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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

El misterio de la vela doblada (20 page)

BOOK: El misterio de la vela doblada
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—... ¿Se acuerda usted,
sir
Jorge, del caso Boltbrook? Yo detuve al hombre en Odesa...

—... Y lo más curioso es que no encontré dinero en el cadáver; solamente un pequeño talismán de oro con una esmeralda, y de ello deduje que había sido la muchacha quien...

—... Pinot logró escapar después de dispararme tres balazos, pero me salvó el marco de la ventana. Bien puedo decir a ustedes con seguridad que nací aquel día...

La concurrencia se puso en pie cuando ella entró y T. X. hizo las presentaciones. En aquel momento anunciaron a Juan Lexman, el cual entró seguidamente.

Parecía cansado, pero devolvió con cierta jovialidad el saludo del joven comisario. Conocía de nombre a todos los presentes, como ellos le conocían a él. Llevaba consigo unas cuartillas con notas que dejó sobre la mesa que le habían preparado, y cuando terminaron las presentaciones, casi sin preliminares, el conferenciante empezó así...

CAPÍTULO XXI

EL RELATO DE JUAN LEXMAN

—Como, indudablemente, sabrán todos ustedes, soy un novelista cuyo éxito depende de la creación y el desenlace de misterios criminológicos. El jefe superior de nuestra Policía ha tenido la bondad de decirles a ustedes que mis novelas eran algo más que una persecución de lo sensacional, y que en el curso de estas narraciones proponía yo situaciones oscuras, pero posibles, poniendo mi ingenio a contribución, para ofrecer a estos problemas una solución aceptable, no sólo por el público en general, sino por el técnico policiaco.

Aunque no considero muy seria toda mi obra literaria y, por supuesto, sólo he buscado situaciones e incidentes excitantes, veo ahora, al mirar atrás, que bajo la obra que me pareció vaga y sin propósito determinado, había algo que se parecía mucho a un plan de estudios.

Ustedes me perdonarán estas consideraciones personales, porque creo necesaria esta explicación. Ustedes, funcionarios policíacos de considerable experiencia y discernimiento, apreciarán el hecho de que yo he conseguido introducirme en la mente de los ficticios criminales que presentaba al lector, por lo que me creo capacitado ahora para seguir el hilo de los pensamientos del hombre que cometió este crimen; pero si no alcanza a tanto mi perspicacia, puedo volver a crear la psicología del matador de Remington Kara.

Casi todos ustedes conocen los hechos vitales referentes a este hombre. Saben ustedes qué tipo de individuo era; conocen ejemplos de su terrible crueldad; saben que era un borrón en esta Tierra de Dios, un ente perverso que buscaba la satisfacción de esa extraña sed de sangre y dolor ajenos que se encuentra en tan pocos criminales.

A continuación Juan Lexman describió la muerte de Vassalaro.

—Ahora sé como ocurrió —dijo—. La víspera de Navidad yo había recibido, entre otros varios regalos, una pistola que me enviaba un admirador desconocido. Este incógnito donante no era otro que Kara, que había planeado este crimen unos tres meses antes. Fue él quien me envió la pistola, sabiendo perfectamente que yo jamás usaría semejante arma y que, por tanto, seria muy circunspecto con su manejo. Yo podía haber guardado esta pistola en un armario fuera de todo alcance, y todo su plan, cuidadosamente meditado, se habría venido abajo como un castillo de naipes.

Pero Kara estaba sistemáticamente en todo. A las tres semanas de haber recibido el arma se hizo una chapucera tentativa de asalto a mi casa durante la noche. Ya entonces me pareció chapucera, porque el asaltante hizo un ruido tremendo y desapareció poco después, sin causar más daño que la rotura de unos cristales en la ventana del comedor. Naturalmente, ello me hizo pensar en la posibilidad de que se repitieran hechos análogos, puesto que mi casa está en las afueras del pueblo, y fue muy natural que sacara la pistola del sitio donde la tenía guardada y la pusiera más a mano. Para asegurarse plenamente de ello, Kara me visitó al día siguiente y oyó de mis labios el relato íntegro del suceso.

No me habló de pistolas; pero recuerdo ahora, aunque en aquel momento no cayera en ello, que fui yo quien mencionó el hecho de poseer un arma manejable. A los quince días se produjo una segunda tentativa para entrar en mi casa. Digo tentativa, pero tampoco creo que en esta ocasión se tratara de nada serio. El asalto tendía a hacer que yo pusiera la pistola aún más a mano.

Y nuevamente me visitó Kara al día siguiente, y nuevamente le referí el asalto. Mi silencio no habría sido natural, pues recuerdo que sobre este segundo incidente discutimos largamente mi mujer, los criados y yo.

