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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

El misterio de la vela doblada (6 page)

BOOK: El misterio de la vela doblada
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—¿Juraría usted también la hora a que llegó a Londres?

—Creo que fue entre diez y once.

T. X sonrió.

—¿Juraría también que no pasó por Guilford a las doce y media y se detuvo para llenar el depósito de gasolina?

El griego había ya recobrado su sangre fría y se puso en pie.

—Es usted un hombre muy inteligente,
mister
Meredith..., creo que éste es su nombre.

—Exacto, así me llamo —contestó T. X. con calma—. Yo no he necesitado cambiar de nombre tan a menudo como usted.

Vio que los ojos de Kara echaban llamas, y comprendió que había dado en el blanco.

—Siento tener que irme —dijo Kara—. Vine con la intención de cumplimentar a
mistress
Lexman, y no tenía idea de que había de encontrarme con un policía,

—Mi querido
mister
Kara —dijo T. X., levantándose también y encendiendo un cigarrillo—, pasará usted la vida sufriendo esta triste contrariedad...

—No sé qué quiere usted decir.

—Sencillamente esto: que siempre irá usted en busca de una persona y se encontrará con otra; y. a menos que tenga usted suerte excepcional, esta otra persona será siempre un policía.

Guiñó un ojo, porque ya le había pasado la oleada de cólera que le produjo la presencia del griego.

—Ando buscando dos pruebas que han de librar a
mister
Lexman de muy serios trastornos —añadió—. Una de estas pruebas es la carta que usted quemó, como ya sabe.

—Sí —dijo Kara.

T. X. se inclinó por encima de la mesa, apoyando las manos en ella, y juntando casi su cara con la del griego.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Me lo dijo alguien, no recuerdo quién.

—Eso no es cierto —replicó T. X.—. Solamente estamos enterados
mistress
Lexman y yo.

—Pero mi querido señor —dijo Kara, poniéndose lentamente los guantes—, hace un momento me ha preguntado usted si quemé yo la carta.

—Dije el sobre —corrigió T. X. con risita maligna.

—Y ¿cuál es la segunda pista que sigue usted?

—El revólver.

—¿El revólver de
mister
Lexman?

—No;
mister
Lexman no tenía revólver, sino pistola. Esa ya la tenemos. Lo que buscamos es el arma que tenía el griego cuando amenazó a
mister
Lexman.

—Siento de veras no poder ayudarle en esa busca.

Kara se encaminó a la puerta, seguido de T. X.

—Voy a saludar a
mistress
Lexman.

—No va usted a saludarla —dijo el detective.

El otro se volvió con expresión burlona.

—¿Es que también la ha mandado usted detener? —preguntó.

—¡Vamos! ¡Salga usted en seguida! —gritó T. X. con repentina violencia.

Escoltó a Kara hasta el limousine que le esperaba.

—¡Caramba! —observó—. Veo que esta noche tiene usted, un chofer nuevo.

Kara, ahogado por la rabia, no pudo replicar palabra.

—Si le escribe usted al otro, déle recuerdos de mi parte —continuó implacable el detective cuando Kara se hubo acomodado en su lujoso vehículo—, y dígale que me intereso mucho por la salud de su señora madre. No deje usted de mencionar esto último.

Cuando el automóvil estuvo ya lejos de la casa, la cólera del griego estalló en una tempestad de gritos y blasfemias, y
mister
Kara se abandonó a un paroxismo de desesperación.

CAPÍTULO V

Seis meses después, T. X. Meredith estaba siguiendo con grandes fatigas una línea evasiva sobre un mapa de Sussex, cuando el ordenanza anunció al jefe superior.

—¿Qué hace usted? —gruñó
sir
Jorge apenas hubo entrado.

—La lección de esta mañana es sobre el mapa —contestó T. X. sin levantar la cabeza.

Sir
Jorge se acercó al segundo comisario y miró por encima de su hombro.

—Pero ese mapa que estudia usted es muy viejo —comentó.

—Mil ochocientos setenta y seis. Indica el curso de una porción de arroyuelos muy interesantes, que el caballero topógrafo que hizo la medición más adelante no vio u omitió en su dibujo. Estoy completamente seguro de que en uno de estos arroyos encontraré lo que busco.

—Entonces, ¿aún no ha perdido usted la esperanza de salvar a Lexman?

—No perderé la esperanza hasta que me muera, y aun entonces es posible que tampoco.

—¿A qué le condenaron? ¿No fue a quince años?

—Sí, a quince años —confirmó T. X.—, y muy afortunado de haber podido salvar la vida.

Sir
Jorge se acercó a la ventana y observó el animado tráfico de la calle.

—Me han dicho que ya está usted en buenas relaciones con Kara.

T. X. emitió un ruido que podía tomarse como asentimiento.

—Supongo que sabrá usted que este caballero ha hecho una tentativa heroica para hacerle saltar a usted.

