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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

El nacimiento de la tragedia (2 page)

BOOK: El nacimiento de la tragedia
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Ya en el «Prólogo a Richard Wagner» el arte —
y no
la moral —es presentado como la actividad propiamente
metafísica del hombre
; en el libro mismo reaparece en varias ocasiones la agresiva tesis de que sólo como fenómeno estético está
justificada
la existencia del mundo. De hecho el libro entero no conoce, detrás de todo acontecer, más que un sentido y un ultra-sentido de artista,—un «dios», si se quiere, pero, desde luego, tan sólo un dios-artista completamente amoral y desprovisto de escrúpulos, que tanto en el construir como en el destruir, en el bien como en el mal, lo que quiere es darse cuenta de su placer y su soberanía idénticos, un dios-artista que, creando mundos, se desembaraza de la
necesidad
implicada en la plenitud y la
sobreplenitud
, del
sufrimiento
de las antítesis en él acumuladas. El mundo, en cada instante la
alcanzada
redención de dios, en cuanto es la visión eternamente cambiante, eternamente nueva del ser más sufriente, más antitético, más contradictorio, que únicamente en la
apariencia
sabe redimirse: a toda esta metafísica de artista se la puede denominar arbitraria, ociosa, fantasmagórica—, lo esencial en esto está en que ella delata ya un espíritu que alguna vez, pese a todos los peligros, se defenderá contra la interpretación y el significado
morales
de la existencia. Aquí se anuncia, acaso por vez primera, un pesimismo «más allá del bien y del mal», aquí se deja oír y se formula aquella «perversidad de los sentimientos» contra la que Schopenhauer no se cansó de disparar de antemano sus más coléricas maldiciones y piedras de rayo, —una filosofía que osa situar, rebajar la moral misma al mundo de la apariencia y que la coloca no sólo entre las «apariencias» (en el sentido de este
terminus technicus
idealista), sino entre los «engaños», como apariencia, ilusión, error, interpretación, aderezamiento, arte. Acaso donde mejor pueda medirse la profundidad de esta tendencia
antimoral
es en el precavido y hostil silencio con que en el libro entero se trata al cristianismo, —el cristianismo en cuanto es la más aberrante variación sobre el tema moral que la humanidad ha llegado a escuchar hasta este momento. En verdad, no existe antítesis más grande de la interpretación y justificación puramente estéticas del mundo, tal como en este libro se las enseña, que la doctrina cristiana, la cual es y quiere ser sólo moral, y con sus normas absolutas, ya con su veracidad de Dios por ejemplo, relega el arte,
todo
arte, al reino de la
mentira
, —es decir, lo niega, lo reprueba, lo condena. Detrás de semejante modo de pensar y valorar, el cual, mientras sea de alguna manera auténtico, tiene que ser hostil al arte, percibía yo también desde siempre lo
hostil a la vida
, la rencorosa, vengativa aversión contra la vida misma: pues toda vida se basa en la apariencia, en el arte, en el engaño, en la óptica, en la necesidad de lo perspectivístico y del error. El cristianismo fue desde el comienzo, de manera esencial y básica, náusea y fastidio contra la vida sentidos por la vida, náusea y fastidio que no hacían más que disfrazarse, ocultarse, ataviarse con la creencia en «otra» vida distinta o «mejor». El odio al «mundo», la maldición de los afectos, el miedo a la belleza y a la sensualidad, un más allá inventado para calumniar mejor el más acá, en el fondo un anhelo de hundirse en la nada, en el final, en el reposo, hasta llegar al «sábado de los sábados» —todo esto, así como la incondicional voluntad del cristianismo de admitir valores sólo morales me pareció siempre la forma más peligrosa y siniestra de todas las formas posibles de una «voluntad de ocaso»; al menos, un signo de enfermedad, fatiga, desaliento, agotamiento, empobrecimiento hondísimos de la vida,—pues ante la moral (especialmente ante la moral cristiana, es decir, incondicional) la vida
tiene que
carecer de razón de manera constante e inevitable, ya que la vida es algo esencialmente amoral, —la vida, finalmente, oprimida bajo el peso del desprecio y del eterno «no»,
tiene que
ser sentida como indigna de ser apetecida, como lo no-válido en sí. La moral misma— ¿cómo?, ¿acaso sería la moral una «voluntad de negación de la vida», un instinto secreto de aniquilación, un principio de ruina, de empequeñecimiento, de calumnia, un comienzo del final? ¿Y en consecuencia, el peligro de los peligros?…
Contra
la moral, pues, se levantó entonces, con este libro problemático, mi instinto, como un instinto defensor de la vida, y se inventó una doctrina y una valoración radicalmente opuestas de la vida, una doctrina y una valoración puramente artísticas,
anticristianas
. ¿Cómo denominarlas? En cuanto filólogo y hombre de palabras las bauticé, no sin cierta libertad —¿pues quién conocería el verdadero nombre del Anticristo?— con el nombre de un dios griego: las llamé
dionisíacos

