El médico de Nueva York (7 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—Maldita seas, ¿dónde demonios te has perdido?

Tonneman se volvió hacia Jamie, despertando de su ensueño.

—No pudo ser un criado —comentó Jamie con tono enérgico—. Esa ropa interior era muy cara.

Tonneman asintió con la cabeza.

—Tenía un protector.

—Sí.

—Quizá fue él quien le cortó la cabeza.

Jamie se sirvió un poco más de oporto.

—¡Por fin!

10

Miércoles 15 de noviembre. Tarde

Por la tarde salió el sol, y la temperatura subió unos grados. La nieve comenzó a fundirse. Jamie permaneció sentado en el sillón de orejas, con los pies apoyados sobre un taburete delante de la chimenea; Tonneman se llevó a la habitación los últimos diarios de su padre.

Añadió otro leño al fuego, se sentó delante de la ventana y observó el viejo olmo a que tantas veces se había encaramado de pequeño. Las ramas del árbol, ahora desnudas, apenas si acariciaban esa parte de la casa; en verano, en cambio, proporcionaban una magnífica sombra, bajo la cual había pasado muchas tardes, primero solo, más adelante con Abigail.

El diario del mes de septiembre era el último. Lo abrió. Extrañamente, aparecían dos clases de letra distintas: una temblorosa y la otra firme. Tonneman sabía que eso era normal en la vejez, aunque no descartaba la posibilidad de que su padre, poco antes de morir, hubiese sufrido una parálisis.

Empezó a leer. Admiró la paciencia con que su padre había anotado cada día el nombre de los pacientes que visitaba
y
el tratamiento que les prescribía. El oporto
y
el fuego de la chimenea no tardaron en ejercer su efecto, y las palabras comenzaron a desdibujarse.

Quizá al cabo de sólo unos minutos despertó súbitamente y se sorprendió al ver una cara que lo observaba. Al oír un golpe seco seguido de un grito, se puso en pie de inmediato, aún adormilado.

Abrió la ventana y se asomó. Un chico yacía en la nieve bajo el olmo. Mientras bajaba por las escaleras, Tonneman no pudo evitar pensar que el chico se había subido al árbol para espiarle.

Salió por la puerta de la consulta y enseguida divisó al muchacho, aún bajo el árbol. Llevaba un gabán marrón demasiado holgado, unos calzones rojos rasgados y la cabeza cubierta con una gorra de lana roja. A su lado había una rama de olmo rota. Una ráfaga de aire helado hizo temblar a Tonneman. El chico, de unos diez u once años, parecía extranjero; mentón pequeño, labios rojos y piel morena le daban un aire exótico: quizá era español o italiano.

—Soy el doctor Tonneman. ¿Y tú quién eres?

No hubo respuesta.

—¿Entiendes el inglés?

Tampoco obtuvo respuesta.

—¿Estás bien?

—Perfectamente —contestó el chico con humildad.

Se sacudió la nieve de los brazos y las piernas e hizo ademán de salir corriendo. Pero se detuvo en seco
y
emitió un grito de dolor. Estaba claro que al caer se había lastimado el pie izquierdo.

El chico era ágil como un ciervo,
y
muy asustadizo. No dejaba de mirar a un lado y otro. Sus ojos reflejaban recelo, además de desafío. Recogió la rama de olmo. Tonneman se preguntó si la utilizaría como muleta o como arma.

—Acompáñame —indicó Tonneman, señalando con el dedo la consulta.

El muchacho caviló unos segundos y finalmente lo siguió cojeando. Ya dentro, Tonneman cogió la rama del olmo, la arrojó al suelo y subió al chico a la camilla. Apenas pesaba. Bajo el gabán marrón llevaba una camisa blanca limpia y un chaleco marrón; ambos, como el gabán, demasiado holgados.

Tonneman palpó el pie izquierdo. Las botas negras eran demasiado elegantes para un muchacho que trepaba a los árboles. El médico tiró de la bota. El chico hizo un gesto de dolor.

