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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (7 page)

BOOK: El jinete polaco
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Venían por alguien que acababa de tener una mala muerte en la Casa de las Torres, oyeron decir, a través del pozo, en el patio de los vecinos. Durante la noche algunos habían oído una sorda explosión que estremeció los cristales de todas las ventanas y que atribuyeron por costumbre a aquellas bombas olvidadas que seguían estallando traidoramente en los descampados y en los solares de ruinas. Venían por un albañil que se había ahorcado, le contó a Leonor Expósito una mujer que se detuvo un instante junto a la ventana y siguió corriendo para unirse al grupo temeroso que ya se estaba formando alrededor de la Macanca y que se abrió para dar paso al coche de don Mercurio tan respetuosamente como si hubiera llegado el trono de una procesión. Alguien dijo que el albañil no se había quitado la vida, sino que se partió el cuello al caer de un andamio, y que al principio lo creyeron muerto y por eso mandaron a llamar a la Macanca, pero que luego notaron que le quedaba un hilo de vida y a toda prisa avisaron a don Mercurio, pues no había otro médico en Mágina que pudiera remediar un caso tan desesperado. Y mi madre y mi bisabuelo supieron que había aparecido el coche de don Mercurio en la plaza de San Lorenzo porque hasta ellos llegó, por encima de los bardales y los emparrados, la canción que le cantaban los niños cuando lo veían acercarse.

—Tras, tras. —¿Quién es?/

—EI médico jorobeta

que viene por la peseta

de la visita de ayer.

Esa misma canción la había cantado mi abuela Leonor cuando era niña, y ya entonces parecía tan antigua como el romance de doña María de las Mercedes: aún perduraba en mi infancia, veinte años después de la muerte del médico, que ya debía de ser nonagenario cuando se descubrió la momia de la mujer emparedada. Pero me han contado que lo más raro no era la ligereza de simio disecado y mecánico con que se movía ni la precisión infalible de sus diagnósticos, sino su lejanía del presente, sus trajes y sus modales y su capa de principios de siglo, el coche de caballos llamados estrafalariamente
Verónica
y Bartolomé con que recorría la ciudad fuera de día o de noche, pues por muy a deshoras que alguien acudiera en su busca siempre lo encontraba como recién vestido y dispuesto, el plastrón negro ceñido al cuello alto de celuloide, la capa de terciopelo con vueltas rojas y el maletín al alcance de la mano, el caballo y la yegua enganchados al tiro y el cochero somnoliento y veloz murmurando por lo bajo acerca de la mala vida que le daba don Mercurio, pero siempre vestido con su guardapolvo verde y su gorra de plato, que se quitaba con respeto de sacristán al entrar en una casa donde yaciera un muerto o un enfermo muy grave. Según mi abuelo Manuel, don Mercurio había inventado una pócima que le garantizaba la inmortalidad. Desde uno de los balcones del primer piso, oculta tras las macetas de geranios, mi madre se acuerda de que pudo ver al fondo de la plaza, junto al portalón de la Casa de las Torres, cómo aquel anciano pulcro, diminuto y torcido, saltaba del coche como un muelle antes de que Julián extendiera el estribo, y le dio miedo, aun tan de lejos, su cara tan pálida y la orografía de su cráneo pelado, que el médico, de quien se decía que fue en su juventud un seductor fulminante de señoras del gran mundo, cubrió en seguida con una chistera, tocándose el ala con una discreta inclinación para saludar al inspector Florencio Pérez, al forense y al escribiente del juzgado, que habían salido del interior de la Casa de las Torres para recibirlo. Amarillo y alto como una estatua que nadie se atrevía a mirar, el conductor de la Macanca fumaba en su pescante, mirando al cochero de don Mercurio desde su insana soledad de verdugo o de reo y sin duda comparándose a él con rencor. Dos guardias de uniforme gris empujaban hacia atrás a las vecinas más audaces o más maledicentes, y entre ellas daba saltos de mono y gritos de papagayo el sabandija Lagunillas, que muchos años después, cumplidos los ochenta, canijo e imberbe como un niño disecado, dio en el antojo de casarse, y puso anuncios en Singladura solicitando una novia joven, honesta y hacendosa, y mintiendo tan descaradamente acerca de su propia edad y su buena presencia que cuando una viuda incauta respondió al anuncio, fue a visitarlo y lo vio en el portal mugriento de su casa, echó a correr hacia la calle del Pozo como si huyera de un fantasma. Las vecinas ansiosas de novedad se encararon a los guardias, pero el portalón se cerró con una definitiva resonancia de lápida y nadie pudo averiguar nada hasta varias horas después, cuando la guardesa, desobedeciendo las órdenes de la policía, contó en la cola de la fuente del Altozano que en una cripta de aquel palacio abandonado desde hacía medio siglo había aparecido el cuerpo incorrupto de una muchacha. Guapísima, dijo la guardesa, como una artista de cine, y rápidamente se corrigió, como una estampa de la Virgen, vestida de dama antigua, morena, con tirabuzones, con un vestido de terciopelo negro, con un rosario entre las manos, una santa martirizada en secreto, emparedada en el sótano más hondo de la Casa de las Torres, tras un muro de ladrillo que la explosión de una granada derribó por azar. Y añadió en días sucesivos, en las colas populosas de la fuente y en los lavaderos de la muralla, que ahora se explicaba las voces que algunas veces la sobresaltaron por las noches, susurros y llantos como de ánima del purgatorio que ella atribuía al miedo de vivir sola en aquel caserón con torreones y saeteras de castillo y que no eran sino avisos de la santa que la estaba llamando. Gabriela, ven, le decía la voz, Gabriela, que estoy aquí, pero ella, cobarde, no quería escuchar y escondía la cabeza debajo de la almohada, y no se lo contaba a nadie para que no la tomaran por loca. Una vez, en la fuente del Altozano, mi madre oyó a la guardesa imitando la voz de la santa, prolongando con una cadencia fúnebre el final de las palabras, como en los seriales de la radio, y aquella noche, en su dormitorio, desde cuya ventana podía ver a la luz de la luna la fachada de la Casa de las Torres y las sombras oblicuas de las gárgolas, le pareció que a ella también le llegaba la queja de aquella voz, y se imaginó que la oscuridad donde permanecían abiertos sus ojos era la del sótano donde la muchacha fue emparedada. Recordó que la explosión había retumbado en el subsuelo de la plaza una hora antes del amanecer, pero no con un estrépito como el de las bombas que arrojaban los aviones, sino más bien como la onda expansiva de un terremoto, y se extinguió tan rápido que muchos que dormían creyeron al despertarse que la habían sonado. La guardesa dijo que fue derribada violentamente de la cama y que vio estremecerse sobre su cabeza la bóveda de piedra de la habitación donde dormía, y salió a los corredores invadidos de escombros temiendo morir sepultada bajo el caserón que tal vez ahora sí se hundiría definitivamente, después de más de cuarenta años de abandono y tres de bombardeos. Pero cuando bajó al patio ya se había restablecido el silencio, y no advirtió ninguna modificación en el aspecto usual de sus ventanas sin cristales y sus arcos en ruinas, de modo que también habría creído en la posibilidad de un sueño o de un breve terremoto si no hubiera visto surgir de la boca de uno de los sótanos una columna de polvo tintado de violeta por la luz difusa del amanecer.

