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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (7 page)

BOOK: El hotel de los líos
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Durante casi dos años, Macy St. John no cometió un solo error en el correctamente priorizado y moralmente intachable mundo de la planificación de bodas urbanas. La noticia comenzó a propagarse de boca en boca y el dinero empezó a afluir a la misma velocidad a la que caía el arroz (reemplazado por burbujas por razones medioambientales, como es natural). Luego, seis días después de que una de sus parejas intercambiara sus votos, la novia fue destripada por una ave monstruosa y casi extinta, llamada casoar, mientras estaba de luna de miel en la Australia oriental. Macy estaba fuera de sí, sobre todo porque la mujer, una domadora de leones licenciada en psicología animal, había sido una de sus clientas preferidas y no tenía un solo pelo de diva. Pero acudió al funeral, se secó los ojos y volvió al trabajo.

Sus siguientes clientes fueron Lucy y su prometido, Leonard. Su boda transcurrió sin el menor contratiempo, pero poco después Macy organizó el enlace de una mujer llamada Elsa Barges, una pequeña y risueña guarda forestal destinada en Governors Island. Su marido y ella escogieron Roma para ir de luna de miel y fue allí, mientras esperaban en una cola para pedir un
gelato
de avellana, cuando la atropelló fatalmente una Vespa azul conducida por la amante del primer ministro, a la que éste hacía una visita cada dos semanas.

Cuando Macy recibió la noticia, el insomnio y el dolor de mandíbula reaparecieron, pero sus padres y sus demás clientes le pidieron que no lo dejara. Con gran nerviosismo, procedió a ocuparse de los preparativos de la boda de una paseadora de perros. La novia complementaba sus ingresos saliendo a correr con los canes de otras personas, para que éstos pudieran disfrutar del ejercicio del que sus dueños, encadenados a las sillas de sus oficinas, estaban tan necesitados.

Hubo un momento incómodo durante la fase de planificación, cuando Macy hizo una pausa al hablar de la música (opciones: banda en vivo o DJ) y suplicó a la novia que considerara la posibilidad de posponer la luna de miel. La chica respondió exponiendo su sospecha de que Macy, que en los últimos tiempos se había vuelto un tanto pegajosa, se hubiera enamorado de ella. Macy tuvo que contar la verdad y reconocer la suerte de dos de sus tres últimas clientas. La novia se echó a reír, la rodeó con el brazo y le prometió que no se moriría en su luna de miel.

Cuando Macy se enteró de que la paseadora de perros había resultado empalada por una estalactita durante un accidente espeleológico en Nuevo México, decidió regresar al territorio del sofá, aunque esta vez escogió el nuevo de color verde salvia de Lucy, recién descargado del camión de Bloomingdale’s. Estaba obsesionada con proteger a Lucy, quien, en su mente, era la única de sus clientas que había escapado a la guadaña de la Parca desde el comienzo de la infausta racha, y sentía la necesidad de vigilarla.

Que era exactamente lo que la había encontrado haciendo aquella tarde de agosto, dos años antes, mientras consumía una sobredosis de nata montada y Jacqueline Susann.

Había ido directamente al soleado apartamento de Lucy después del trabajo para evaluar la situación. La chica, una menuda, huesuda y excitable trabajadora social que mantenía su metabolismo en un permanente estado de excitación por medio de un compulsivo deseo de organización, había acudido a mi rescate incontables veces en el pasado. El hecho de que ahora me necesitase me resultaba estimulante. Macy llevaba ya instalada en el sofá un par de semanas y el estado de ánimo de Lucy había pasado de la simpatía a la frustración y luego a la ansiedad, impulsado por la sospecha de que pronto tuviera que hacer constar a Macy como dependiente en su declaración de la renta o al menos recurrir a los servicios de un tapicero años antes de lo previsto. El reto representado por Macy-St.-John-en-el-sofá desconcertaba a Lucy, que estaba acostumbrada a ofrecer consuelo a los desamparados. El caso de su amiga había resultado más complicado que los de los adictos a la metadona y los reacios al pago de pensiones alimenticias de los que solía ocuparse, cuyos problemas tenían soluciones que, aunque no fuesen fáciles de conseguir, al menos resultaban obvias.