—Eres muy valiente.

Tras una mueca de burla y desprecio, el muchacho sonrió. Al fin consiguió quitarle la bota y luego el calcetín. El tobillo estaba hinchado y morado, pero no parecía fracturado, aunque seguramente permanecería inflamado varios días. El chico estuvo mirándolo fijamente todo el rato, en actitud estoica.

—Es sólo una torcedura.

—Ya lo sabía —replicó el muchacho con desparpajo.

—Te pondré un vendaje, y pronto podrás volver a trepar a los árboles —aseguró Tonneman mientras sonreía a esa carita solemne y vendaba el tobillo.

Cuando hubo terminado, el mozalbete levantó el pie para examinar el vendaje. Tras asentir con la cabeza, se puso el calcetín con cierta dificultad. Buscó la bota en el suelo. Tonneman se la tendió. El chico la cogió e intentó calzársela.

—Me temo que no podrás —observó Tonneman.

El muchacho lanzó un suspiro, introdujo la bota en el bolsillo del gabán y bajó de la camilla.

—¿No vas a decirme cómo te llamas?

El chico se mordió el labio, cogió la rama del olmo para usarla como muleta y se encaminó hacia la puerta de la consulta.

—¿Dónde vives? Te llevaré a casa.

—¡No! —exclamó, meneando la cabeza con vehemencia. Miró a Tonneman de hito en hito—. El doctor Tonneman murió.

—Yo soy el doctor John Tonneman, su hijo. He vuelto de Londres para quedarme.

—El doctor Tonneman era amigo mío. Me enseñaba medicina.

—Ya.

El muchacho lo miró indignado.

—¿No me crees?

—Por supuesto que sí. ¿Por qué no dejas que te lleve a tu casa? —inquirió Tonneman, extrañado por la hostilidad del chico.

Éste volvió a negar con la cabeza.

—Está bien. ¿Te apetece tomar una taza de chocolate antes de marcharte?

Los ojos del muchacho se iluminaron; acto seguido hizo ademán de irse.

—Gretel se enfadará conmigo.

—Tonterías. Gretel no suele enfadarse. Además, no olvides que «perro ladrador, poco mordedor». Te prometo que jamás ha devorado a un niño.

El mozalbete, no demasiado convencido, se encaminó despacio hacia la puerta, sin dejar de morderse el labio.

Tonneman encontró la manera de impedir que se marchara.

—Está bien, no le diré que es para ti. —Subió de nuevo al chico a la camilla, rama de olmo incluida—. Sé bueno y espérame aquí. Iré a buscar unas botas.

Era poco probable que las encontrara, puesto que unas botas de adulto resultarían demasiado grandes para ese pie pequeño, aun hinchado. De todos modos, Tonneman pensó que tal vez hallaría en el desván un par de cuando era joven.

Al pasar por el comedor encontró a Jamie sentado delante de la chimenea, roncando plácidamente. Se oían unos golpes intermitentes procedentes de la cocina. Entró y encontró a Gretel sentada a la rueca. En la lumbre descansaban ollas de diversos tamaños. El ama de llaves levantó la vista y dedicó una amplia sonrisa a Tonneman, mostrando así su blanca y fuerte dentadura. «La tiene perfecta», pensó él.

—¿Hilando? Creía que las telas de Inglaterra...

—Ja.
Por eso he vuelto a la rueca.

Tonneman, perplejo, no supo qué replicar.

—Soy una Hija de la Libertad —afirmó con orgullo—. Las Hijas cumplimos con nuestras obligaciones. Nos hemos puesto todas de acuerdo. Del mismo modo que en esta casa ya no se toma té, hemos decidido no comprar más tejidos ingleses, de manera que hilamos nuestras propias telas, por toscas que puedan quedar.

Sorprendido por la convicción con que hablaba la mujer, Tonneman procuró no sonreír.