Vino después la carta amenazadora estando Kara providencialmente presente. Aquella noche, mientras Kara estaba todavía en mi casa, yo salí a buscar a su chofer. Él se quedó unos momentos con mi esposa, y luego con un pretexto cualquiera, entró en el gabinete. Allí cargó la pistola, la montó y confió a la suerte el que yo no apretara el gatillo hasta tener apuntada a mi víctima. Es indudable que aquí se abandonó demasiado a la suerte, porque antes de regalarme la pistola había mandado sensibilizar el resorte de tal modo que el más ligero contacto bastaba para disparar el percutor, y cómo la pistola era automática y la explosión de un cartucho hacia entrar otro en la recámara y lo disparaba, y así sucesivamente, era muy probable que la casualidad redujera a la nada su plan..., y a mí con él. De lo que sucedió aquella noche están ustedes enterados.

Lexman habló a continuación del proceso, de su condena y de la vida que hizo en Dartmoor hasta la mañana de su fuga.

—Kara sabia que se había demostrado mi inocencia, y como su odio hacia mí era su gran obsesión, puesto que yo tenia la cosa que él había anhelado —pero que ya no anhelaba, entiendan ustedes—, vio que iban a terminar bruscamente los sufrimientos que había planeado para mí y para mi pobre mujer. A propósito: habría discurrido y puesto en práctica un sistema para atormentarla a ella.

Lexman se volvió a T. X.

—Usted ignora que al mes escaso de mi ingreso en el penal un miserable fue a verla al piso en que habitaba contándole que había salido el día anterior del presidio de Dartmoor y le traía noticias mías. La historia que refirió aquel villano era suficiente para acabar con la energía de la mujer más valiente. Era una historia de malos tratos por parte de brutales vigilantes, de palizas que me daban diariamente para calmar mi locura, de mi desesperación, mi enfermedad... En fin, todo muy bien calculado para sumir en horrible amargura a mi pobre esposa.

Este era el sistema de Kara. No herir con el látigo o con el cuchillo, sino profundizar en el corazón con su mala lengua. Cuando se enteró de que me iban a poner en libertad concibió un plan atrevido.

Por medio de uno de sus agentes descubrió a un vigilante que había tenido algún tropiezo con las autoridades, hombre avaro, de malos antecedentes, y por supuesto, que estaba a punto de ser trasladado a otro sitio por traficar con los presos. La cantidad que Kara ofreció a este hombre fue muy elevada, y el vigilante aceptó.

Kara había comprado un monoplano, y como ustedes saben, era un excelente aviador. Con esta máquina se trasladó a Devon y aterrizó de madrugada en uno de los sitios más desiertos de los marjales.

No tengo que contar la historia de mi fuga. Mi narración da comienzo realmente en el momento en que puse los pies en el puente del Mpret. La primera persona a quien quise ver fue, naturalmente, mi mujer. Kara, empero, insistió en que bajase al camarote que me había preparado y cambiara de ropa, y hasta entonces no caí en la cuenta de que llevaba el uniforme de presidiario. Comprendí que tenía que asearme un poco, y no puedo describir el placer que me produjeron una camisa blanda y un traje bien cortado.

Después de vestido, un camarero griego me condujo a un gran salón, donde me esperaba mi mujer.

La voz de Lexman se quebró en un sollozo, y transcurrió un minuto hasta que pudo dominar su emoción, prosiguiendo después:

—Ella siempre sospechó de Kara; pero éste había sabido insistir. Le había detallado su plan y mostrado el avión; pero ni aun entonces se arriesgó a pasar a bordo del yate, y se quedó esperando en una gasolinera que avanzaba paralelamente a aquél, hasta que vio amarar el aeroplano y comprendió, o al menos así lo creyó, que Kara jugaba limpio. La gasolinera había sido alquilada por Kara, y los dos marineros que la tripulaban habían sido probablemente sobornados, lo mismo que el vigilante del presidio de Dartmoor.

Sólo conocen la alegría de la libertad los que han sufrido los horrores de la privación. Esta es una afirmación muy vulgar; pero cuando está uno describiendo cosas elementales no hay lugar para sutilezas. El viaje transcurrió sin incidentes. Vimos poco a Kara, que quiso hacer alarde de discreción, y nuestra obsesión era la aprensión de que nos capturara un destructor inglés o nos registraran las autoridades británicas el pasar el estrecho de Gibraltar. Kara había previsto esta posibilidad, y había cargado la suficiente cantidad de carbón para una larga travesía.

Pasamos una terrible tormenta en el Mediterráneo, pero después nada sucedió hasta que llegamos a Durazzo. Desembarcamos disfrazados, porque Kara nos dijo que el cónsul inglés podía vernos y meternos en un lío. Llevábamos vestidos turcos; Gracia, un velo pesado, y yo, un caftán viejo y grasiento, con el cual mi rostro demacrado y mal afeitado pasaba inadvertido.

La casa de Kara estaba, y está, a unas dieciocho millas de Durazzo. No está en la carretera principal, sino que tiene acceso por senderos montañosos que serpentean entre las colinas del sudeste de la capital. El país es salvaje y sin cultivar. Tuvimos que atravesar pantanos y enormes lagunas a medida que subíamos de terraza en terraza y llegábamos a los senderos que cruzan las montañas.