—¿Y qué tal agente inmobiliaria? —estaba diciendo Lucy con la mirada vuelta hacia el salón mientras me dejaba acceder a su tranquilo palacio de cristal en el cielo, donde el sudor de mi piel se evaporó al instante por la acción del aire acondicionado central. Llevaba unos pantalones cortos y una camiseta esqueleto, y el pelo rubio recogido en una cola de caballo. Parecía tener unos siete años. En cada mano llevaba una falda arrugada.

Dejé la mochila en el suelo y la seguí al salón, un espacio de ecos resonantes con ventanales del techo al suelo que casi te catapultaban al río Hudson. Cuando Lucy era niña, sus padres regentaban una
boutique
de artículos de importación tibetana y por culpa de sus frecuentes donaciones al atribulado país, a veces tenían dificultades para hacer frente al alquiler de su apartamento clásico de seis habitaciones en el paseo Riverside. Al casarse con Leonard Livingston —el torpe genio que había diseñado Speed-X, un programa que hacía que todos los demás programas se ejecutaran ocho veces más de prisa—, Lucy había encontrado el amor verdadero y dinero suficiente para asegurarse una crisis de identidad instantánea, aderezada con considerables dosis de culpa.

Como consecuencia de esto último, el amplio
loft
, que de mala gana había accedido a comprar después de la boda, estaba modestamente decorado con artículos birriosos procedentes de su época universitaria. Las encimeras de acero inoxidable Poggenpohl eran el patio de juegos de una serie de platos desparejados, tarros de mermelada y una colección de descascarilladas tazas de la radio pública. Las luces de la galería mostraban reimpresiones de Ansel Adams en marcos de plástico comprados en Target. Había dos sofás en el salón, uno de tartán marrón, horrible, con una funda de estampado hindú que estaba siempre a medio caer y dejaba ver una colección ya antigua de quemaduras, manchas y desgarrones. El otro era el recién llegado de Bloomie, el único artículo nuevo que Leonard había insistido en comprar en medio del usual ascetismo cuyo fin aguardaba con paciencia.

Macy se sacó la boquilla de los labios el tiempo justo para murmurar una respuesta a la sugerencia de Lucy:

—Si me hiciera agente inmobiliaria, todas las casas que vendiera se incendiarían.

Lucy aspiró hondo por la nariz.

—Ya sé —dijo—. Administradora de derechos de desempleo. La gente ya habría perdido el trabajo.

Macy ni siquiera levantó la mirada.

—Al salir de la oficina de empleo los atropellaría el autobús de la M14.

Lucy se apretó la falda con más fuerza aún.

—Pues algo que tenga que ver con objetos inanimados —sugirió entre dientes.

—Los ordenadores se pararían, los productos alimenticios llevarían
E. coli
, los libros tendrían tinta venenosa y matarían a todos los clientes de las librerías.

—¿Y enterradora? —sugerí mientras me apoyaba en la columna blanca que ocupaba el centro de la sala—. Tus clientes ya estarían muertos.

Para gran satisfacción mía, Macy dejó el libro y me fulminó con la mirada.

—¿Y tú quién eres?

—Zephyr Zuckerman —respondí, y me preparé. A lo largo de las tres últimas décadas, había sufrido toda clase de reacciones a mi nombre—. Nos conocimos en la boda de Lucy, en junio.

Pero Macy no estaba en condiciones de juzgar a nadie. Se limitó a levantar la mirada hacia el techo. Lucy abrió los ojos más aún para implorarme que arreglara la situación. Leonard y ella iban a pasar un «fin de semana romántico con fines reproductivos» en una posada del valle del Hudson.

