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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (3 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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Emprendimos el regreso tarde, cuando ya por todas partes había sombras negras como el carbón, y todo lo bañaba la suave luz oblicua y dorada del sol poniente. Íbamos acalorados y cansados, hambrientos y sedientos, porque había pasado ya mucho tiempo desde que comiéramos y bebiéramos todo lo que habíamos llevado. Del último viñedo que encontramos de camino no habíamos sacado más que unos racimos de uvas muy negras cuyo acerbo sabor a vinagre había hecho que los perros fruncieran los labios y guiñaran los ojos, y a mí me había dejado más hambriento y sediento que antes.

Decidí que como jefe de la expedición me correspondía proveer de sustento al resto de la banda, y me paré a pensar. Teníamos tres fuentes de aprovisionamiento equidistantes. Una era el viejo Yani el pastor, que sin duda nos daría queso y pan, pero era probable que su mujer estuviera aún en el campo y el propio Yani tal vez no hubiera vuelto de apacentar el rebaño de cabras. Otra era Agathi, que vivía sola en una chocita destartalada, pero Agathi era tan pobre que me sabía mal aceptar nada de ella, y aun procuraba compartir con ella mi comida cuando andaba cerca de su casa. Por último estaba la dulce y bondadosa Mama Kondos, una viuda de ochenta veranos más o menos, que vivía con sus tres hijas solteras, y a mi modo de ver incasables, en una granja desaseada pero próspera de un valle del sur. Eran bastante acomodadas para los niveles del campesinado: aparte de dos o tres hectáreas de olivos y tierras de labor, poseían dos burros, cuatro ovejas y una vaca. Eran lo que se podría llamar las labradoras ricas de la zona, y por eso resolví que recayera en ellas el honor de avituallar a mi expedición.

Las tres gordísimas chicas, de mala estampa pero buen carácter, acababan de volver del campo y estaban congregadas en torno al pequeño pozo, chillonas de voz y color como cotorras, lavándose las gruesas, morenas y peludas piernas. Mama Kondos circulaba de acá para allá cual diminuto muñeco de cuerda, diseminando maíz para el estridente y despeluchado gallinero. En toda Mama Kondos no había nada derecho: su cuerpecillo estaba doblado como una hoz, tenía las piernas torcidas por los muchos años de llevar cargas pesadas sobre la cabeza, y los brazos y las manos permanentemente engarabitados de tanto recoger cosas; hasta los labios se le volvían para dentro sobre las encías sin dientes, y las cejas, que eran como níveos vilanos, se curvaban sobre los ojos oscuros y ribeteados de azul, guardados a su vez a cada lado por un cerco de arrugas curvas que fruncían una piel tan delicada como la de un champiñón.

Al verme, las hijas soltaron gritos agudos de alborozo y se agolparon a mi alrededor cual amigables percherones, para apretarme contra sus pechos mastodónticos y cubrirme de besos, exudando cariño, sudor y olor a ajo a partes iguales. Mama Kondos, David pequeño y corcovado entre aquellos aromáticos Goliats, las apartó con chillidos penetrantes: «¡Dádmelo a mí, dádmelo a mí! ¡Mi niño, mi corazón, mi amor! ¡Dádmelo a mí!». Y abrazándome me llenó la cara de besos dolorosos, porque tenía las encías duras como pico de tortuga.

