Read El misterio de la Casa Aranda Online

Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

El misterio de la Casa Aranda (7 page)

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
9.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Miraré a ver qué puedo averiguar por ahí. Si me dejan, claro.

—Gracias Víctor, no esperaba menos de ti.

Víctor sabía que el encargado del caso, Matías, era un auténtico descerebrado. Había llegado a ejercer como policía secreta más por su bestialidad que por su perspicacia, y desde el primer momento se cerró en banda ante las preguntas del joven subinspector. Víctor lo citó en el café de la Princesa, en la calle Carretas, donde el pasaje de la Murga, y tomaron asiento en una mesa apartada, al fondo. Mientras el joven subinspector degustaba un humeante café solo acompañado de un cigarro, el animal de Matías se echó al coleto un par de aguardientes. Y eso que no eran más que las nueve de la mañana. El mismo Víctor pensaba que aquellas muertes entraban dentro de lo cotidiano y usual en el sórdido mundo de los bajos fondos madrileños, pero había prometido a Lola investigar el asunto. Matías comenzó diciendo:

—¡Qué importan unas putas muertas, Ros!

—A mí sí me importan —dijo de manera cortante Víctor, sin poder evitarlo; le desagradó el comentario: para él, todos los seres humanos eran iguales y la policía debía perseguir los delitos independientemente de quién fuera la víctima y quién el agresor.

Matías, aflojándose más aún el nudo de la arrugada corbata, barbotó entre risas:

—Pues poco hay, las tres murieron de una puñalada en el costado. Sería cosa de su chulo.

—¿Tenían el mismo proxeneta?

—No sé.

—¿No lo investigaste? —inquirió con expresión incrédula el subinspector.

—Pues no.

—¿Les habían rajado la cara?

—No, creo que no.

—¿Y no te parece que el hecho de que las tres murieran a causa del mismo tipo de herida indica que pudo matarlas la misma persona?

—Sí, parece lo más probable —asintió el otro mirando como un obseso a una joven que pasó junto a ellos acompañada del que debía de ser su marido.

—¿Y?

—Que sería cosa de su chulo, un chulo rival, algún acomplejado… ¡qué se yo!

—A las muertas, ¿las examinó algún forense?

—Sí, pero poca cosa, para certificar la muerte y eso.

—¿No se las sometió a ningún examen? Me refiero a fondo.

—¿Para qué?

—¿Y los cuerpos?

—Las enterraron sin tardanza. Total, ninguna tenía familia. Fueron a parar en donde los suicidas y los vagabundos, ya sabes.

—Todo el mundo se merece un entierro digno.

—Supongo que sí, Ros. ¿Te importa si pido otra?; tengo sed.

—Claro, claro —dijo pensativo Víctor—. ¿Y las pertenencias de las chicas?

—Quedaron en el depósito, tres meses, por si alguien las reclama.

El camarero trajo el tercer aguardiente para Matías, por lo que Víctor hizo una pausa. Cuando quedaron a solas preguntó:

—Matías, ¿podría echar una ojeada a los informes?

—¿Qué informes? —dijo el grandullón policía soltando una carcajada.

—Los de las tres muertes.

—Ros, despierta, ¡son putas!

—No hay informe alguno, claro —dijo Víctor con resignación.

—Pues eso. —Matías se endosó la copa de un trago—. Mira, estimado colega, me has pillado al paso de refilón porque casualmente tenía que venir a Sol a hacer una gestión, pero tengo algo de prisa, así que ¿se te ofrece algo más en relación con el caso?

—No, es suficiente; gracias por tu ayuda, compañero —contestó con estoicismo el subinspector, viendo que no sacaría nada de aquel energúmeno semianalfabeto.

—Pues hala, ya sabes dónde me tienes —se despidió levantándose el policía de Chamberí.