Señalé el dormitorio con un gesto de la cabeza.

—Termina de hacer la maleta —le dije a mi amiga.

—¿Hacer la maleta? —Macy se incorporó en el asiento y clavó los ojos en ella como una leona sobre su presa—. ¿Adónde te crees que vas?

—Ah-ah. —Sacudí la cabeza mirando a Lucy, que tenía los nudillos blancos—. Ve. Y coge una plancha —añadí mientras señalaba con un gesto de cabeza a su arrugada falda. Lucy huyó.

—Voy con ellos —anunció Macy al tiempo que cerraba bruscamente su libro.

—Nada de eso. —Apoyé un tobillo sobre el otro, como un zapato de goma de los años treinta apoyado en una farola.

—No puedes impedírmelo. —Sus ojos azules resplandecieron de indignación.

—Por supuesto que puedo. Ni siquiera sabes adónde van. Macy…

—¿Cómo sabes mi nombre?

—¿Que cómo lo sé? Estás arruinando la vida de mi amiga. Todos sabemos cómo te llamas.

—¿Quiénes son todos?

—Los amigos de Lucy.

—Yo soy amiga de Lucy.

—No. Tú eres su torturadora.

—No, lo que hago es asegurarme de que no se muere, como todas las demás personas para las que he trabajado.

Hice una pausa momentánea y luego ladeé la cabeza y la miré.

—¿Tumbándote en su sofá?

Macy volvió a hundirse sobre los cojines y se tapó la cara con las manos.

—Hasta ahora ha funcionado —murmuró.

—Pero ¿no crees que Lucy ya está a salvo? O sea, las demás chicas murieron a la semana de su boda. En este caso ya han pasado dos meses. —Tenía gracia fingir que aquello era una conversación racional.

—Eso es casi un buen argumento.

—¿Por qué casi?

—Porque no hay ninguna prueba que lo sustente. ¿Y si en cuanto la dejo ir, bam, la palma?

—Dejas que vaya al trabajo, ¿no?

Macy sorbió por la nariz.

—¿No?

—Normalmente la sigo.

Traté de no demostrar mi alarma.

—¿Que la sigues? —Teóricamente, Lucy podía pedir una orden de alejamiento. Pero cualquier juez, frente a aquella criatura patética de ojos enrojecidos y una mancha de crema batida sobre las pecas, se reiría de su solicitud.

—No entiendes la mala suerte que atraigo. Deberías marcharte ahora mismo, antes de que un meteorito atraviese esas ventanas y te lleve con tu creador. —Se levantó, rodeó la enorme isla que separaba el salón de la cocina y devolvió la crema batida al congelador.

—¿Mi creador? —Me eché a reír, pero entonces me detuve al ver una expresión de genuina angustia en la cara de Macy—. Lo que pasa es que… Da igual. —No era momento de explicar mis puntos de vista teológicos—. Vamos a ver, ¿cuándo fue la última vez que tomaste una copa? ¿O que comiste algo que no salga por una boquilla? ¿O que pasaste por tu apartamento?

Sacudió la cabeza con tozudez.

Incluso yo reconocía que aquellas apelaciones a la acción eran inapropiadas. Sí, allí de pie, en un duodécimo piso, mirando cómo avanzaba de manera atronadora un gigantesco barco de pasajeros desde la calle 53, podía hacerlo mejor.

—¿Quieres ir a pescar? —probé.

—¿Adónde?

—A la parte trasera del muelle 40.

—¿A qué te refieres con la parte trasera?

—A la parte que mira a Nueva Jersey.

—¿Te refieres al lado oeste? —Me miró como si yo fuera una idiota.

Le devolví la mirada.

—Sí, al lado de Jersey.

Intentó regresar al sofá. Le corté el paso. Tenía que impedir que su trasero volviera a tocar esos cojines.

