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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (5 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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A la mañana siguiente, el padre pasó a recogerle en su Mercedes. Hacia las once entraron en la autopista A20, una de las más bellas de Francia, una de las que atraviesan los más armoniosos paisajes rurales; la atmósfera era diáfana y suave, con un poco de bruma en el horizonte. A las tres de la tarde pararon en un área de servicio, un poco antes de La Souterraine; a petición de su padre, mientras éste llenaba el depósito, Jed compró un mapa de carreteras «Michelin Departamentos» de la Creuse, Haute-Vienne. Fue allí, al desplegar el mapa, a dos pasos de los bocadillos de pan de molde envueltos en celofán, donde tuvo su segunda gran revelación estética. Era un mapa sublime; Jed, alterado, empezó a temblar delante del expositor. Nunca había contemplado un objeto tan magnífico, tan rico de emociones y de sentido, como aquel mapa Michelin a escala 1/150.000 de la Creuse, Haute-Vienne. En él se mezclaban la esencia de la modernidad, de la percepción científica y técnica del mundo, con la esencia de la vida animal. El diseño era complejo y bello, de una claridad absoluta, y sólo utilizaba un código de colores restringido. Pero en cada una de las aldeas, de los pueblos representados de acuerdo con su importancia, se sentía la palpitación, el llamamiento de decenas de vidas humanas, de decenas o centenares de almas, unas destinadas a la condenación, otras a la vida eterna.

El cuerpo de la abuela descansaba ya en un ataúd de roble. Envuelta en un vestido oscuro, tenía los ojos cerrados y las manos unidas; los empleados de la funeraria sólo esperaban a que llegasen ellos para cerrar la tapa. Les dejaron solos en la habitación durante unos diez minutos.

—Es mejor para ella… —dijo el padre, al cabo de un rato de silencio. Sí, probablemente, pensó Jed—. Creía en Dios, ya sabes —añadió el padre, tímidamente.

Al día siguiente, durante la misa del funeral, a la que asistió todo el pueblo, y después delante de la iglesia cuando recibían el pésame, Jed se dijo que su padre y él estaban notablemente adaptados a aquel tipo de circunstancias. Pálidos y cansados, los dos vestidos con un traje oscuro, no les costaba nada expresar la gravedad, la tristeza resignada propias de la ocasión; incluso apreciaban, sin poder suscribirla, la nota de discreta esperanza que aportó el cura: él también anciano, un
veterano
de los entierros, que debían de ser su actividad principal, habida cuenta de la edad de la población.

Al volver hacia la casa, donde habían servido el vino de honor, Jed se percató de que era la primera vez que asistía a un entierro serio,
a la vieja usanza
, un entierro que no pretendía escamotear la realidad del fallecimiento. En París había asistido varias veces a incineraciones; la última fue la de un compañero de Bellas Artes, que había muerto en un accidente aéreo durante sus vacaciones en Lombok; le había sorprendido que algunos de los presentes no hubieran apagado el móvil en el momento de la cremación.

Su padre se marchó justo después, a la mañana siguiente tenía una cita profesional en París. El sol se ponía, las luces traseras del Mercedes se alejaban en dirección a la carretera nacional y Jed volvió a pensar en Geneviéve. Habían sido amantes durante algunos años cuando él estudiaba Bellas Artes; en realidad, había perdido la virginidad con ella. Geneviéve era malgache y le había hablado de las curiosas costumbres de exhumación practicadas en su país. Una semana después de la muerte desenterraban el cadáver, deshacían las sábanas en que estaba envuelto y tomaban una comida en su presencia, en el comedor de la familia; a continuación volvían a sepultarlo. Repetían el ritual un mes más tarde, luego tres meses después, ya no se acordaba muy bien pero le parecía que había no menos de siete exhumaciones sucesivas, la última se desarrollaba un año después del óbito, antes de que al difunto se le considerase definitivamente muerto y pudiera acceder al eterno descanso. Este ceremonial de aceptación de la muerte y de la realidad física del cadáver era exactamente lo contrario de la sensibilidad occidental moderna, se dijo Jed, y fugazmente lamentó haber dejado que Geneviéve saliese de su vida. Era dulce y apacible; él sufría en aquella época unas migrañas oftálmicas terribles y ella se quedaba horas a su cabecera sin aburrirse, le preparaba la comida y le llevaba agua y medicinas. También de temperamento era bastante
caliente
, y en el aspecto sexual le había enseñado todo. A Jed le gustaban sus dibujos, que se inspiraban un poco en los grafitis, pero se distinguían de ellos por el aire infantil, alegre, de los personajes, y también por una letra más redondeada y por la paleta que usaba: mucho rojo cadmio, amarillo indio, tierra de Siena natural o quemada.

