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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

El misterio de la vela doblada (17 page)

BOOK: El misterio de la vela doblada
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—Si no va usted a detenerme, me marcho —dijo.

—Ciertamente, no tengo la intención de detenerla, pero voy a acompañarla a usted.

Ella se levantó de su asiento.

—Nada de eso —dijo, en tono que no admitía réplica.

El quedó muy sorprendido ante la negativa.

—Pero, mi querida niña... —protestó.

—Haga el favor de no decirme «querida niña» —replicó ella muy seria—. Usted me dejará irme sola a mi casa.

Le alargó la mano, y el llamamiento a la risa en sus hermosos ojos era irresistible.

—Bueno, le buscaré un taxi —insinuó él.

—Y escuchará usted disimuladamente la dirección que yo le dé al conductor, ¿verdad?

Belinda movió la cabeza en gesto de reprobación.

—Debe de ser una cosa horrible ser policía —añadió.

Él estaba en pie con los brazos cruzados y una arruga vertical en la frente.

—Veo que no se fía usted de mí —observó.

—No —corroboró ella.

—Bueno. De todos modos le buscaré el taxi y le daré al conductor la dirección de la estación de Charing Cross, y en el camino puede usted revocar la orden.

—¿Y me promete usted no seguirme?

—Se lo juro por mi honor. Pero con una condición.

—No admito condiciones —replicó ella, altanera.

—Atienda usted a razones —replicó él—. La condición que le impongo es que pueda yo concertar una cita con usted siempre que la necesite. Le digo con franqueza que esto es preciso, Belinda Mary.


Miss
Bartholomew —corrigió ella fríamente.

—Es preciso —continuó él—, y usted lo comprenderá. Prométame que si publico un anuncio en la sección de correspondencia de cualquiera de los periódicos de la noche que le diga, o en el Morning Post, acudirá a la cita que yo concierte, si es humanamente posible.

Ella vaciló un momento. Luego le alargó la mano.

—Se lo prometo.

—Bien, Belinda Mary —dijo él, y cogiéndola del brazo la sacó de la habitación, apagó la luz y bajaron la escalera.

—Buenas noches —le dijo—, estrechándole la mano.

—Esta es la tercera vez que me estrecha usted la mano esta noche —observó ella.

—No me deje con mal sabor de boca —suplicó él—, y acuérdese.

—Lo he prometido.

—Y algún día —continuó T. X.—me contará usted lo que sucedió en el sótano de Kara.

—Ya se lo he dicho —contestó Belinda en voz baja.

—No me lo ha dicho usted todo, niña.

El detective la ayudó a subir al taxi, cerró la portezuela y acercó la cabeza a la ventanilla bajada.

—¿Victoria o Marble Arch? —preguntó cortésmente.

—Charing Cross —contestó ella sonriendo.

T. X. vio cómo el coche se alelaba, y luego, repentinamente, se detuvo, y una figura se asomó por la ventanilla, llamándole frenéticamente. El detective corrió hacia el «auto».

—¿Y si yo le necesito a usted? —preguntó Belinda.

—Ponga usted un anuncio encabezado así: «Querido Tommy.»

—No, señor; pondré «T. X.» —replicó ella, indignada.

—Entonces no me enteraré de su anuncio —replicó él, y quedó en medio de la calle con el sombrero en la mano, hasta que el taxi se hubo perdido de vista.

CAPÍTULO XVII

Tomás Xavier Meredith era un joven muy inteligente. El eminente criminólogo Paulo Coselli decía de él que tenia el don de la intuición de lo anormal. Probablemente resolvió el misterio de la vela doblada mucho antes que cualquiera otra persona en el mundo tuviera la más ligera idea capaz de solución.

La casa de la plaza Cadogan continuaba en manos de la Policía. T. X. visitaba de cuando en cuando esta casa, y en particular la alcoba de Kara, para reproducir en la medida de lo posible el estado de las cosas en la noche del crimen. Encendía en la chimenea el mismo fuego sofocante, cerraba la puerta de la misma manera. Introducía el cerrojo en su alvéolo, y con un reloj en la mano hacía cálculos minuciosos, cuyo significado no revelaba a nadie.

Tres veces fue a la casa acompañado de Mansus; tres veces entró en la cámara de la muerte, y en una ocasión estuvo solo una hora y media, mientras el paciente Mansus aguardaba afuera. Tres veces salió, más serio en cada ocasión, y después de la tercera visita celebró una consulta con Juan Lexman.

Lexman había estado pasando una temporada en el campo, pues había retrasado su viaje a los Estados Unidos.

—Juan, este caso me desconcierta cada vez más, y gracias a Dios preocupa además a otras personas. El otro día llegó de Francia De Boineau trayendo sus mejores sabuesos, y O'Grady, de la Central de Nueva York, también nos ha hecho una visita. Ninguno de ellos ha dado con la clave del misterio, aunque todos han expuesto teorías muy ingeniosas. Gathercole se ha evaporado, y probablemente está en camino de algún país salvaje, y nuestra gente no ha encontrado la pista del criado.

