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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (9 page)

BOOK: El hotel de los líos
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La corredora se secó la cara mojada con el brazo y midió a su rival con la mirada. Se podía ver cómo se debatía pensando «¿Me meto o no me meto?».

Sacudió la cabeza mirando al hombre, salió y se alejó por el paso elevado, mientras él la seguía gritándole hasta las dobles puertas. Pero, de hecho, su diatriba, que no oíamos por primera vez, no era nada comparada con la que dirigía a quienes, con imperdonable descuido, abrían una de las puertas antes de haber cerrado la otra.

Parecía que la corredora iba a mantenerse por encima del asunto, pero una vez que hubo salido del parque para perros y reanudó su carrera, se despidió lanzando un:

—¡Maricona, loca!

—¡Zorra, republicana y frígida! —respondió él sin mediar pausa, antes de volverse hacia nosotras y poner los ojos en blanco, como si fuésemos sus camaradas en la batalla contra la gente sin perro. Volvió a su banco con un siseo de sus embutidas piernas y reanudó su vigilancia.

No sabíamos por qué no nos echaba a nosotras de su paraíso para cuadrúpedos. Sospechábamos que creía que éramos una pareja de lesbianas y que estaba dispuesto a hacer las excepciones que le parecían pertinentes. O puede ser que llevásemos tanto tiempo yendo allí que se hubiera olvidado de que no teníamos perro.

Macy se levantó y tiró la taza a la papelera.

—Ah, ya puedo empezar el día. Café y una pelea en la que no he estado involucrada. Qué estimulante. —Estiró los brazos con ganas—. ¿Vas para la oficina? —preguntó como si tal cosa.

Si hubiera reparado en lo insólito de mi nuevo horario, seguro que no se habría molestado en preguntármelo. Sospechaba que estaba tratando de salvarme de mi innata tendencia al parloteo, así que le dirigí una mirada de gratitud. Pero de hecho, su autocontrol sólo consiguió alimentar mis ganas de hablarle sobre el hotel Greenwich Village.

—Sí —dije, cosa que era cierta. Me colgué la mochila del hombro y la seguí hacia las puertas pasando junto a la papelera—. Pero antes tengo que ir a hablar con alguien en Bellevue.

—¿Un caso interesante? —inquirió mientras abría la puerta.

Lo pensé un momento. Hasta el momento, lo único interesante que tenía el caso del hotel era saber por qué seguía en él.

—La verdad es que no.

—¿A pesar de que hayas conocido a ese bombero escalador?

Así que no había sido del todo discreta con respecto a la investigación. Pero me había mostrado imprecisa con respecto a las circunstancias que rodeaban mi encuentro con el teniente Fisk, una información que nadie podía esperar que me guardase para mí. Al principio, cuando el cortejo no se había convertido todavía en una relación, gran parte de la diversión estaba en la presentación de informes y el análisis. Ir de escalada con un bombero a las diez y media en una primera cita resultaba emocionante, pero más aún lo era hablar luego del asunto con Macy.

—A pesar de eso —respondí.

—¿Vas a llamarle? —preguntó mientras esperábamos para cruzar la carretera del West Side. Los coches pasaban zumbando por delante de nosotras y los ciclistas por detrás.

—No lo he decidido. Me está costando recordar cómo sé si me interesa alguien.

—¿Disculpa? —Enarcó una ceja, un gesto que, según me había confesado ella misma, había aprendido a los veinticinco años sujetándose con la mano una parte del ceño.

—Ya sabes a qué me refiero. Salí magullada de lo de Gregory.

—Ni que hubiese sido un accidente de coche.

—No, pero tengo los sensores averiados. Ninguna primera cita pasará el corte si la comparo con tres años de relación magnífica. Ya no recuerdo cómo se evalúa a un chico nuevo.

—Pues no compares y no evalúes, sólo diviértete. Sal con él, sal con otros tíos.

La miré de reojo mientras nos dirigíamos hacia el este por Morton.

—¿Cuándo fue la última vez que seguiste uno de tus propios consejos? —Macy se había recuperado de la fase en la que se sentía como si fuese el beso de la muerte en su vida profesional. Pero después de que dos hombres distintos se torcieran el tobillo justo tras una segunda cita con cena-en-Momofuku-desayuno-en-Veniero, se había declarado soltera con carácter indefinido.

Agitó un dedo de advertencia en dirección a mí.

—No estamos hablando de mí.

—Vamos, Macy. No pensarás de verdad en mantenerte célibe el resto de tu vida. —Apretó el paso como si estuviera tratando de cortar la conversación. Me apresuré a seguirla—. ¿Quieres que me entere de si el bombero tiene amigos solteros entre sus compañeros?

—Ni se te ocurra —dijo al tiempo que se detenía en una esquina de la calle Hudson.

Me mantuve firme.

—La verdad es que es una idea excelente.

—Si tú lo dices…

—No eres nada peligrosa comparada con un edificio en llamas. Ni siquiera tu gafe y tú podríais acabar con un bombero.

Exhaló por la nariz.

—Lo pensaré.