Por fin, luego que fui concienzudamente besado y manoseado y sobado por todas partes para comprobar la realidad de mi presencia, se me permitió sentarme y ofrecer alguna explicación de por qué las tenía abandonadas desde hacía tanto tiempo. ¿Es que no me daba cuenta de que había transcurrido una semana entera desde la última vez que fui a verlas? ¿Cómo podía ser mi amor tan cruel, tan remiso, tan pasajero? De todos modos, ya que por fin me tenían allí, ¿quería algo de comer? Sí, dije; con mucho gusto, y algo para Sally también. Los perros, más zafios, ya se habían servido: Widdle y Puke habían arrancado unas uvas blancas y dulces de la parra que se extendía sobre una parte de la casa y las estaban engullendo con avidez, y Roger, que parecía tener más sed que hambre, se había ido donde las higueras y los almendros y había destripado una sandía. Estaba tumbado con el hocico metido en el fresco y rosáceo fruto, cerrados los ojos en éxtasis, sorbiendo entre los dientes el jugo dulce y refrescante. En seguida le dieron a Sally tres mazorcas de maíz tierno para que fuera masticando y un cubo de agua con que apagar la sed, y a mí se me obsequió con un inmenso boniato de piel negra y deliciosamente requemada en la lumbre y carne dulce y esponjosa, un tazón de almendras, higos, dos melocotones gigantescos, un pedazo de pan amarillo, aceite de oliva y ajo.

Una vez que me hube metido aquellas provisiones entre pecho y espalda y entretenido así el hambre, pude centrar mi atención en el intercambio de cotilleos. Pepi, el muy tonto, se había caído de un árbol y se había roto un brazo; Leonora iba a tener otro niño en sustitución del que se le murió; Yani —no, no ese Yani, el Yani del otro lado del monte— se había peleado con Taki por el precio de un burro, y Taki se había enfadado tanto que había ido a disparar la escopeta junto a la casa de Yani, pero era una noche muy oscura y Taki estaba borracho y resultó que era la casa de Spiro, así que ahora no se hablaban ninguno de los tres. Estuvimos un buen rato comentando las rarezas de nuestros congéneres y desmenuzando con gran deleite sus maneras de ser, hasta que me di cuenta de que faltaba Lulu. Lulu era la perra de Mama Kondos, un animal flaco y zanquilargo de enormes ojos tristones y largas orejas caídas como de spaniel. Era esmirriada y costrosa como todos los perros del campo y se le marcaban las costillas igual que las cuerdas de un arpa, pero era muy cariñosa y yo le tenía simpatía. Normalmente era una de las primeras en recibirme, pero aquel día no se la veía por ninguna parte. Pregunté si le había pasado algo.

—¡Ha tenido cachorros! —dijo Mama Kondos—. Po, po, po, po. ¡Once! ¿Qué te parece?

Cuando el alumbramiento pareció inminente habían atado a Lulu a un olivo próximo a la casa, y ella se había recluido en las profundidades del tronco para dar a luz. Después de saludarme con entusiasmo, observó interesada cómo yo me metía en el olivo a cuatro patas y sacaba los cachorros para verlos. Como siempre, me pareció asombroso que aquellas madres escuálidas y medio muertas de hambre pudieran parir cachorros tan hermosos y tan redondos, de cara aplastada y belicosa y potente voz de gaviota. Su coloración era de lo más variado, como de costumbre: blanco y negro, blanco y marrón, plata y gris azulado, todo blanco y todo negro. En toda carnada de cachorros corfiotas hay tal diversidad de esquemas cromáticos que la cuestión de la paternidad resulta prácticamente imposible de dilucidar. Me senté con el centón de perrillos lloriqueantes en el regazo y le dije a Lulu que era una perra muy valiosa.

Ella meneó el rabo furiosamente.

—¡Valiosa, sí! —dijo Mama Kondos con acritud—. Parir once cachorros no es ser valiosa, es ser una descarriada. Sólo podemos quedarnos con uno.

Bien sabía yo que de ninguna manera se le permitiría a Lulu conservar todo su hatajo de cachorros, y aun se podía dar por muy dichosa con que le dejasen uno. Mi intervención podía ser útil. Dije que estaba seguro de que mi madre no sólo se alegraría mucho de tener un cachorro, sino que quedaría agradecidísima a la familia Kondos y a Lulu si se lo daban. Conque tras mucho pensarlo escogí el que mejor me pareció, un macho berreón y rollizo que era blanco, negro y gris con las cejas y las patas de color trigueño. Les pedí que me lo reservaran hasta que se le pudiera separar de la madre, y yo entretanto comunicaría a Mamá la gran noticia de que habíamos adquirido un perro más, que haría el número cinco de los nuestros, número bonito y redondo a mi entender.