—No me extraña —contestó T. X.—. Yo hice una tentativa no menos heroica para llevarle a la horca, y él me paga, por lo visto, en la misma moneda. ¿Qué ha hecho? ¿Intrigar con ministros y subsecretarios?

—Creo que sí.

—Es un imbécil —comentó T. X.

—Todo eso lo entiendo —dijo el jefe superior volviéndose hacia T. X.—. Pero lo que no entiendo es por qué le dio usted excusas.

—Hay tantas cosas que usted no entiende,
sir
Jorge, que renuncio a catalogarlas.

—Es usted un insolente —gruñó
sir
Jorge—. Venga a comer conmigo.

—¿Adónde me lleva usted? —preguntó cautamente T. X.

—A mi club.

—Entonces, lo siento de veras; pero no puedo acompañarle —dijo T. X. con exagerada cortesía—. Ya he comido una vez en su club. ¿Hace falta decir más?

Cuando el jefe superior salió, T. X. sonrió al recordar el profundo asombro de Kara y los vanos esfuerzos que hizo para disimular su inmensa satisfacción.

Kara era un hombre vanidoso, que sabía perfectamente que era muy guapo y muy rico. En la entrevista con el detective se condujo de un modo encantador, pues no solamente aceptó las excusas que éste le dio, sino que demostró abiertamente su deseo de crear una buena impresión en el hombre que tan groseramente le había insultado.

T. X. había aceptado una invitación para pasar el fin de semana en el rinconcito que Kara tenía en el campo, y allí había encontrado todo lo que podía desear: políticos eminentes que podían ser útiles a un joven ambicioso comisario general adjunto como era T. X., y hermosas damas para interesarle y divertirle. Kara había llegado al extremo de contratar una compañía dramática que representó
Sweet Lavender,
y a este objeto, el gran salón de baile de Herver Court se había transformado en teatro.

Al desnudarse para meterse en la cama aquella noche, T. X. recordaba que Kara había dicho que Sweet Lavender era su obra favorita, y resultó claro que había contratado a la compañía teatral principalmente para su propio recreo.

De otros muchos modos había tratado Kara de consolidar la amistad con el detective. Dio acertados consejos al joven comisario adjunto sobre una compañía ferroviaria que operaba en Asia Menor, y cuyas acciones estaban un poco por bajo de la par. T. X. le agradeció los consejos, pero no los siguió, ni sintió ninguna contrariedad cuando supo que las acciones habían subido tres libras en otras tantas semanas.

T. X. había dirigido la venta de Beston Priory. Hizo trasladar los muebles a Londres y alquiló un piso para Gracia Lexman.

Esta tenía una pequeña renta propia, y con ella y los grandes derechos literarios que empezaba a cobrar en crecientes cantidades, como consecuencia de la publicidad que el proceso dio al escritor, quedó a cubierto de toda necesidad.

—¡Quince años! —murmuró T. X. lanzando un silbido.

Desde el principio se vio que no había esperanza para Juan Lexman. Era acreedor del hombre a quien mató. No pudo comprobarse su historia de las cartas amenazadoras. No se encontró el revólver con que dijo le había apuntado Vassalaro. Dos personas creyeron implícitamente su historia, y un simpatizante ministro del Interior había asegurado formalmente a T. X. que, si éste encontraba el revólver y lo relacionaba con el crimen, sin duda ninguna se indultaría a Juan Lexman.

Se habían dragado todos los arroyos de la región, y en una ocasión se llegó a desecar el cauce de un riachuelo desviándolo en otra dirección, pero no se encontró rastro del arma, y T. X. había ensayado métodos más eficaces y seguramente menos legales.

Un electricista misterioso había hecho una visita al número 456 de la plaza Cadogan e iba investido de tan indiscutible autoridad, que se le permitió el paso hasta la alcoba secreta de Kara, con objeto de examinar ciertas instalaciones.

Al regresar Kara al día siguiente no dio importancia al asunto cuando le informaron, hasta que, al acercarse a su caja fuerte por la noche, descubrió que la habían abierto y registrado.

Casi todo lo que Kara tenía de valioso y confidencial estaba depositado en el Banco. En un paroxismo de pánico frenético, y a costa de una suma considerable, hizo que le cambiasen la caja por otra de tal potencia, según el fabricante, que nada podría hacer en ella el más hábil ladrón.

T. X. terminó su trabajo del día, se lavó las manos y estaba secándoselas, cuando entró Mansus en el despacho. No era corriente que Mansus irrumpiera en ningún sitio en aquella forma. Era un hombre lento, metódico, casi exasperante.

—¿Qué ocurre? —preguntó T. X.

—No hemos registrado la vivienda de Vassalaro —gritó Mansus sin aliento—. Se me ha ocurrido esto cuando pasaba por el puente de Westminster. Iba en el piso alto de un autobús...

—¡Despierte, Mansus! —interrumpió T. X.—. Claro está que registramos la vivienda de Vassalaro.

—No, señor, no la hemos registrado —dijo el otro triunfalmente—. Vivía en la calle Great James.