—Dile a tu secretaria que llame a la mía —indiqué, sacudiendo la cabeza.

Eché a andar, pero Macy me detuvo.

—Zephyr, ¿por qué te preocupa con quién salga? ¿Qué tiene eso que ver contigo?

La respuesta era sencilla, me preocupaba por ella, pero esa verdad provocaría suspicacias.

—Nada, Macy. No tiene nada que ver conmigo. Lo que sucede es que asumo que éste no puede ser realmente el final del camino en tus relaciones. No creo que a los treinta años estés lista para decirles adiós a los penes y dedicarte en cuerpo y alma al trabajo. Y como no lo creo, pienso que podría ser divertido ayudarte a salir con alguien otra vez.

Una mujer mayor, con una camiseta de John Lennon y una falda de campesina, se detuvo a nuestro lado y el perro sarnoso que viajaba en el interior del carrito de la compra que empujaba soltó un débil ladrido. Examinó a Macy de arriba abajo y dijo:

—Mi hijo es dermatólogo. Tiene treinta y cinco años y no le vendría mal perder unos kilillos, pero es buen chico. ¿Quieres su número?

Macy se disponía a darme su opinión sobre mis interferencias, pero en aquel momento cerró la boca, sorprendida. La mujer buscó bajo el almohadón del perrillo y sacó una tarjeta de visita.

—Piénsalo —le aconsejó—. Las pelirrojas son propensas al melanoma. Él puede tratártelo, lo que es un punto a su favor.

4

Por lo que al personal del hospital se refería, yo era la hermana de Jeremy Wedger. Me apoyé en la pared del fondo del ascensor del Bellevue y cerré los ojos para no pensar en mi propia estupidez. Dos noches antes me había parecido lo más normal del mundo poner en peligro mi tapadera por la longitud de las pestañas de un tío, mientras que en esos momentos, para tratar de entrar en el pabellón psiquiátrico más conocido de la ciudad, optaba por mantener guardada la placa y ganar acceso a los pisos superiores recurriendo a la astucia y a elegantes estratagemas.

Entraron dos jóvenes médicos hablando en voz baja sobre un gráfico impreso que llevaban. Los estudié sin que se dieran cuenta, con sus estetoscopios, sus zuecos de gruesas suelas y sus buscas y, durante una fracción de segundo, los envidié. En otra vida había pasado un año en la Escuela de Medicina y luego lo había dejado, con lo que me negué para siempre la oportunidad de obtener esa serena sofisticación que se deriva de la posesión de un talonario de recetas. Sus batas blancas eran el resultado de años de duro trabajo y un conocimiento adquirido que se consideraba universalmente útil para la especie humana. Yo, por fin, tenía un trabajo de verdad, un trabajo que me encantaba, pero parecía que estaba destinada a seguir toda la vida haciendo mal las cosas.

Las puertas se abrieron en el decimoctavo piso y salí pasando entre ellos, con la esperanza de que no arrugaran la nariz al captar la peste a fracaso que exudaba. Miré hacia atrás un momento, pero ninguno de ellos me señaló y gritó: «¡Eh, ahí va una que abandonó el Johns Hopkins!». Con una exhalación, salí en busca de la habitación 805.

Tras atravesar un segundo control de seguridad, donde registraron mi mochila en busca de fotografías —potencialmente peligrosas—, continué por el pasillo. Esquivé carritos de la comida, cubos de fregar y a una mujer en silla de ruedas que recitaba el juramento de fidelidad a la bandera y, finalmente, descubrí que la habitación de Jeremy era la última de aquel pulcro pasillo. Un cartel escrito a mano en la puerta rezaba: «VENTANA: WEDGE». Menos mal que no se apellidaba Ledge.
[1]

La luz del sol que bañaba la habitación la teñía de un optimismo atonal. Regalé una sonrisa de disculpa al compañero de habitación de Jeremy, un hombre sin camisa con una barriga de varias capas y unas gafas parecidas a las de Elton John. Tuve que mirar dos veces el prístino casquete blanco que llevaba sobre la cabeza, pero él no separó los ojos del televisor que tenía encima.

Me asomé por la cortina verde náusea que separaba las dos camas y allí estaba Jeremy, completamente vestido, con los zapatos puestos y sentado en el borde de una cama hecha con toda pulcritud. Tenía el tobillo apoyado sobre la rodilla y estaba leyendo el
New York Times
. Parecía un hombre que se dirigiera al trabajo en el tren de las seis.

—¿Jeremy?

—Señor Wedge —repuso sin levantar la mirada—. ¿Ya es la hora de otra entrevista con un residente incompetente? ¿O se trata del cretino del flebotomista que no pudo encontrar trabajo en un depósito de cadáveres, que viene a pincharme de nuevo?

—Soy tu hermana —le dije.

—No tengo her… —Se volvió hacia mí. Tenía los ojos vacíos y el anaranjado brillo de la barba de pocos días no le hacía el mismo efecto que a Brad Pitt—. Pero ¿qué…? ¿Qué estás haciendo aquí? —Estuve a punto de retroceder un paso bajo la fuerza de su furiosa mirada.