Era una serial, dijo luego, no a don Mercurio ni a los policías, de cuya piedad desconfiaba, sino a las vecinas que durante unas semanas volvieron a dar crédito a sus narraciones absurdas, un signo del cielo, un aviso de la santa que no quería seguir más tiempo oculta a la veneración de los católicos, y al notar con vanidad la expectación de las mujeres que por escucharla ya ni se cuidaban de vigilar su turno en la cola de los cántaros revivía aquel amanecer en que vio levantarse la columna de polvo o de humo y se armó de valor para caminar hacia el arco que daba paso a los sótanos, a donde nadie, que ella supiera, había bajado en más de medio siglo, desde que abandonó la casa el último superviviente de la familia que la había poseído durante cuatrocientos años y sólo quedó en ella la antigua guardesa, su madre, de quien heredó no sólo el puesto, sino hasta la condición temprana de viuda y la tendencia a una solitaria excentricidad gradualmente contaminada de beatería y de locura. Pero no era cobarde, no podía serlo viviendo como vivía en aquel laberinto de corredores con techumbres de maderámenes podridos en los que anidaban murciélagos, de patios con pozos ocultos bajo la maleza y salones de bailes y túneles frecuentados por gavillas de ratas tan saludables y veloces como conejos, siempre sola, con un racimo de llaves grandes como aldabas atado a la cintura con una cuerda de cáñamo que parecía un cíngulo de penitencia, rodeada de gatos feroces y leales, alumbrándose de noche con un fanal de barco, pues no tenía luz eléctrica más que en las habitaciones de la torre sur que le servían de vivienda. Antes de bajar a los sótanos para buscar el origen del humo o de la voz que la llamaba se echó sobre los hombros una especie de tabardo austrohúngaro exhumado tal vez de un arcón donde se guardaban los disfraces de carnavales remotos, se enfundó unas grandes botas de agua que fueron de su difunto y cogió el farol y un cayado de vaquero que más de una vez le había servido para amenazar a los niños que se colaban en la casa jugando al castillo de irás y no volverás y a los vagabundos que saltaban las bardas de los corrales traseros con la intención de refugiarse de una noche de frío o de lluvia. Tanteando con el cayado los peldaños desiguales bajó muy cautelosamente hasta adentrarse en una estancia subterránea que tenía bóvedas como de aljibe y en la que se oían con precisión siniestra los arañazos y roces de las grandes ratas que escapaban hacia los rincones en sombras. A pesar de su hondura y de las tinieblas, el sótano no olía a humedad, sino a aire seco y rancio, como el interior de un armario cerrado durante mucho tiempo, y cuando la guardesa deshacía las telarañas que le cerraban el paso la sofocaba el polvo cernido y picante que se desprendía de ellas.