Cuál no sería mi asombro al ver que Mamá no manifestaba la menor complacencia ante la idea de incrementar nuestra tribu canina.

—No, querido —dijo tajantemente—, no podemos tener otro perro. Hay de sobra con cuatro. Aun así, y entre tus búhos y todo lo demás, ya nos gastamos una fortuna en carne. No, lo siento pero no hay ni que pensar en traer un perro más.

En vano argumenté que matarían al cachorrito si no hacíamos algo por impedirlo. Mamá se mantuvo inflexible. Sólo había una posibilidad. Yo tenía comprobado que mi madre, frente a una pregunta hipotética como «¿Te gustaría tener una nidada de colirrojos?», automática y tajantemente respondía «No»; pero, frente a la nidada de polluelos, ineluctablemente se ablandaba y decía que sí. Así que lo único que se podía hacer era enseñarle el cachorro; seguro que no se resistía a la vista de sus cejas y sus patitas doradas. Mandé un recado a las Kondos preguntando si me podían dejar el cachorro para enseñárselo a Mamá, y una de las gordas, muy atenta, lo subió al día siguiente. Pero al abrir el paño donde lo traía envuelto descubrí con pesar que Mama Kondos se había equivocado de perro. Se lo expliqué a la hija, y ella me dijo que no podía hacer nada porque iba camino del pueblo; mejor sería que fuera yo a ver a su madre, y añadió que me diera prisa, porque Mama Kondos había comentado que aquella misma mañana se desharía de los demás cachorros. Precipitadamente monté a Sally y salí al galope por el olivar.

Al llegar a la granja me encontré a Mama Kondos sentada al sol trenzando blancas y nudosas ristras de ajo, en medio de las gallinas que escarbaban y cloqueaban satisfechas. Cuando me hubo abrazado, interrogado acerca de mi salud y la de mi familia y obsequiado con un plato de higos, saqué al cachorro y expliqué el motivo de mi visita.

—¿No era éste? —exclamó, contemplando al perrillo vociferante e hincándole el dedo índice—. ¿No era éste? Mira que soy tonta. Po, po, po, po, estaba tan convencida de que el que querías era el de las cejas blancas.

—¿Había matado a los demás?, pregunté ansioso.

—Ah, sí —dijo distraídamente, todavía con la mirada fija en el cachorro—. Sí, esta mañana temprano.

—Bueno, —dije con resignación, pues ya que me había quedado sin el cachorro con el que me había encaprichado, me llevaría al superviviente.

—No, a ver si te puedo dar el que querías —dijo ella, y poniéndose en pie fue a coger un azadón.

¿Cómo que me podía dar el cachorrito si los había matado? A lo mejor pensaba recuperar el cadáver, pensé, y eso no me apetecía nada. Estaba a punto de decírselo cuando ella, refunfuñando en voz baja, salió trotando hacia una parcela próxima a la casa, donde los tallos de la primera cosecha de maíz se erguían rubios y quebradizos sobre la tierra resquebrajada por el sol. Una vez allí buscó un momento con la mirada y se puso a cavar. Al segundo golpe de azadón desenterró tres cachorros dando gritos y pedaleando frenéticos, con las orejas, los ojos y las rosadas bocas llenas de tierra.

Yo me quedé petrificado de espanto. Ella examinó los cachorros que había desenterrado, vio que el que yo quería no estaba entre ellos, los tiró al suelo y se puso otra vez a cavar. Sólo entonces tomé plena conciencia de lo que había hecho Mama Kondos. Sentí como si en el pecho me reventara una gran burbuja roja de odio, y por las mejillas me corrieron lágrimas de rabia. De mi no exiguo repertorio de insultos en griego saqué lo peor que pude encontrar, y lanzándoselos a Mama Kondos a voz en grito le di tal empellón que se cayó sentada entre el maíz, estupefacta. Yo agarré el azadón sin dejar de soltar las maldiciones de todo santo y deidad que me venía a la mente, y deprisa pero con cuidado desenterré a los restantes cachorros medio asfixiados. Mama Kondos estaba tan atónita ante mi súbita transición de la calma a la ira que no acertaba a decir nada, y no hacía más que mirarme con la boca abierta. Sin más ceremonias me metí los cachorros dentro de la camisa, recogí a Lulu y al cachorro que le habían dejado, y me largué a lomos de Sally, volviéndome aún para maldecir a Mama Kondos, que ya se había puesto en pie y corría detrás de mí, gritando: «Pero corazón mío, ¿qué ha pasado? ¿Por qué lloras? ¡Llévatelos todos si quieres! ¿Qué te pasa?».