—No; vivía en el Adelphi —corrigió T. X.

—Tenía dos domicilios —insistió el subordinado.

—¿Cuándo se ha enterado usted de ello? —preguntó T. X. poniéndose serio.

—Esta mañana. Como le digo, iba en el autobús por el puente de Westminster y había dos hombres sentados enfrente de mí; oí la palabra «Vassalaro», y naturalmente, agucé el oído.

—Me parece muy natural, pero siga usted.

—Uno de los colocutores, persona de aspecto muy respetable, dijo: «Ese Vassalaro vivía en mi casa, y tengo allí todavía una porción de cosas suyas. No sé qué demonios hacer con ellas.»

—¿Y entonces intervino usted?

—El hombre se asustó muchísimo. Yo le dije: «Soy el inspector Mansus, de Scotland Yard, y le ruego que venga conmigo.»

—Y naturalmente, cerraría la boca y no diría una palabra más.

—En efecto, señor; pero al cabo de un rato le hice hablar, y me comunicó que Vassalaro había vivido en la calle Great James, seiscientos cuatro, piso tercero. Allí continúa todavía parte de su mobiliario. El hombre tenía poderosas razones para habitar dos domicilios.

—Y ¿qué más averiguó usted?

—Tenía una mujer —contestó Mansus—, que le abandonó cuatro meses antes de su muerte. Utilizaba la dirección del Adelphi para asuntos de negocios, y al parecer, dormía dos o tres noches a la semana en la calle Great James. Le he dicho al hombre que deje todas las cosas tal como están, que nosotros iremos a hacer un reconocimiento.

Diez minutos después los dos funcionarios estaban en el cuarto algo lúgubre que Vassalaro había ocupado. El casero les explicó que la mayor parte de los muebles era propiedad suya, pero que había ciertos artículos que pertenecían al muerto. Añadió, sin que viniera a cuento, que Vassalaro le debía al morir seis meses de alquiler.

Los artículos que habían pertenecido a Vassalaro eran un baúl, una pequeña mesa escritorio, un estante con libros y alguna ropa. La estantería estaba cerrada con llave, lo mismo que la mesa. El baúl, que no tenía nada de interés, estaba abierto.

Las otras cerraduras necesitaron poca atención. Mansus las hizo saltar sin dificultad ninguna. La hoja del
bureau
, al bajarse, constituía la mesa escritorio, y en el interior del mueble había un amontonamiento de cartas abiertas y sin abrir, informes, notas y todos los papeles que colecciona un hombre descuidado.

T. X. los examinó todos, uno tras otro, sin encontrar nada que le diese ninguna luz. Luego le llamó la atención una cajita de hojalata que estaba en uno de los compartimientos oblongos del mueble. El detective la sacó y la abrió, y encontró en su interior un pequeño bloc de cuartillas envuelto en una funda de papel de estaño.

—¡Caramba, caramba! —exclamó T. X; con explicable alegría.

CAPÍTULO VI

Un hombre estaba sentado en el patio inmaculado, ante la puerta de la casa del gobernador del penal de Dartmoor. Llevaba la horrible librea de ignominia que es el uniforme de presidiario. Tenía el pelo cortado al rape, y una barba de dos días rodeándole la cara, de expresión extraviada. En pie, con las manos a la espalda, esperaba el momento en que sus superiores le ordenasen el comienzo de su trabajo.

Juan Lexman —número 43, A.O.— alzó la mirada hacia el cielo azul que tantas veces había contemplado desde el patio de ejercicios, preguntándose qué le traería el día. Un día para él era el comienzo y el fin de una eternidad. No osaba pensar en los largos y horribles años que le esperaban. No se atrevió a pensar en la mujer que había dejado y que estaría sufriendo una agonía espantosa. Juan Lexman había desaparecido del mundo, el mundo que amaba y el mundo que le conocía, y que era para él todo en la vida. Todo había sido aplastado y borrado dentro de aquellos muros graníticos, y su amplio horizonte se había reducido al áspero marjal con sus tormos amenazadores.

En su existencia habían entrado nuevos intereses. Uno de ellos, la calidad de la comida. Otro, el carácter del libro que le entregaban en la biblioteca del presidio. El futuro lo representaban los oficios religiosos del domingo; el presente, cualquier trabajo que le encargaran. Durante el día tenía que pintar unas puertas y ventanas de una casita cercana; una casita ocupada por un vigilante, que, por algún motivo, le había hablado la víspera con cierta amabilidad y cierto respeto completamente inusitados.

—¡Cara a la pared! —gruñó una voz, y Lexman se volvió maquinalmente, conservando las manos a la espalda, y quedó mirando la pared gris del almacén del presidio.

Oyó los pasos de la cuerda de presos, que iba a las canteras y el retintín de las cadenas que los sujetaban. Eran hombres desesperados, particularmente interesantes para él, que había visto furtivamente sus caras en los primeros días de su encarcelamiento.

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