Pero a medida que se adentraba en el pasillo central de los sótanos a lo que empezó a oler más intensamente fue a pólvora, y luego, casi en el último recodo, olió a sangre y vio con asco una cosa peluda y sangrienta adherida a la pared y tardó un segundo en darse cuenta de que era la cabeza arrancada de un gato: algo más allá estuvo a punto de pisar una masa de vísceras que todavía palpitaban, y aproximando la luz al muro cóncavo de granito vio manchas dispersas de sangre y jirones de carne trizada y fragmentos de madera y de metal humeante. Entonces se acordó: hacía un par de años, unos soldados vinieron a la Casa de las Torres diciendo que traían órdenes de convertirla en cuartel o almacén, se bajaron de una camioneta mostrándole un papel manchado de aceite y de mugre y empezaron a descargar cajas y a alborotárselo todo. Pero ella los amenazó con su cayado y le dio un golpe tremendo en el lomo a uno de los hombres de uniforme, que se negaba a hacerle caso, y les gritó tales maldiciones que la cara se le descompuso hasta parecerse a las gárgolas de los aleros. Los soldados se reían de ella, pero sólo eran tres y es posible que no supieran manejar las armas que llevaban y que ni siquiera estuviesen cargadas. Recogieron a toda prisa las cajas y se apresuraron a subir a la camioneta, perseguidos por la porra infalible y las maldiciones de la guardesa, y la pusieron en marcha jurándole que volverían para fusilarla. No esperó a verlos irse: cerró el portón con tres vueltas de llave y aseguró los cerrojos y la tranca tan gruesa como un palo mayor, menos feliz por su victoria que irritada por el descaro de aquellos intrusos que ni siquiera se vestían como los militares de verdad. Pero de una de las cajas se les había caído una granada de mano, y ella, después de examinarla con atención y un poco de pavor, la guardó lo más hondo que pudo, en el último sótano, imaginando tal vez que podría usarla para defenderse si regresaban los soldados, encastillándose en la Casa de las Torres como el señor feudal que la edificó, un turbulento condestable Dávalos que se había sublevado contra el emperador Carlos V en tiempos de los comuneros. Y cuando más olvidada tenía el arma de su improbable resistencia, uno de los gatos salvajes que la obedecían como halcones de presa habría pisado o mordido la espoleta de la granada de mano y provocado la explosión que lo desintegró instantáneamente, que conmovió los cimientos de la Casa de las Torres y derribó parte de un muro de argamasa y adobe que tapaba el rincón más oculto del sótano, descubriendo a la luz del farol una cara blanca y polvorienta que parecía flotar en la penumbra, como la cara de un fantasma que surge de noche en un cristal, como una virgen de cera vislumbrada al fondo de un capilla donde arden débilmente los cirios. Me estaba mirando como si se hubiera asomado al hueco de la pared, dijo la guardesa, me miraba y me decía que no me asustara, que ella era muy buena y no iba a hacerme nada. Porque si al principio dijo que le pareció haber oído en sueños la voz de la santa, después fue agregando detalles que magnificaban el milagro, y la voz soñada se convirtió en una voz real que huía de los labios sellados, muy suave, como el susurro desfallecido de una enferma, no en vano había pasado la santa diez o doce siglos escondida en la oscuridad, sentada en un sillón como una dama de visita, con los ojos azules abiertos y fijos en el muro, inmóviles en un insomnio eterno, deslumbrados unas horas después por el magnesio de Ramiro Retratista, que perpetuó sus pupilas alucinadas y muertas en las fotografías para que ahora yo pueda mirarlas y viaje como en una secreta máquina del tiempo a una plaza sombreada de álamos que ya no existen y reconozca y recuerde voces que suenan en la infancia de mis padres y ecos de llamadores golpeando puertas de casas en las que no vive nadie desde hace muchos años.

Las voces perdidas de la ciudad, los testigos tenaces, postergados, desconocidos, los que contaron y guardaron silencio, los que dedicaron años al recuerdo o al odio y los que eligieron la apostasía y el olvido: esquelas mortuorias colgadas en los escaparates de los comercios de la plaza del General Orduña y de la calle Nueva, ancianos aburridos que juegan al dominó y conversan bajo el estrépito de un televisor en el hogar del pensionista, que toman el sol en los jardines devastados de la Cava, pisando cristales de botellas rotas y jeringuillas de plástico, o dormitan junto al brasero en comedores con muebles de tapicería sintética o en los pasillos lóbregos del asilo, voces recordadas de muertos y caras impasibles de muertos en vida. Voces de Mágina que nadie escuchará, que se van extinguiendo una por una como las luces de las calles después del amanecer, rostros salvados del cataclismo lento del tiempo por la vana lealtad de Lorencito Quesada y su inepto entusiasmo y por la cámara de Ramiro Retratista, que guardó en un baúl todas sus fotografías innumerables y lo entregó al comandante Galaz como si presintiera la inminencia de un naufragio, como quien entierra un tesoro antes de huir de una ciudad amenazada.

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