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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (3 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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—Recuerda que debes postrarte a seis pasos de distancia del Gran Señor— advirtió el visir—. Y no te incorpores hasta que él te lo mande.

A la distancia protocolaria, Orbán se arrodilló y extendió las manos delante de las rodillas como había visto hacer a su padre en las contadas ocasiones en que lo acompañó en sus visitas a la corte.

Graznó una gaviota con un sonido parecido a una risa sardónica.

—El herrero Orbán, Gran Señor— anunció el visir.

Bayaceto no se dignó mirarlo. Durante unos segundos permaneció de espaldas contemplando el estrecho surcado de naves, sus dominios. Después se volvió e invitó a alzarse al visitante con un gesto de la mano blanca y delicada.

—Acércate.

Orbán se acercó hasta cuatro pasos de distancia y se llevó la mano al corazón y a la frente al tiempo que se inclinaba. Bayaceto le devolvió distraídamente el saludo.

—Paseemos por la galería— dijo—. Hace un día espléndido.

La galería era un amplio espacio enlosado con vistas al mar de Mármara. A trechos regulares había cañones sobre cureñas móviles. Dos jenízaros conversaban en la garita. Cuando vieron aparecer a Bayaceto adoptaron una actitud reverencial, las manos sobre la guarda de sus sables.

Bayaceto y Orbán pasearon en silencio escuchando el rumor de las olas y el graznido de las gaviotas. Finalmente Bayaceto se detuvo y se volvió hacia el herrero.

—¿Te han explicado en qué consistirá tu trabajo?

—Sí, Gran Señor, los cristianos tienen artillería gruesa y los musulmanes de Granada solamente piezas de pequeño calibre. Tendré que fabricar hornos capaces y enseñarles cómo fundir.

Bayaceto sonrió.

—Eso es lo que ellos quieren, en efecto, pero tu misión irá un poco más lejos.— Se llevó la bolita de madera a la nariz aguileña y aspiró lentamente el perfume que desprendía al calor de la mano—.

Nuestras naves disputan a las de Fernando el mar de Sicilia. Dentro de poco es posible que firmemos treguas con el sultán de Egipto. Entonces todo nuestro poder podrá descargarse en el mar de Sicilia. Tendremos que guerrear con Fernando. Por eso nos conviene conocer su artillería y la capacidad de su ejército. ¿Comprendes?

—Comprendo, Gran Señor.

—En la mesa de la guerra te tienen por un borracho— prosiguió Bayaceto—. Antes eras un digno sucesor de tu padre, ¿qué te ha pasado?

Bayaceto se inclinó sobre un parterre, cortó una ramita de arrayán y se la llevó a los labios. Miró a Orbán en espera de su respuesta.

—No sé, Gran Señor. Quizá he visto demasiada sangre. Llevo guerreando desde los once años.

Bayaceto parpadeó y se inclinó levemente, como admitiendo que era una explicación plausible.

Tornó a contemplar el mar, la distante ribera de Pera, donde los gallardetes genoveses flameaban sobre los mástiles de las galeras.

—Toda esta riqueza que nos rodea procede de la guerra— Su voz sonaba suave y persuasiva—.

Somos turcos, nuestro oficio es la guerra y en ello reside nuestra grandeza. Somos los herederos de los persas, de los romanos y de los griegos. La guerra nos ha engrandecido. El día que dejemos de conquistar, seremos un pueblo de siervos. Ese es el destino de las naciones. Tú eres búlgaro, Orbán, una estirpe de herreros dominadores del fuego. Mohamed II ganó Constantinopla con los cañones de tu abuelo. Algún día yo ganaré Roma o Viena con los tuyos, o mi hijo las ganará con los cañones que forje tu hijo. Realiza tu trabajo con celo. A tu regreso tendrás riquezas y honores y una mujer que haga olvidar a la que has perdido.

—¡Oír es obedecer!— respondió Orbán. Bayaceto extendió la mano y Orbán se la besó. La audiencia había terminado. Hizo la zalema y se retiró caminando sin dar la espalda.

IV

En el puerto de Konstokalion reinaba una actividad de hormiguero. Cientos de estibadores descargaban mercancías, fardos, vasijas y toneles de las panzudas naves arrimadas al muelle.

—Yo me quedo en Estambul— había advertido Ibn Hasin—. La segunda parte de mi embajada consiste en adquirir cobre y estaño para Granada. Una nave genovesa te llevará a mi señor al-Zagal.

Mi criado Jándula te acompañará y te servirá. Únicamente ocúpate de su manutención y permítele que te sise algo de dinero de los recados. Es ladrón, como todos los criados, pero tiene ingenio y te servirá bien.

Lista para zarpar, La Golondrina aguardaba a sus últimos pasajeros. Orbán contempló la imponente carraca, de mil quinientos toneles, artillada con cuatro pasavolantes y seis falconetes. El puente de popa era tan alto como un edificio de cuatro pisos. Sus tres mástiles aparejaban seis enormes velas cuadradas. Media docena de pasajeros, acodados en el pasamanos del castillo, contemplaban el trajín de los marineros, descalzos y medio desnudos, que ejecutaban las órdenes. En cuanto Orbán subió a bordo, el capitán, un armenio moreno y gordo llamado Nicéforos, mandó retirar la pasarela y largar amarras.