Para pagarse los estudios, Geneviéve
comerciaba
con sus encantos, como se decía en otro tiempo; a Jed le parecía que esta expresión obsoleta le convenía más que la palabra anglosajona
escort
. Cobraba doscientos cincuenta euros por hora, con un suplemento de cien euros por el anal. Él no tenía nada que objetar a esta actividad y hasta le propuso hacer unas fotos eróticas para mejorar la presentación de su página web. O bien los hombres son a menudo celosos, y a veces tremendamente celosos, de los
ex
de sus amantes, y se preguntan con angustia durante años, y a veces hasta su muerte, si no sería
mejor
con el otro, si el otro no las hacía
gozar
más, o bien aceptan con facilidad, sin el menor esfuerzo, todo lo que su mujer haya podido hacer en el pasado ejerciendo una actividad de prostituta. Desde el momento en que se realiza mediante una transacción económica, toda actividad sexual está disculpada y se vuelve inofensiva, y en cierto modo está santificada por la antigua maldición del trabajo. Según los meses, Geneviéve ganaba entre cinco y diez mil euros dedicando sólo algunas horas por semana. Exhortaba a Jed a aprovecharlo, le instaba a que «se dejase de melindres», y varias veces se tomaron juntos unas vacaciones de invierno, en la Isla Mauricio o en las Maldivas, pagadas íntegramente por ella. Era tan natural, tan jovial que él nunca sintió el más mínimo apuro, nunca se sintió, ni siquiera una pizca, en la piel de un
macarra
.

Sintió, en cambio, una auténtica tristeza cuando ella le comunicó que se iba a vivir con uno de sus clientes asiduos, un abogado de treinta y cinco años cuya vida era calcada, según lo que ella le dijo a Jed, a la de los abogados de negocios descritos en los thrillers de abogados de negocios, que suelen ser norteamericanos. Sabía que ella mantendría su palabra, que sería fiel a su marido, y por eso, cuando ella franqueó por última vez la puerta de su estudio, él supo que sin duda no volvería a verla. Quince años habían transcurrido desde entonces; su marido era seguramente un marido satisfecho y ella una feliz ama de casa; estaba seguro de que sus hijos, sin conocerlos, eran amables y bien educados, y que obtenían excelentes resultados escolares. Los ingresos del marido, abogado de negocios, ¿serían ahora superiores a los honorarios artísticos de Jed? Era una cuestión de difícil respuesta, pero quizá la única que valía la pena plantearse. «Tú tienes vocación de artista, quieres serlo realmente…», le había dicho ella en su último encuentro. «Eres pequeñito, eres una monada, todo grácil, pero tienes la voluntad de hacer algo, tienes una ambición enorme, lo vi al instante en tu mirada. Yo hago esto…» (señaló con un gesto evasivo y circular sus dibujos al carboncillo, clavados en la pared), «hago esto sólo por divertirme.»

Él había guardado algunos dibujos de Geneviéve y seguía pensando que poseían un verdadero valor. A veces se decía que el arte debería quizá parecerse a aquello, a una actividad inocente y alegre, casi animal, había habido opiniones en este sentido, «pinta como un pintor de verdad», «pinta como el pájaro canta», y quizá el arte llegara a ser así en cuanto el hombre hubiera sobrepasado la cuestión de la muerte, y quizá ya hubiese sido así en algunos períodos, por ejemplo en el caso de Fra Angélico, tan próximo al paraíso, tan convencido de la idea de que su estancia en la tierra no era sino una preparación temporal, brumosa, para la vida eterna al lado de su señor Jesucristo.
Y ahora estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo
.

El día siguiente al entierro recibió la visita del notario. No habían hablado al respecto con su padre, Jed se dio cuenta de que ni siquiera habían abordado el asunto —a pesar de que era el motivo principal de su viaje—, pero le pareció inmediatamente evidente que no había que vender la casa, ni siquiera sintió la necesidad de telefonear a su padre para consultarle. Se sentía bien en ella, se había sentido a gusto enseguida, se podía vivir en aquella vivienda. Le gustaba la torpe yuxtaposición entre la parte renovada, con las paredes recubiertas por un enlucido aislante de color blanco, y la parte antigua, de paredes de piedra desigualmente ajustada. Le gustaba la puerta de batiente que era imposible cerrar y daba a la carretera de Guéret, y la enorme estufa de la cocina, que admitía leña, carbón y sin duda cualquier clase de combustible. En aquella casa estaba tentado de creer en cosas como el amor, el amor recíproco de pareja que infunde a las paredes cierto calor, un calor suave que se transmite a los futuros ocupantes y les insufla la paz del alma. Visto así, bien habría podido creer en los fantasmas, en cualquier cosa.

