado que no había indicios de vomitona inminente, fui a abrir.

Tuve que bajar bastante la mirada para ver la parte superior de la cabeza de Samantha Kimiko Hodges. La señora Hodges era una versión de peso ligero de una mujer adulta, sin llegar a ser una enana. Todo en ella era en miniatura, salvo su actitud. Su marido había muerto aquel mismo año y ella había vendido su piso de la calle Gay y ahora estaba tratando de decidir qué hacer con su vida, que hasta entonces se había prolongado durante ochenta y un años. Así, me había contado Ballard McKenzie mientras revisábamos la lista de huéspedes habituales, era como se lo había contado ella misma cuando negociaban un precio reducido por estancia prolongada. Cuando entré a trabajar en el establecimiento, la mujer ya llevaba allí un mes.

La señora Hodges no se relacionaba con nadie. Salía a las ocho todas las mañanas, volvía a las seis, cenaba en el restaurante contiguo al vestíbulo y se retiraba a su dormitorio a las siete. Parecía tener exactamente siete vestidos, que utilizaba siguiendo una misma secuencia todas las semanas. El lunes tocaba el de cachemira azul, el martes el de seda roja con aire de quimono, el miércoles el de rayas verdes, y así sucesivamente. Llevaba medias con costuras detrás, incluso cuando había 30 grados en la calle, y su cabello plateado formaba un brillante capacete alrededor de un rostro tan arrugado como una nuez.

Sólo habíamos hablado unas cuantas veces. A pesar de su inconfundible aspecto nipón, parecía haber aprendido el inglés de una parlanchina abuelita al calor de una lumbre en la que se prepararan gachas de alforfón.

—Bueno, ¿a qué viene tanto escándalo? —inquirió.

—Le pido mil perdones, señora Hodges… —comencé a decir.

—Ya te lo he dicho, es señora Kimiko Hodges. Como Rodham Clinton.

—Lo siento, señora Kimiko Hodges —continué, sin molestarme en señalar que, aunque era cierto que nuestra secretaria de Estado usaba tres nombres, sólo utilizaba uno de ellos después del «señora»—. Estará todo bajo control dentro de un momento.

—Joder, Janet, el puto ornitorrinco —gimió alguien detrás de mí, y entonces oímos unas arcadas. Me revolví a tiempo de ver que Ricitos volaba hacia el baño.

—Deberían tomar un poco de Pepto —proclamó la señora Hodges, arrugando la nariz—. Antes de beber. Si vas a beber, es mejor preparar el estómago primero.

—Se lo sugeriré —respondí con ansiedad—. Siento mucho haberla molestado. ¿Qué le parece si el desayuno de mañana corre por nuestra cuenta? —Me encantaba ofrecer comidas compensatorias sin aprobación previa. A Hutchinson le iba a dar un ataque.

—Qué menos —dijo mientras cruzaba los brazos y trataba de asomarse por detrás de mí para ver el caos. La mujer que había estado admirando sus dotes oratorias ante el espejo emitió un gemido al tiempo que ocupaba el lugar de Ricitos en la cama. Sentí el hormigueo del pánico en las tripas y comencé a lamentar no encontrarme junto a mi hermano en el teatro subterráneo.

—Vuelvo a pedirle disculpas, señora Hodges. —Hice ademán de cerrar la puerta delante de ella.

—¡Espera!

—Señora Hodges —supliqué—. De verdad, tengo que ocuparme de eso ahora mismo.

—No, oigo algo más. ¿Lo oyes? —Señaló el pasillo—. Parece un emú.

Parpadeé. ¿De verdad esperaba que yo supiera el ruido que hacía un emú? ¿Cómo quería que lo supiese?

—Alguien está gritando. ¿No lo oyes? ¿Tienes a otro de esos extranjeros borrachos al final del pasillo? —Pasé una fracción de segundo reflexionando sobre la ironía que representaba que una japonesa con acento yiddish llamara extranjero a alguien, pero claro, en Nueva York un extranjero era alguien que había llegado en el barco siguiente al tuyo.