¿Qué estaba haciendo allí? Sí, una buena pregunta, para la que estaba preparada. Había visto a Jeremy y a Hutchinson las veces suficientes en el bar del hotel como para saber cuál era el mejor camino para mantener una conversación productiva con ellos y éste no era, de hecho, hablar del precio del arroz en China. Me habría resultado difícil con Hutchinson y con su sólo algo menos ofensivo pariente me fue casi imposible. Esbocé mi mejor expresión de pesar, me mordí el labio e incluso bajé la mirada al suelo.

—Estaba preocupada por ti, Jeremy. Realmente preocupada —confesé con voz lastimera mientras sacaba con timidez la bolsa de uvas negras que había comprado en el carrito de frutas de la esquina de la calle 27 y se las ofrecía.

Me miró con los ojos entornados, suspicaz pero esperanzado.

—¿Qué quieres decir?

Oh, Jeremy deseaba creer que me pasaba las noches pensando en sus manos de metrosexual manicura sobre mi cuerpo. O al menos que ansiaba oírle disertar sin fin acerca de la rara mutación genética sobre la que había escrito un artículo en
Science
cuando estaba estudiando la carrera en Columbia. De hecho, el descubrimiento era de su tutor y Jeremy figuraba sólo como tercer autor, pero esto no le impedía tratar de hacerla pasar por un logro personal, como si fuese algo así como un viaje en solitario al círculo polar ártico. Vanidad, eso es lo que era.

—Hutchinson no quería contarme nada. —Técnicamente, esto era cierto, puesto que no había vuelto a cruzarme con él después de que se fuese con Jeremy al hospital la noche del sábado—. Quería ver si estabas bien.

—Me encuentro perfectamente —dijo con tono de malhumor mientras sacudía el periódico y reanudaba su lectura, o al menos fingía hacerlo—. Como puedes ver, estoy muy bien. Sólo furioso por tener que permanecer en este sitio lleno de lunáticos en contra de mi voluntad. —Le costaba mantener la voz en calma.

—Pero, Jeremy —dije con una mansedumbre que ni siquiera yo sabía que fuese capaz de fingir—. Había un… —Dejé las uvas sobre el alféizar de la ventana y lo miré por encima del periódico.

—¿Qué? ¿Qué es lo que había? —Me lanzó una mirada desafiante.

—Un frasco vacío de Ambien.

—Eso me han dicho.

—¿No te las tomaste?

—¿A ti qué más te da? ¿Por qué me has dicho que habías venido?

«Porque quiero saber por qué estaba tachada la etiqueta y por qué estabas revolviendo entre la basura de los Whitecomb.»

—Porque… —respondí fingiendo reunir valor—. Porque me importas.

Se frotó la cara con fuerza.

—Interesante momento para declarar tu amor imperecedero.

Yo decía «me importas» y él oía «amor imperecedero». Fueran cuales fuesen los problemas que Jeremy Wedge tenía en ese momento, la baja autoestima no era uno de ellos.

—Zephyr —dijo con voz cansada—, no he intentado suicidarme. Pero no me creen. Así que aquí estoy, en esta fábrica de gérmenes, perfectamente sano, condenado a contraer algo o a convertirme en la víctima de cualquier paciente demente cuanto más tiempo permanezca cautivo.

—¿No te tomaste el Ambien?

—Nunca he necesitado nada más fuerte que una copa de jerez para relajarme —contestó con petulancia.

Pero Pippa había hecho unas cuantas llamadas el domingo, entre ellas una a la residencia en East Hampton donde vivía el jefe del pabellón psiquiátrico del Bellevue, que casualmente era otro entusiasta de los Lucita con el que había trabado amistad tras una década recorriendo el circuito de subastas. El Dr. Gross le había confirmado que el torrente sanguíneo de Jeremy estaba a rebosar del tranquilizante zolpidem, más conocido entre los miembros de mi círculo socioeconómico como Ambien.

—Pero estaba ese frasco vacío…

—¡No era mío! —me gritó. Se trataba de un asunto delicado que, a todas luces, estaba ya agotado—. No era mío. Pero no me creen. —Le temblaba la voz.

—¿Y qué crees que te sentó tan mal? —le pregunté con delicadeza mientras cruzaba los brazos.

De repente, una jarra de agua de plástico rosa cruzó volando el aire y alcanzó el televisor. Los fragmentos de los cubitos de hielo llegaron hasta nuestro lado de la cortina.

—¡Así NO es como se hace una puta reducción, zorra estúpida! —gritó el compañero de habitación de Jeremy. Contuve el aliento por si aparecía alguno de los bedeles del hospital en la habitación. Nada.

—El tío posee cinco restaurantes —me susurró Jeremy—. Y al parecer son cuatro de más. No le dejan ver programas de cocina, pero no había sitio para él en la planta sin televisores. Y el personal tiene mejores cosas que hacer que controlar los horarios de emisión de Rachel Ray.

—¿Qué pasaría si le ofrezco la ensalada de atún que te has dejado? —sugerí en voz baja—. ¿Un ataque al corazón?

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