De todas formas, el notario no tenía intención alguna de animarle a que la vendiera; confesó que sólo dos o tres años antes habría pensado de otra manera. Por entonces, los
traders
ingleses, los jóvenes-viejos
traders
ingleses retirados, tras haber invertido en la Dordoña, se extendían por capas hacia Burdeos y el Macizo Central, y avanzaban rápidamente apoyándose en las posiciones adquiridas, y habían hecho ya inversiones en el Limousin central; en breve cabía esperar su llegada a la Creuse y el consiguiente encarecimiento de los precios. Pero la caída de la bolsa de Londres, la crisis de las subprimes y el colapso de los valores especulativos habían vuelto las tornas: lejos de pensar en acondicionar residencias de encanto, los jóvenes-viejos
traders
ingleses pasaban ahora no pocos apuros para pagar las letras de su casa de Kensington y, por el contrarío, cada vez pensaban más en
revender
: en una palabra, los precios se habían derrumbado. Ahora —al menos era el diagnóstico del notario— habría que esperar la llegada de una nueva generación de ricos cuya riqueza fuese más sólida, asentada en una producción industrial; podrían ser chinos, vietnamitas, qué sabía él, pero en cualquier caso lo mejor por el momento era mantener la casa tal como estaba, hacer a lo sumo algunas mejoras siempre respetuosas con la tradición artesanal local. Era, por otra parte, inútil introducir innovaciones valiosas como una piscina, un jacuzzi o una conexión Internet de banda ancha; los nuevos ricos, en cuanto comprasen la casa, siempre preferirían ocuparse ellos mismos de modificarla, el notario era totalmente firme en este punto, hablaba por experiencia, llevaba cuarenta años ejerciendo.

Cuando su padre volvió a buscarle, el fin de semana siguiente, todo estaba arreglado, todo en orden y resuelto, las legados estipulados por el testamento ya habían sido repartidos a los vecinos. Tenían el sentimiento de que su madre y abuela podía
descansar en paz
, como se suele decir. Jed se distendió en el asiento de cuero de napa mientras el modelo S enfilaba la entrada de la autopista con un ronroneo de satisfacción mecánica. A lo largo de dos horas atravesaron a una velocidad moderada un paisaje de tonos Otoñales, hablaron poco pero Jed tenía la impresión de que se había establecido entre ellos una especie de entendimiento, un acuerdo sobre la forma general de abordar la vida. Cuando ya se aproximaban al cruce de Melun-Centre comprendió que durante aquella semana había vivido un paréntesis apacible.

III

Se había dicho a menudo que la obra de Jed Martin nacía de una reflexión fría, distanciada, sobre el estado del mundo, y le habían erigido en una especie de heredero de los grandes artistas conceptuales del siglo anterior. Se hallaba, sin embargo, en un frenesí nervioso cuando al regresar a París compró todos los mapas Michelin que pudo encontrar: un poco más de ciento cincuenta. Enseguida advirtió que los más interesantes pertenecían a la serie «Michelin Regiones», que cubrían una gran parte de Europa, y sobre todo, «Michelin Departamentos», que se limitaba a Francia. Dando la espalda a la fotografía argéntica, que hasta entonces había practicado exclusivamente, se compró un respaldo digital Betterlight 6000-HS que permitía la captura de ficheros 48 bits RGB en un formato de 6.000 x 8.000 píxeles.

Durante casi seis meses salió muy poco de casa, salvo para dar un paseo cotidiano que le llevaba hasta el hipermercado Casino del boulevard Vincent-Auriol. Sus contactos con los demás alumnos de Bellas Artes, que ya eran escasos en la época en que estudiaba allí, se espaciaron hasta desaparecer totalmente, y le sorprendió recibir a principios del mes de marzo un e-mail que le proponía participar en una exposición colectiva,
Siempre corteses
, que iba a organizar en mayo la fundación empresarial Riturd. Aceptó, con todo, a vuelta de correo, sin caer en la cuenta de que su distanciamiento casi ostensible era justamente lo que había creado a su alrededor un aura de misterio, y de que muchos de sus antiguos condiscípulos tenían ganas de saber qué se traía entre manos.

La mañana de la inauguración se percató de que no había pronunciado una palabra desde hacía casi un mes, aparte del «no» que todos los días le repetía a la cajera (cierto que rara vez era la misma) que le preguntaba si tenía la tarjeta Club Casino; pero se encaminó de todos modos hacia la rue Boissy-d'Anglas. Habría unas cien personas, en todo caso los invitados se contaban por decenas, y tuvo al principio un asomo de inquietud al comprobar que no reconocía a nadie. Por un instante temió haberse equivocado de exposición, pero su tiraje fotográfico estaba allí, colgado en una pared del fondo y correctamente iluminado. Después de haberse servido un vaso de whisky dio varias veces la vuelta a la sala, siguiendo una trayectoria elipsoidal y fingiendo más o menos que estaba absorto en sus reflexiones, cuando en realidad su cerebro no conseguía formular ningún pensamiento, aparte de la sorpresa de que la imagen de sus compañeros hubiese desaparecido tan completamente de su memoria, borrada, borrada radicalmente; era para preguntarse si él pertenecía a la especie humana. Al menos habría reconocido a Geneviéve, sí, estaba seguro de que hubiera reconocido a su antigua amante, era una certeza a la que podía aferrarse.

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