—¿Desde cuándo participamos en política en esta casa? Seguramente mi padre...

—Tu padre era un buen hombre. —Gretel hacía girar la rueca con firmeza—. Sabía qué era justo y qué no. —Detuvo la rueca y se levantó para remover el aromático contenido de la más pequeña de las ollas—. He preparado un chocolate delicioso; hay bastante para ti y tu amigo.

—¿Y de dónde, si me permites preguntarlo, procede el chocolate?

—Ach
—masculló al tiempo que le daba una palmada en el trasero con su gordezuela mano—. Seguro que no de Inglaterra. —Probó un poco—.
Gut,
muy
gut
—concluyó y a continuación lanzó un profundo suspiro.

Tonneman cogió una taza de peltre del armario del rincón y se la tendió. Tras llenarla del líquido marrón y espeso, Gretel esperó, con las manos en las caderas, a que lo bebiera.

El sabor era riquísimo, y le produjo esa sensación de bienestar que solía experimentar de pequeño. Se preguntó si realmente su padre había impartido lecciones de medicina a ese chico, igual que había hecho con él cuando tenía esa edad.

—¿Gut? —inquirió Gretel, interrumpiendo esa sucesión de recuerdos.

—Sí, más que bueno.

Satisfecha, la mujer se secó las manos en el delantal, volvió a sentarse en la silla y puso la rueca en marcha.

Tonneman se encaminó hacia la puerta. De pronto se detuvo.

—Dime, ¿mi padre daba lecciones de medicina a alguien? ¿A un jovencito?

Gretel frunció el entrecejo.

—Había uno que siempre rondaba por aquí. Si te interesa mi opinión, era una especie de animal salvaje. —Paró la rueca—. ¿Por qué?

—No, por nada —se apresuró a contestar.

Se dirigió hacia la consulta llevando con mucho cuidado la taza de chocolate, que ya empezaba a enfriarse.

—Perdona por haber tardado tanto —dijo mientras abría la puerta—, pero creo que ha valido la pena...

Tonneman hablaba en una habitación vacía; el chico se había marchado...

11

Miércoles 15 de noviembre. A media tarde

El soldado Thomas Hickey, del Cuerpo de Voluntarios de Nueva York, vestido de paisano pero con el arma encima, guardó el mosquete antes de entrar en el almacén de Pearl Street, al sur de la isla de Manhattan. Sonreía. Acababa de ver al viejo Gunderson, su patrono, desmembrar una res muerta y aún conservaba el sensual olor de la sangre.

El lugarteniente Plunkett se hallaba de pie en medio de docenas de barriles. Hickey se preguntó qué contenían; seguro que pólvora no. Aspiró. Dedujo que los barriles contenían harina y pensó que con ella también podía hacerse negocio. Tendría que idear la mejor manera de robar esa partida de harina.

Hickey echó un vistazo alrededor. Todo indicaba que él y el lugarteniente se encontraban solos en el almacén. ¿Para qué demonios le había llamado ese bobo? ¿Acaso para obtener otro regalo del soldado acaudalado? ¿O se trataba, tal y como había insinuado el lugarteniente, de la misión especial?

De las sombras salió un hombre alto con la cara picada de viruelas. Tenía las piernas y los brazos muy largos, y el torso ancho. La cabeza, algo aristocrática, parecía pequeña en relación con el resto del cuerpo. Tenía los ojos azules y las cejas espesas; solía mantener siempre la boca cerrada para ocultar su fea dentadura y evitar así incomodar a su interlocutor.

Las ropas que lucía no tenían nada de especial, pero estaban bien confeccionadas; los únicos adornos del abrigo azul eran unas charreteras doradas. Llevaba calzones de ante, medias blancas y botas negras de piel. Tenía las manos grandes y curtidas como las de un campesino, oficio que antaño había practicado, aunque ahora era un caballero. Se calaba un sombrero de tres picos azul que semejaba más bien una corona.