Varios empleados del puerto empujaron la nave con largas pértigas para despegarla del muelle.

Una racha de viento hinchó la vela mayor.

—¡Buen augurio, signore!— le gritó a uno de los pasajeros que parecía de cierta autoridad, un hombre alto que contemplaba la faena desde el castillo de popa. Orbán supuso que sería el armador.

Los marineros griegos se santiguaron a la manera ortodoxa, de derecha a izquierda.

Cuando salieron a la mar abierta y la enorme vela central se hinchó de viento, Nicéforos dejó el resto de las faenas al cuidado de su contramaestre y fue a saludar a Orbán.

—Señor, os presentaré a vuestro compañero de viaje.

Lo llevó hasta el hombre alto que contemplaba el mar desde el fanal de popa. El que le había parecido armador era Ennio Centurione, agente de la Compañía del Azúcar genovesa, con el que compartiría camareta. Centurione era bien parecido, la nariz recta, la piel blanca, los ojos claros y vivos. Bajo su gorra de terciopelo adornada con una perla asomaba una media melena castaño oscuro casi femenina. Pronto encontraron conexiones familiares. Su tío, Renzo Centurione, había suministrado durante años sal de China al padre de Orbán. Después, los Centurione habían cedido ese negocio a los Pallavicino, otra compañía genovesa más establecida en Pera, el emporio comercial frente a Estambul.

Sal de China. Así llamaban los Orbán al nitrato potásico, el componente esencial de la pólvora.

Después de varios días de cabotaje, Centurione había referido a Orbán todos sus viajes y navegaciones.

A sus treinta y cuatro años, Centurione había recorrido gran parte del mundo: conocía todos los puertos de la Hansa germánica, desde Nantes al mar Báltico y los del Mediterráneo desde Tánger a Kaffa, en el mar Negro. Los Centurione constituían una de las más potentes sociedades anónimas de Genova, con agentes y cónsules en los más importantes puertos del Mediterráneo e incluso en las ciudades del interior, tanto en la parte cristiana como en la musulmana. No había mercadería que no interesara a los Centurione: tejidos de Flandes, armas de Milán, sal de Silesia (que les llegaba en nutridas recuas a través de los Apeninos y ellos la distribuían por vía marítima, desde Génova), corcho de Portugal, lana y mercurio de Castilla, coral de Túnez; seda, frutos secos y azúcar de Granada; pimienta, nuez y clavo de Levante; y hasta oro sudanés, que llegaba por las rutas de las caravanas hasta Oran.

El capital de los Centurione estaba dividido en veinticuatro partes o kilates, que se repartían los primos y parientes de Ennio. Él mismo compartía con sus dos hermanos la propiedad de medio quilate. Era suficientemente rico como para retirarse del mercadeo y vivir de las rentas y a veces soñaba con hacerlo, en una residencia campestre, mirando al mar, dedicado a la caza, a la lectura y a la música, pero su inquietud y su deseo de conocer mundo lo mantenía en el negocio.

—Nunca podré asentarme. Sólo me siento bien en otra parte— reflexionaba, con un punto de melancolía.

Pasaban los días en el mar con sus islas, sus cabos y sus ensenadas. La carraca genovesa navegaba con buen viento, cortando la mar tranquila con su quilla que imitaba las líneas hidrodinámicas del pecho del cormorán.

Orbán hablaba poco. Prefería escuchar. A veces, solo, en la toldilla de popa o en la amurada del tajamar, se abismaba en sus pensamientos, la mirada fija en las olas. Aspiraba el viento yodado del mar y meditaba.

Lo asaltaba el recuerdo de Jana, su mujer, aquellas manos suaves que lo consolaron en noches de pesadilla, los dedos sabios que masajeaban su espalda, su cuello tenso, su cabeza dolorida cuando lo asaltaban amargos recuerdos. Rememoraba episodios medio olvidados de su vida, apuntes inconexos, escenas que se representaban en sus sueños, espectros antiguos que regresaban a él desde la nada de la muerte.

Desde muy joven, Orbán había servido al Gran Señor en las campañas contra los húngaros. Sus cañones habían demolido murallas de ciudades cuyo nombre olvidó, habían arrasado las almenas de castillos que parecían inexpugnables; sus minas, embutidas en galerías subterráneas, habían volado torres construidas para desafiar los siglos. Orbán había atravesado con sus bocas de fuego campos sembrados de cadáveres, había contemplado hombres despedazados por la metralla, había vivido el horror de los saqueos, los incendios, los empalamientos y las matanzas. Una vez, en una iglesia de Split, la sangre le llegaba a los tobillos, tan densa y persistente que tuvo que tirar los zapatos.

Navegaron a través del Egeo, seguidos de bandadas de gaviotas chillonas. Eran los últimos días de la primavera. Atrás quedaron los perfiles familiares de las islas griegas.