El palacio de Kara, pues realmente lo es, se ve desde el mar. Está edificado en la península Acroceraunia, cerca del cabo Linguetta; por sus alrededores, el país está más poblado y mejor cultivado. En los valles se ven campos de maíz y centeno. El palacio está construido en una meseta elevada. Se llega a él por dos veredas, que pueden ser, y han sido, bien defendidas en otros tiempos contra las tropas del sultán, o contra las cuadrillas de las aldeas rivales, que han pretendido siempre apoderarse de aquella fortaleza.

Los skipetars, muchedumbre ávida de sangre, sin piedad ni sentimiento alguno, eran lo bastante fieles a su jefe, Kara. Este les pagaba tan bien que no tenía objeto el robarle; además, los mantenía ocupados en pequeñas razzias, que él o sus agentes organizaban de cuando en cuando. El estilo del palacio era árabe más que turco.

Cuando penetré por las puertas me di cuenta por primera vez de la importancia de Kara. Había una veintena de criados, todos orientales, perfectamente educados, silenciosos y solícitos. Kara nos llevó a su habitación.

Era un enorme aposento, con divanes adosados a todo lo largo de las paredes, y una gigantesca alfombra en el suelo. Debo decir que durante todo el viaje su actitud hacia mí había sido perfectamente amistosa, y con respecto a Gracia se había conducido con exquisita consideración y tacto.

Apenas habíamos llegado a su habitación se volvió hacia mí, y con la bonhomía que había observado en todo el viaje me preguntó si quería ver mi alcoba.

A mi respuesta afirmativa batió palmas, y un gigantesco criado albanés apartó las cortinas de la puerta, hizo la tradicional reverencia, y Kara le habló en un lenguaje que yo supuse sería turco.

—Él le enseñará el camino —me dijo Kara con su más afable sonrisa.

Seguí al criado, y apenas había transpuesto el umbral de la habitación me vi cogido por cuatro hombres, que me derribaron al suelo y me metieron un trapo sucio en la boca antes que yo me diera cuenta de lo que ocurría.

Al comprender la ruin traición del hombre, mis primeros frenéticos pensamientos fueron para Gracia y su seguridad personal. Luché contra mis aprehensores, pero eran muchos contra mí, y me arrastraron por el pasillo, abrieron una puerta y me arrojaron a una habitación desmantelada. Debí de estar en el suelo una media hora, y al cabo de este tiempo entraron tres hombres acompañados de otro de edad madura llamado Salvolio, que era italiano o griego.

Hablaba bastante bien el inglés, y me explicó con suma claridad mi situación. Volví a la habitación de donde había salido, y encontré a Kara sentado en una de esas enormes butacas que tanto le gustaban y fumando un cigarrillo. Frente a él, aún vestida con sus ropas turcas, estaba mi pobre Gracia. No la habían atado, según vi con cierto alivio; pero cuando se levantó al entrar yo e hizo ademán de venir a mi encuentro, la echó atrás, sin ceremonias un guardián que estaba en pie a su lado.

—Juan Lexman —dijo Kara—, está usted en el comienzo de una gran desilusión. Tengo pocas cosas que decirle, pero son las suficientes para que se sienta usted a disgusto.

Fue entonces cuando me enteré por primera vez de que se había firmado mi perdón y reconocido mi inocencia.

—Como me ha costado mucho apoderarme de ustedes dos, no voy a permitir que mis planes queden sin realizar, y mi plan consiste en hacerles a ustedes la vida imposible.

No levantaba la voz, y hablaba en su tono habitual, suave y medio en broma.

—Le odio a usted por dos cosas: la primera es por haberse apoderado de la mujer que yo quería. Para un hombre de temperamento, esto es un crimen imperdonable. Yo nunca he deseado a las mujeres ni como amigas ni como diversión. Yo soy una de las pocas personas en el mundo que se bastan a sí mismas. Resultó que yo quise a su esposa, y ella me rechazó, al parecer, porque le prefirió a usted.

Me miró burlonamente.

—En este momento está usted pensando que yo la quiero ahora, y que para vengarme voy a conducirla a mi harén. Nada más lejos de mis pensamientos. El Romano Negro no se satisface con los residuos de un pobre hombre como usted. Los odio a ustedes dos por igual, y a ambos les tengo preparada una experiencia más terrible que todo lo que pueda crear su imaginación elástica. ¿Entiende usted lo que esto significa? —me preguntó sin perder la calma.

Yo no contesté. No me atreví a mirar a Gracia, hacia la que él se volvió entonces.

—Me parece que usted ama a su marido —le dijo—. Pues bien: su amor va a ser sometido a una severa prueba. Va usted a verle reducido a la condición de mísero pingajo. Va usted a verle brutalizado hasta un nivel inferior al del ganado en los campos. A ninguno de ustedes dos consentiré la menor alegría, el menor descanso del ánimo. Desde este momento son ustedes esclavos; ¿qué digo?, peor que esclavos.

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