—Este último sí que le sería útil a usted —comentó Lexman.

—No llego a comprender por qué se habrá ido Gathercole —continuó T. X.—. Según el relato de Fisher, las últimas palabras de su conversación con Kara se referían a un cheque que esperaba o que había recibido. Ningún cheque se ha presentado para su cobro, y al parecer, Gathercole se ha marchado sin esperar ningún pago. Un detenido examen de los libros de Kara no indica pago alguno a Gathercole más que el cheque original de las seiscientas libras que le había adelantado, y ahora, para colmo de mi infortunio, lea usted esto.

Sacó del bolsillo un recorte de periódico y lo depositó sobre la mesa, pues estaban comiendo juntos en el Garitón. Juan Lexman lo cogió y lo leyó. Era. evidentemente, de un periódico de Nueva York:

«El vapor Cyprus, de la Antartic Trading Company, comunica nuevos detalles referentes al hundimiento del City of the Argentine. Se cree que este desgraciado navío, que hacía escala en los puertos de Sudamérica, perdió la hélice y se hundió con increíble rapidez. Esta teoría ha quedado confirmada. Parece que el 23 de diciembre el buque chocó con un iceberg y se fue a pique, salvándose tan sólo unos cuantos hombres que pudieron saltar a una lancha, y que fueron recogidos por el Cyprus. He aquí la lista de los desaparecidos.» Juan Lexman leyó con atención la lista hasta llegar a un nombre que T. X. había subrayado con tinta. Este nombre era Jorge Gathercole, y entre comillas decía: «Explorador.»

—Pero si esto fuera verdad, Gathercole no habría podido venir a Londres —observó.

—Pudo haberse salvado en otra lancha, y he enviado un cable a la Compañía armadora, pero sin obtener grandes aclaraciones. Parece que Gathercole era un hombre excéntrico, a quien aterraba la idea de las aglomeraciones de gente. Tenía la costumbre de inscribirse sin compromiso en el registro de pasajeros para embarcar o no a última hora, según fuera de lleno el barco. La Compañía sólo ha podido decirme que figuraba en la lista de pasajeros, pero ignoran si embarcó al fin en el City of the Argentine.

—Una cosa puedo decirle de Gathercole —dijo Juan Lexman, hablando despacio y pensativamente—: que era un hombre incapaz de hacer daño a una mosca. Llevaba sus principios hasta el punto de que era rigurosamente vegetariano.

—Si quiere usted aplicar su simpatía a alguien —dijo humorísticamente T. X.—, aplíquemela a mí.

Al día siguiente, T. X. recibió orden de presentarse en el Ministerio del Interior. El ministro le recibió con singular amabilidad.

—Le he llamado para hablar de este infortunado griego,
mister
Meredith —le dijo—. Me han enviado todos sus documentos traducidos y descifrados, porque, como usted sabrá probablemente, una gran parte de su correspondencia estaba en cifra.

T. X. no se había preocupado gran cosa por los papeles privados de Kara, limitándose a entregarlos a las autoridades competentes, cumpliendo con ello órdenes superiores.

—Claro está,
mister
Meredith —continuó el ministro—, que esperamos que continúe usted la busca del asesino; pero he de confesar que su prisionero, cuando le capture usted, tendrá mucho adelantado ante cualquier Jurado.

—Sí, señor, no me sorprendería.

—En mi larga práctica jurídica —prosiguió el ministro en tono oratorio— rara vez me he encontrado con unos antecedentes tan pésimos como los del difunto.

Aquí citó algunos detalles que sorprendieron grandemente a T. X.

—El individuo era un lunático, un vicioso, un hombre malvado que se recreaba en la crueldad por la crueldad misma. Solamente con su diario tenemos pruebas suficientes para acusarle de tres asesinatos distintos, uno de ellos cometido en nuestro país.

T. X. le miró estupefacto.

—Recordará usted, mister Meredith, que tuvo un chofer griego llamado Poropulos.

—Lo recuerdo perfectamente. Marchó a Grecia al día siguiente de la muerte de Vassalaro.

—No,
mister
Meredith; no salió de Inglaterra. Fue asesinado aquella misma noche, y sin dificultad ninguna encontrará usted sus restos en la casa que para este objeto alquiló Kara en la carretera de Portsmouth. Ya podrá usted suponer que en Albania Kara mató a una porción de gente. Aldeas enteras han sido arrasadas para proporcionarle una pequeña distracción. El individuo era un Nerón, sin la amable debilidad de Nerón. Le producía obsesión la idea de que él mismo acabaría asesinado, y veía un enemigo en cada uno de sus servidores. Indudablemente, el chofer Poropulos estaba en contacto con varios círculos políticos del Continente. Se hará usted cargo —dijo el ministro para terminar— de que no le comunica todo esto con la idea de que afloje usted sus esfuerzos para encontrar al criminal y aclarar el misterio, sino con objeto de que conozca algunos de los pasibles motivos del asesinato de este hombre.