De nuevo en el mar, dejaron atrás los acantilados de Creta y ya no vieron tierra durante muchos días.

Los recuerdos de pasadas campañas acudían a las vigilias de Orbán, sólo atemperados por el alcohol. Percibía, sobre la salmodia de las olas, los aullidos lastimeros de los moribundos. En medio del horror, en medio del clamor de la victoria, Orbán se había sentido ajeno a los triunfos y a las recompensas. Nunca se lo había confiado a nadie, por miedo a no ser cabalmente entendido, pero la gloria militar y el halago del Gran Señor lo dejaban indiferente. Las había observado en su padre y en su abuelo y siempre le habían parecido migajas miserables que alimentaban el orgullo de una casta extranjera sometida a la esclavitud del poderoso. Orbán, en medio de los tambores y los cantos de victoria, sólo alimentaba la esperanza de regresar lo antes posible al Valle del Hierro donde lo esperaban los brazos hospitalarios de Jana, ver crecer a sus hijos, seguir aprendiendo los secretos del bronce, del hierro, de la forja, de la pólvora.

Los búlgaros creían que el espíritu del difunto acompaña a los vivos y vela por ellos durante medio año. Luego se debilita y vuela a la mansión del fuego. Por eso los funerales y el duelo duran seis lunas. Habían transcurrido dos años desde que Jana falleció, de sobreparto, y Orbán no había superado el dolor de su pérdida. Cuando dormía con una prostituta de Pera, en sus visitas a la capital, no podía evitar el recuerdo de la esposa muerta, cuyas canas contaba en sus noches insomnes, después de las caricias.

Orbán hubiera preferido no moverse del Valle del Hierro, pero los designios del Gran Señor no se discutían. «Oír es obedecer.» Y ahora se veía sobre aquella flotante montaña de madera, rumbo a los confines del mundo, Granada, un lugar del que sólo tenía vagas y fragmentarias noticias, el país de la seda y del azúcar.

—¿Conoces Granada?— le preguntó a Centurione. Estaban sentados en el banco del castillo de proa, a la sombra del trinquete. Solían pasar allí la mañana, a veces charlando, a veces mirando el mar en silencio, a veces jugando a las damas. Abajo, en la camareta que compartían, el ambiente era asfixiante debido a los intensos olores de la bodega.

—La conozco— dijo el genovés—, es un país montañoso, no muy extenso. Por un lado lo cierran montañas coronadas de nieve y por el otro una costa cálida en la que crecen las palmeras y la caña que produce el azúcar. En los días claros se columbra África. El país está bastante poblado.

Habrá media docena de ciudades grandes y unas cien aldeas. Los granadinos son gente laboriosa.

Es el ultimo reino moro que queda en Europa. Hace cinco años que está en guerra con los reinos cristianos y parece que lleva las de perder.

—¿Por qué? ¿No saben defenderse?

—Se defienden muy bien, pero los cristianos son más fuertes, tienen más hombres, más caballos, más naves y más artillería. Más recursos. Y más crédito. Supongo que por eso te envía el Gran Señor. Los moros necesitan artillería.

Centurione bebió un sorbo de agua aromatizada con jarabe de rosas que le presentaba su criado en una copa de cristal.

—Durante doscientos años, Granada se ha mantenido en medio de los reinos cristianos porque pagaba un tributo anual de veinte mil doblas de oro. Ahora ese comercio está en manos de las compañías genovesas y pisanas, a través de sus consulados comerciales en Oran, y no llega tanto oro a Granada. Fernando, el rey cristiano, ha decidido que es el momento de sacrificar la gallina. Granada nos enseña la inconsistencia de los reinos que dependen de una voluntad— reflexionó Centurione—. El último rey, Muley Hacen, ya sesentón, se encaprichó de una esclava cristiana, la hizo su favorita y abandonó por ella a Aixa, su mujer. Ya sabes lo que pasa con los viejos que se casan con una joven…

—No, no lo sé.

—Se creen jóvenes, quieren ser jóvenes y reproducen las locuras de la juventud— dijo Centurione—.

Muley Hacen quiso ser guerrero nuevamente para que su joven esposa lo admirara. Pensó que podía dejar de pagar a los cristianos. Los embajadores de Fernando le habían propuesto prolongar la tregua entre los dos reinos siempre que Granada pagara sus parias. Muley Hacen creyó que Fernando e Isabel habían quedado exhaustos tras su guerra con la nobleza y con Portugal. Es lo que pasa con los moros: cualquier ofrecimiento de paz lo interpretan como debilidad. Además, Muley Hacen despidió groseramente al embajador de Castilla. Le dijo: «Dile a tu señor que los reyes de Granada que pagaban parias, han muerto ya, y que el rey de ahora, yo, forjo lanzas en lugar de acuñar doblas.»

—¿Y qué respondió Fernando?

—No respondió nada. El muy zorro respetó las treguas, sin parias, en espera de mejor ocasión para cobrárselas. Otros dicen que replicó: «He de arrancar uno a uno los granos de esa Granada», pero yo creo que ésa es una invención de sus cortesanos, ahora que están en guerra.

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