Me disponía a no hacerle ni caso cuando lo oí. Un horrible gemido gutural. Un prolongado y enfermizo grito de auxilio. Un sonido de un tipo completamente distinto a la variedad de jardín que se podía contemplar allí, en la 506. Salí corriendo al pasillo y me detuve, con el corazón en un puño, a la espera de que volviese a sonar.

Allí estaba. Me volví. Habitación 502. Aporreé la puerta, consciente de que la minúscula figura de Samantha Kimiko Hodges me seguía de cerca.

—¿Hola? ¿Hola? ¡Abra la puerta! ¿Va todo bien ahí dentro? —Volví a llamar. Me sentía culpable por disfrutar de aquella descarga de adrenalina, aunque esperaba de veras que no hubiera nadie herido de muerte allí dentro.

—No —respondió una voz ronca—. Ayúdeme.

—Dios mío —susurré con alarma mientras sacaba la llave maestra que sólo Ballard sabía que llevaba—. Señora Hodges, vaya a llamar al 911 y luego avise en el mostrador de recepción de que necesito ayuda —dije, consciente de que, incluso en medio de una crisis, a la anciana no le gustaría que le diesen órdenes.

Me volví hacia ella. Estaba pálida y asustada. Genial. Lo que me hacía falta en esas circunstancias era que nuestra viuda octogenaria se desplomase con un ataque al corazón.

—No importa. —De todos modos, en ese momento sólo estaba Asa en el mostrador.

Tendido boca abajo al pie de una de las dos camas hechas, había un hombre con unos pantalones caqui que no llegaba ni de lejos al metro ochenta y posiblemente pesara sólo ochenta kilos, pero al que el dramatismo de la situación le hacía parecer enorme. Tenía el rostro hinchado y de color rosa y los ojos inflamados. Su pelo rojizo estaba tieso y lacio, lo que le hacía parecer un animal disecado. Sus manos aferraban un puñado de papeles arrugados.

—Ayúdame, Zephyr —dijo con un gorgoteo, un instante antes de perder el conocimiento. La señora Hodges salió del cuarto arrastrando los pies.

Aquel caído y florido oso con forma humana era Jeremy Wedge, al que había llegado a conocer durante las tres últimas semanas como un experto en genética ligeramente agresivo y un poco hipocondríaco que además era el primo y mejor amigo de Hutchinson McKenzie. Solían pasar el rato en el bar del hotel, tomando jerez y diciendo cosas como «fisiocrático», «costes diversionales» y «puto Adam Smith» en un volumen lo bastante alto como para que llegara hasta los oídos de cualquier mujer joven y atractiva que se encontrase a distancia suficiente. No tengo ni idea de por qué habían convertido un ataque contra la teoría económica del siglo XIX en el eje de sus cantos de apareamiento (sobre todo si tenemos en cuenta que ambos se beneficiaban en más de un sentido de las ventajas del
laissez-faire
), pero había empezado a darme cuenta de que Jeremy sólo hacía acto de presencia por el hotel cuando había alguna belleza digna de mención alojada en los pisos superiores. Estaba claro que su considerado primo se preocupaba por él.

Eché un vistazo rápido a la habitación, en busca de la huésped que hubiera caído en sus redes en aquella ocasión, pero no había ni rastro de mujeres allí. Ni maletín en el galán, ni ropa a la vista, ni zapatos, ni cepillos para el pelo, ni pendientes en el vestidor de estilo misión, hechos con madera de mango obtenida por métodos sostenibles. Pero la habitación parecía usada: las colchas estaban revueltas y hechas un ovillo (la señora McKenzie se pondría lívida. Había seleccionado personalmente todos los edredones del edificio, un detalle del que se hacía orgullosa mención en los folletos del establecimiento), había toallas húmedas sobre los respaldos de las sillas y vasos de agua con huellas de dedos sobre la mesita de noche.

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