Los años de instrucción habían enseñado a Hickey a distinguir cuándo había que dejar a un lado los sentimientos para concentrarse en el deber.

—General...

—¡Hickey! —exclamó Plunkett.

El caballero sonrió.

—¿Es que alguien ha colgado mi retrato en los árboles? Descanse, soldado. ¿Lugarteniente? —Su voz era profunda y grave—. Ni una palabra sobre la presencia de este caballero. Ni se te ocurra mencionar algún nombre. ¿Entendido?

—Entendido, señor.

—Este hombre ha venido para entrevistarse con cierto caballero en la taberna Cabeza de la Reina. Dado que sé que eres un soldado ejemplar y conoces los entresijos de esta ciudad, he decidido que seas tú quien se encargue de esta misión. Escoltarás a este caballero hasta la taberna y de vuelta. Él te dará más instrucciones en el carruaje que espera fuera. Le protegerás con tu vida. ¿Entendido?

—Entendido, señor.

—Aparte de ti, participarán en la misión otro soldado llamado Ned Smith y el conductor, un negro. Este caballero ha venido con ellos desde Cambr...

El caballero carraspeó.

—... Desde otro lugar —rectificó Plunkett sin convicción. Se volvió hacia el caballero respetuosamente—: ¿Algo más, señor?

—No. —El caballero hizo un gesto con la cabeza a Hickey—. Soldado, al carruaje.

Hickey interpretó sus palabras como una orden y se encaminó presuroso hacia la puerta de entrada del almacén. Aunque la expresión de su rostro era imperturbable, su negro corazón brincaba de alegría. Por fin tenía a su alcance el premio que perseguía; por fin tenía al hombre que iba a matar.

El carruaje negro se detuvo en la esquina de Pearl y Broad Streets, delante de una casa de ladrillo de tres plantas. Encima de la puerta colgaba un retrato de la reina Carlota Sofía, esposa de Su Altísima Majestad el rey Jorge III. Ese establecimiento, por tanto, se llamaba «Retrato de la Reina Carlota», mejor conocido como la taberna Cabeza de la Reina.

El edificio, construido en 1719 por Stephen de Lancey, pasó a manos de un tal Samuel Fraunces en 1762, quien al poco lo convirtió en una taberna.

Dado que Fraunces tenía la tez morena, enseguida le apodaron Sam
el Negro.
Nadie sabía a ciencia cierta si el color de la piel respondía a orígenes españoles, italianos, o bien africanos. Sam
el Negro
jamás lo explicó.

El conductor del carruaje se llamaba Nathan, un negro ya anciano de pelo cano. Sorprendentemente ágil para su edad, bajó del vehículo de un salto y abrió la portezuela derecha.

Delante de la taberna había un perro raposero negro con manchas marrones y blancas que no dejaba de ladrar y dar saltos, revolcándose de vez en cuando en el lodo.

Hickey se apeó del carruaje.

—Quieto —ordenó.

El perro siguió ladrando.

Silbando
Yankee Doodle,
Hickey examinó atentamente el exterior de la taberna, mirando sin disimulo detrás de los toneles y comprobando con el mosquete que no había nada entre la leña apilada en un rincón del patio. Después de echar un vistazo a la calle, regresó al carruaje. La gente salía de sus casas para pasear, aunque ya nada era como antes de que empezara el éxodo.

Finalmente satisfecho, Hickey se encaminó hacia la puerta de la taberna, donde colgaba un letrero que rezaba: CERRADO HASTA LAS CINCO. Haciendo caso omiso del anuncio, golpeó la puerta. Sam no tardó ni un segundo en abrirla. Detrás de él se veía una amplia habitación llena de mesas de madera de cerezo, cuyo tablero resplandecía por los rayos de sol que se filtraban a través de las numerosas ventanas. En el centro se había preparado una mesa especial para dos.

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