Víctor vio salir a su compañero de oficio del café y lo siguió con la mirada. Era triste que una simple puta como la Valenciana le hubiera proporcionado más información sobre el caso que un auténtico profesional que supuestamente había llevado la investigación. Aunque, mejor dicho, ¿qué investigación? No quería engañarse, aquello no interesaba a nadie. En algo tenía razón Lola: el asesino había sido el mismo en los tres casos. Tres putas asesinadas en un mes de una puñalada en el costado eran más que suficiente para corroborar que un tipo andaba matando meretrices, pero ¿en qué costado recibieron la fatal herida?; ¿habían abusado de las tres mujeres? Era evidente que faltaban datos. Las tres habían sido inhumadas. Quizá las matara algún chulo, alguien que estuviera intentando hacerse un hueco en el negocio labrándose fama de duro y despiadado. Decidió llamar a Ignacio, un joven cochero a quien utilizaba a veces de confidente, al que conocía desde que era un crío, de La Latina. Necesitaba saber si se decía algo sobre el particular en los bajos fondos. Además, alguien tenía que traerle las pertenencias de las putas desde el depósito del cementerio. No quería presentarse ante la Valenciana sin haberlo intentado al menos. Aunque sólo fuera eso, intentarlo. Se sintió culpable al ver que la propia policía, sus compañeros, no se tomaban aquel asunto en serio. ¿Es que no tenían en cuenta el valor de una sola vida humana? Aunque se tratara de una simple puta, bueno, de tres, a él sí que le importaba el tema. Estaba un poco deprimido así que aquella noche se fue al Teatro de Variedades para ver La sombra de Torquemada de Antonio Bermejo.

Capítulo 5

Al día siguiente Víctor zanganeaba leyendo la prensa. En ella se detallaban las últimas operaciones del general Martínez Campos en Cuba, que La Época calificaba de brillantes. Leía los pormenores con atención cuando recibió un cajoncito de madera con las pertenencias de las tres rameras. Contenía a su vez tres cajas más pequeñas, grises y de cartón, con los nombres de las asesinadas y sus escasas posesiones. Víctor se sentó; su compañero lo miraba con curiosidad. Abrió la primera caja, la de la pajillera, y esparció su contenido sobre la mesa: un pequeño camafeo —horrible por cierto—, unos pendientes de plata vieja, un anillo de casada y unas monedas.

—¿Qué es eso? —preguntó don Alfredo, intrigado, mientras se levantaba de su silla.

—Los objetos personales de tres putas asesinadas. Hago un favor a una amiga. Creemos que lo hizo el mismo tipo.

El compañero de Víctor se acercó a la mesa y examinó los objetos mientras el joven subinspector abría la segunda caja y dejaba caer sobre el escritorio cuanto portaba Engracia en el día de autos.

—Unos pendientes, una bolsita de tela con tabaco, un librito de papel de fumar y unas monedas —dijo en voz alta haciendo inventario de aquellas escasas pertenencias.

Abrieron la tercera caja. Esta vez habló don Alfredo:

—Una pipa, un pañuelo, un paño blanco, imperdibles y monedas sueltas.

—Aquí hay caso, y de los buenos —dijo Víctor Ros.

—¿Cómo dices, compañero? —preguntó Alfredo Blázquez.

—Cuenta las monedas que llevaba cada finada —dijo el subinspector, resuelto.

Don Alfredo contó mentalmente y dijo:

—Treinta reales cada una.

—¿Crees en las casualidades? —preguntó Víctor con sorna.

—En absoluto, compañero. No sé de qué va esto, pero me parece evidente que estas tres putas fueron asesinadas por el mismo sujeto. Y no me digas que fue un chulo porque si no de qué iba a haberles dejado treinta reales. Se hubiera llevado esos dineros.

—Pues voilá. Ahí quería yo ir a parar. Me voy a ver al comisario.

El comisario Buendía, que como siempre parecía ocupado y de muy buen humor, recibió a Víctor con los brazos abiertos:

—Hombre, mi más preciada promesa… ¿Qué se le ofrece, don Víctor? ¿Tienen todo lo que necesitan?