—Vale. ¿Conoces a Mercedes Kim, mi amiga y la de Lucy? ¿La que vive en ese edificio? —Señalé la torre de cristal que había al otro lado de la calle Perry, gemela de la que nos acogía en aquel momento.

Macy frunció el cejo un momento y luego levantó la mirada con sorpresa.

—¿La que se casó con Dover Carter?

Asentí.

—Dover tiene un estreno esta noche en el Ziegfield. Alfombra roja, Brangelina, comida gratis… Podríamos ir. Puede que te distraiga.

Macy se echó a reír a carcajadas.

—No podemos presentarnos sin más en un estreno de cine. Están los guardias de seguridad, las listas de invitados, las barreras de cuerda… —Quedó en silencio al agotar sus conocimientos sobre el protocolo de Hollywood.

—Sí, pero si una de las Chicas Sterling llama al ayudante de Dover antes de una fiesta, podemos ir a cualquier sitio al que esté invitado esa noche.

—¿Así de fácil?

—Así de fácil. Cuando se casó con Mercedes, nos hizo extensivo el privilegio a todas nosotras.

—¿Y lo invitan a algo todas las noches?

—La mayoría. Pero normalmente prefiere ir a ver actuar a Mercedes o quedarse en casa.

—¿Ella también es actriz?

Sacudí la cabeza.

—Violinista. De la filarmónica. Bueno, ¿qué quieres hacer?

—Le llamas Dover, así sin más —murmuró Macy con tono de incredulidad—. Llamas a Dover Carter… Dover.

—Última opción —dije con impaciencia—. Podríamos comprar un par de cajas de barritas Granola y repartirlas entre los indigentes.

Una tormenta de traición arrugó el rostro de Macy y me señaló con un dedo.

—No utilices conmigo ese «buenísimo» de mierda.

En ese momento supe que quería ser amiga de Macy St. John.

Comenzó a agitar los brazos como una ave enfurecida.

—Esto no es un ejercicio porque sienta lástima de mí o indulgencia. Estoy maldita. ¿Me entiendes? No puedo tener contacto con nadie que no sea Lucy, al menos hasta que averigüe por qué sigue viva.

Al final no fuimos a pescar ni a ver famosos. Macy aceptó con mansedumbre que le vendría bien una ducha y un cambio de ropa, así que la acompañé a Reed Hook. En el metro comenzó a contarme la triste historia de una vida profesional maldita y durante el relato nos saltamos la parada y acabamos cerca del parque Prospect. Al poco estábamos entre un grupo de felices y achispados domingueros que practicaba la recién inventada
performance
deportivo-artística llamada «fútbol de reglas circulares». Para practicarla hacía falta un enorme balón medicinal, unos conos de color naranja y una saludable dosis de ironía dirigida hacia uno mismo. No habríamos podido adivinar las reglas ni en toda nuestra vida, pero eso no parecía importar demasiado, ni siquiera a los jugadores.

Me gustaría poder decir que fui yo quien convenció a Macy para que dejara de ser tan supersticiosa, pero en definitiva fue la buena suerte la que puso fin a su estancia en el sofá de Lucy. Resultó que una de las parejas de una manta cercana, cuyos ocupantes brindaban con un Asti Spumante mientras lanzaban gritos de aliento a los jugadores, habían sido clientes de Nada de Divas. Y lo que es más importante, su boda era la que había organizado Macy justo después de la de la domadora de leones destripada. Ver a la novia vivita y coleando —aunque con un traje de muñequita en absoluto favorecedor y con un pésimo trabajo de peluquería en las raíces— obró maravillas en su estado de ánimo. Aunque lo más probable es que hubiese llegado a un punto en su depresión en el que estaba dispuesta a aceptar el menor indicio, el menor suceso del mundo exterior al que su agotado cerebro pudiera aferrarse para interpretarlo como el final de su maldición.

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