Irrumpí en casa sofocado, lloroso, cubierto de barro, con la camisa reventando de cachorros y Lulu trotando a mis pies, entusiasmada por aquella salida súbita e imprevista con sus retoños. Mamá, como de costumbre, estaba encerrada en la cocina preparando diversas exquisiteces para Margo, que volvía de un recorrido por la Grecia continental con el que había querido hallar consuelo de su último amor desgraciado. Mi madre escuchó mi relato incoherente e indignado del enterramiento en vida de los cachorros y reaccionó con el debido horror.

—¡Qué barbaridad! —exclamó con indignación—. ¡Estos campesinos! ¡Cómo podrán ser tan crueles! ¡Enterrarlos vivos! En la vida he oído mayor salvajada. Has hecho muy bien en salvarlos, hijo. ¿Dónde están?

Me abrí la camisa como quien se hace el hara-kiri, y una cascada de cachorrillos se derramaron retorciéndose sobre la mesa de la cocina, y allí empezaron a explorar el terreno a ciegas y dando chillidos.

—¡Por favor, Gerry, en la mesa no, que estoy amasando! —dijo Mamá—. ¡Este niño! Sí, muy bien, pues aunque sea tierra limpia no quiero encontrármela en las empanadas. Ve por una cesta.

Busqué una cesta y metimos en ella a los perritos. Mamá los miró atentamente.

—¡Pobrecillos! —dijo—. Pero si son muchísimos.
¿Cuántos
? ¡Once! Pues no sé qué vamos a hacer con ellos. No podemos quedarnos con once perros además de los que ya tenemos.

Me apresuré a decir que ya lo tenía todo pensado: en cuanto los cachorros fueran un poco mayores les buscaríamos casa. Añadí que para entonces Margo estaría de vuelta y me podría echar una mano; así tendría algo que hacer y dejaría de pensar en el sexo.

—¡Pero Gerry! —dijo Mamá escandalizada—. No debes decir eso. ¿De dónde has sacado semejante cosa?

Expliqué que Larry había dicho que lo que le hacía falta a Margo era dejar de pensar en el sexo, por lo cual imaginaba yo que la llegada de los cachorros obraría tan deseable efecto.

—Pues no debes decir esas cosas —dijo Mamá—. Larry no tiene ningún motivo para hablar de esa manera. Lo que pasa…, lo que pasa es que Margo es un poco… emotiva, sencillamente. Pero eso no tiene nada que ver con el sexo; es una cosa
muy
distinta. ¿Qué pensaría cualquiera que te oyera? Anda, vete a poner los cachorritos en algún sitio donde estén seguros.

Conque me llevé a los cachorros a un olivo conveniente cerca del porche, até a Lulu al mismo y los lavé con un paño húmedo. Lulu, dictaminando que una cesta era sitio muy cursi para criar a una carnada, inmediatamente excavó una madriguera entre las acogedoras raíces del árbol y con mucho cuidado trasladó allí a sus cachorros uno por uno. Yo me pasé más tiempo lavando a mi cachorro especial que a los otros, cosa que a él le molestó mucho, y me puse a pensar qué nombre le pondría. Al final decidí llamarlo Lázaro, o Laz para abreviar. Le deposité cuidadosamente al lado de sus hermanos y me fui a cambiarme la camisa manchada de tierra y pis.

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