—Sí, sí, don Horacio.

—Tome asiento, Ros, tome asiento.

El joven se sentó en una de las dos sillas situadas frente a la enorme mesa repleta de papeles tras los que se adivinaba al rechoncho Buendía. Una lámina que representaba al monarca presidía aquella amplia estancia que daba a la concurrida Puerta del Sol.

—Tengo un caso que quisiera investigar —expuso Víctor.

—Pues diga, diga. Para eso estamos.

El subinspector Ros explicó a su superior cómo había sabido de la muerte de las tres prostitutas y le habló de su desconfianza inicial a estudiar aquel caso aunque de inmediato le relató lo poco que sabía sobre el asunto, a saber, que las tres habían sufrido idénticas heridas y el curioso detalle de los treinta reales. Solicitó a su jefe un operativo de quince agentes para «iniciar las pesquisas» y le aseguró que obtendría resultados si se ponía «manos a la obra inmediatamente».

El comisario Buendía estalló en una violenta y estruendosa carcajada:

—¡Ay, don Víctor, don Víctor! —exclamó secándose las lágrimas que por la risa se le habían acumulado en las horribles bolsas que tenía bajo los ojos—. Ustedes los novatos son la monda. ¡Así me gusta, leñe! Jóvenes entusiastas como usted es lo que necesito yo aquí! Pero hágase cargo, ¡quince agentes! ¿De dónde saco yo quince agentes? Y aunque los tuviera, ¿cómo voy a volcar tantos recursos en proteger a las putas de Madrid de sus propios chulos? Sea responsable, hablamos de los dineros del contribuyente.

—Pero don Horacio, hay un patrón común, un modus operandi, hablamos de un loco que anda suelto por ahí.

El comisario negaba con la cabeza como ratificándose en su decisión.

—Tres putas. Me agrada su entusiasmo, joven. Pero la policía está para proteger a la gente decente y no a la chusma. Esas jóvenes han adoptado un modo de vida que termina indefectiblemente en eso. Trasnochar, malas compañías, chulos, pervertidos, ¿no es lo más normal del mundo que la mayoría de ellas acabe muerta en una cuneta o carcomida por la sífilis? Además, no sería la primera vez que a un fulano le da por despachar a tres o cuatro zorras; ¿y qué? Hágame caso, buen amigo, y déjese de monsergas. Siga a lo suyo, siga, y no se salga del buen camino.

—¿Del buen camino? —repitió el subinspector Ros.

—Sí, hijo mío, sí. Se rumorea que frecuenta usted las tertulias de liberales.

—¿Y? ¿Acaso soy por ello un mal policía?

—No me malinterprete, joven, que aquí donde me ve yo tampoco soporto a estos tiranos de los Borbones —dijo señalando con el pulgar el retrato que tenía tras de sí—; pero sea discreto, hombre de Dios, y olvídese de estas tonterías. Mire, don Víctor, el propio ministro de la Gobernación dictó un reglamento para censar y someter a inspección médica periódica a toda esta chusma, a las putas, o sea que se las controla e incluso se vela por su bienestar, pero eso es cosa de la guardia urbana. Vaya usted a lo suyo y no se hable más. Y aquí me tiene usted gustoso para que no le falte nada —añadió levantándose para acompañar al joven hasta la puerta—; quiero que me limpien Madrid de morralla, y eso no es trabajo de un día precisamente.