T. X. pasó una hora examinando el diario y los documentos descifrados, y salió del Ministerio un poco tembloroso. Aquello era inconcebible, increíble. Kara era un vesánico, pero al mismo tiempo un demonio, un genio del mal.

T. X. tenía un piso alquilado en Whitehall Gardens, y a él se encaminó para cambiarse de ropa para cenar. Estaba ya medio vestido cuando llegó el periódico nocturno, y, según su costumbre, recorrió primero la página de las noticias del día, y luego la plana de anuncios. En la columna señalada con el rótulo «Personal» vio un anuncio que le hizo tirar el periódico y salir de la habitación frenéticamente para terminar su aseo. El anuncio no decía más que esto:

«.Tommy X. - Urgentísimo, Marble Arch, 8.»

Cinco minutos tardaría en llegar, pero le parecieron cinco horas. Su taxi fue detenido casi en cada cruce, y aunque podía hacer valer su autoridad para que le dejaran paso libre, era éste un paso que su notable sentido de la honradez le impedía dar. Saltó a tierra antes que parase el coche, pagó al chofer sin aguardar la vuelta y buscó a la joven. Por fin la vio, y se dirigió rápidamente a ella. Al acercarse a él, la muchacha le hizo un saludo casi imperceptible, y echó a andar. T. X. la siguió por el camino de Bayswater, y poco a poco fue poniéndose a su nivel.

—Me parece que me han seguido —dijo ella en voz baja—. Pare usted un taxi.

El detective detuvo un taxi que pasaba, ayudó a la joven a subir y dio al conductor la primera dirección que se le ocurrió, que fue el parque de Finsbury.

—Estoy muy apurada —dijo Belinda Mary—, y no conozco a nadie que me pueda ayudar más que usted.

—¿Se trata de dinero?

—¡Dinero! —dijo ella con desdén—. No es cuestión de dinero. Le voy a enseñar una carta —añadió al cabo de una pausa.

La sacó de su bolso y se la entregó, y él encendió una cerilla y la leyó con dificultad.

Estaba escrita muy trabajosamente por una mano inexperta.

Señorita: Yo sé quién es usted. A usted la busca la Policía, pero yo no la descubriré. Señorita, me encuentro en un apuro; me hacen mucha falta veinte libras, y no la volveré a molestar más. Señorita, deje el dinero en el antepecho de la ventana de su alcoba. Sé que duerme usted en el piso bajo, y yo lo cogeré da allí. Y si no lo deja... Bueno, yo no quiero perjudicarla.

Un amigo.

—¿Cuándo ha recibido usted esto? —preguntó T. X.

—Esta mañana. En seguida mandé el anuncio al periódico por telegrama. Sabía que usted acudiría.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Lo sabía usted?

La seguridad de la joven le resultaba muy agradable. La fe que latía en sus palabras le hacía experimentar una rara sensación de bienestar y felicidad.

—Yo puedo librarla a usted de esto con facilidad. Déme su dirección, y cuando ese caballero venga...

—Pero eso es imposible —protestó ella—. Por favor, no me crea ingrata y no me llame tonta. No me cree usted tonta, ¿verdad?

—Nunca he albergado tan indigno pensamiento —declaró él.

—Sí lo cree usted; pero de veras no puedo decirle dónde vivo. Tengo una razón muy especial para no hacerlo. No es solamente por mí; es que va en ello una vida.

Aquella afirmación resultaba bastante dramática y ella comprendió que había ido demasiado lejos.

—Bueno, quizá me he excedido en lo que he dicho —rectificó—; pero hay una persona a quien quiero mucho... —y bajó la voz.

—¡Oh! —exclamó T. X. con acento de inmensa desilusión.

De las alturas sonrosadas, impenetrables y misteriosas, bajó como una flecha a las negruras de un valle sin sol.

—Una persona a quien usted quiere mucho —repitió al cabo de un rato.

—Sí —contestó ella.

Hubo otra pausa, y luego:

—Es perfectamente explicable —comentó el detective.

Un nuevo intervalo de silencio, y al cabo dijo Belinda en voz baja:

—No es por ahí.

—¿Cómo?

—Que no es lo que usted supone.

—¡Oh! —exclamó nuevamente T. X. Estaba otra vez entre las nubes sonrosadas de la aurora... Por supuesto, estaba trepando por una vertiginosa escalera hacia la más alta cumbre de un Himalaya de esperanza, cuando ella le quitó la escalera.

—Por supuesto, nunca me casaré —declaró Belinda con cierta relamida decisión.

T. X. cayó rodando, descubriendo que sus nubes sonrosadas eran, en realidad, hielo frío y duro, falto de elasticidad.

—¿Quién ha dicho que se casara usted? —preguntó algo débilmente, pero en legítima defensa.

—Usted lo ha dicho —afirmó ella, y su audacia le dejó a él sin aliento.

—Bueno; y ¿en qué puedo ayudarla? —preguntó T. X. al cabo de un rato.

—Puede usted ayudarme con sus consejos. ¿Cree usted que debo dejar el dinero donde me dicen?

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