Después de aquella entrevista, a Víctor le quedó claro que el ministerio no invertiría ni una sola peseta en investigar la muerte de aquellas tres desgraciadas, así que habló con Alfredo y éste le aconsejó que, si tanto interés tenía, llevara a cabo discretas pesquisas en su tiempo libre para acallar su conciencia al respecto y comprobar si de verdad, como ellos pensaban, había un loco suelto por Madrid que podía resultar terriblemente peligroso. Resolvió preguntar al menos a las amigas de las finadas y al Marsellés, el chulo de la Engracia, alias la Chelito, al menos para tranquilizar a Lola y sus compañeras. De hecho, gracias a la Valenciana las putas de todo Madrid supieron que un joven subinspector, inteligente, recto y bien parecido estaba investigando el asunto de las tres prostitutas asesinadas. Y no era raro desde entonces que en sus visitas al burdel de la Rosa, o en sus paseos nocturnos por Los Paradores de Santa Casilda, la Plaza de Armas o el barrio de Huertas, las meretrices se le echaran literalmente en brazos para agradecer que al menos alguien se interesara por ellas. No se sentía mal por ello, ni mucho menos.

Y así, una calurosa tarde de primeros de junio, a la hora en que las mozas salían de trabajar, Víctor, preguntando aquí y allá, logró entrevistarse con las compañeras de la tercera y última víctima, Eva, en la Fábrica de Tabacos de Embajadores. Al principio se sintió violento por los piropos que le lanzaban aquellas jóvenes que salían del tajo, fumaban como carreteros y juraban como curtidos marineros. Llegó a sentir que se ruborizaba, pero intentó parecer impertérrito agarrando el bastón y los guantes e inclinando de vez en cuando la testa al paso de aquel mujerío. Hacía un bochorno terrible pese a que estaba a punto de oscurecer. Un penetrante olor a tabaco impregnaba el ambiente.

Se escandalizó un tanto cuando una joven pasó tarareando junto a él una copla muy famosa del momento que decía: «… tu marido y el mío se han peleao, se han llamado cabrones, y han acertao…».

Después de preguntar unas cuantas veces, pudo identificar a cuatro compañeras de la asesinada, que se empeñaron en hablar con él en lo que llamaron «un lugar más tranquilo». Lo llevaron a toda prisa hasta una taberna de la calle Humilladero, El Burladero, donde la entrada de aquel señoritingo acompañado de las cuatro mozas causó cierto revuelo entre la concurrencia. Un amplio mostrador de cinc presidía el centro de la taberna, cuya fachada se hallaba decorada con bellos azulejos pintados al fresco con motivos taurinos. El dueño, Moisés, «el Chispi», los situó en una mesa del fondo y les envió a un zagal medio atontado para que les sirviera. Pese a ser muy amigas de la muerta, a Víctor le costó tres raciones de callos, dos de ríñones, una jarra de vino, tres de cerveza y ocho cafés con chispazo el que aquellas atolondradas jóvenes accedieran a contarle —entre proposiciones de amor eterno y matrimonio que el policía eludía con rubor— algunos detalles sobre la vida y milagros de la pobre muerta, Eva.

—Pa mí que estaba lia con un caballero de mucho postín —dijo con la boca llena de buñuelos una a la que llamaban la Coja.

—¿Y eso? —preguntó Víctor.

—Porque últimamente, cuando salía de trabajar, se iba a casa. Ya no hacía la calle.

—¿Alguna de vosotras lo vio? Me refiero al caballero.

—No, pero sí a la vieja —apuntó otra más menuda, Aniceta.

—¿A la vieja?

—Sí, una dama mayor, con una verruga feísima en la barbilla, «asín», de color verde, con pelos. ¡Buf, qué cosa más fea de verruga! —exclamó santiguándose la joven.

—¿Y esa señora…? —insinuó él intrigado.

—Le traía recado de cuándo y dónde se vería con el caballero.

—Sí —remachó la más rechoncha de las cuatro—, la Eva soñaba con dejar la Fábrica de Tabacos y la calle y vivir como una «mantenía».

Todas suspiraron y asintieron con la cabeza envidiando tal destino.

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
9.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

You Only Get One Life by Brigitte Nielsen
Rosado Felix by MBA System
Dangerous Love by Ben Okri
Wildfire by James, Lynn
Fierce by Kelly Osbourne
Maybe Never by Nia Forrester
Cafe Babanussa by Karen Hill