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¿Se entiende cuál es la tarea que yo osé rozar ya con este libro?… ¡Cuánto lamento ahora el que no tuviese yo entonces el valor (¿o la inmodestia?) de permitirme, en todos los sentidos, un
lenguaje propio
para expresar unas intuiciones y osadías tan propias, —el que intentase expresar penosamente, con fórmulas schopenhauerianas y kantianas, unas valoraciones extrañas y nuevas, que iban radicalmente en contra tanto del espíritu de Kant y de Schopenhauer como de su gusto! ¿Cómo pensaba, en efecto, Schopenhauer acerca de la tragedia? «Lo que otorga a todo lo trágico el empuje peculiar hacia la elevación» —dice en
El mundo como voluntad y representación
, II, 495—«es la aparición del conocimiento de que el mundo, la vida no pueden dar una satisfacción auténtica, y, por tanto,
no son dignos
de nuestro apego: en esto consiste el espíritu trágico—, ese espíritu lleva, según esto, a la
resignación
». ¡Oh, de qué modo tan distinto me hablaba Dioniso a mí! ¡Oh, cuán lejos de mí se hallaba entonces justo todo ese resignacionismo! —Pero en el libro hay algo mucho peor, que yo ahora lamento más aún que el haber oscurecido y estropeado con fórmulas schopenhauerianas unos presentimientos dionisíacos: a saber, ¡el haberme
echado a perder
en absoluto el grandioso
problema griego
, tal como a mí se me había aparecido, por la injerencia de las cosas modernísimas! ¡El haber puesto esperanzas donde nada había que esperar, donde todo apuntaba, con demasiada claridad, hacia un foral! ¡El haber comenzado a descarriar, basándome en la última música alemana, acerca del «ser alemán», como si éste se hallase precisamente en trance de descubrirse y de reencontrarse a sí mismo —y esto en una época en que el espíritu alemán, que no hacía aún mucho tiempo había tenido la voluntad de dominar sobre Europa, la fuerza de guiar a Europa, acababa de presentar
su abdicación
definitiva e irrevocable, y, bajo la pomposa excusa de fundar un
Reich
, realizaba su tránsito a la mediocrización, a la democracia y a las «ideas modernas»! De hecho, entre tanto he aprendido a pensar sin esperanza ni indulgencia alguna acerca de ese «ser alemán», y asimismo acerca de la
música alemana
de ahora, la cual es romanticismo de los pies a la cabeza y la menos griega de todas las formas posibles de arte: además, una destrozadora de nervios de primer rango, doblemente peligrosa en un pueblo que ama la bebida y honra la oscuridad como una virtud, es decir, en su doble condición de narcótico que embriaga y, a la vez,
obnubila
.—Al margen, claro está, de todas las esperanzas apresuradas y de todas las erróneas aplicaciones a la realidad del presente con que yo me eché a perder entonces mi primer libro, permanecerá en lo sucesivo el gran signo de interrogación dionisíaco, tal como fue en él planteado, también en lo que se refiere a la música: ¿cómo tendría que estar hecha una música que no tuviese ya un origen romántico, como lo tiene la música alemana— sino un origen
dionisíaco
?…

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—Pero, señor mío, ¿qué es romanticismo en el mundo entero si su libro no es romanticismo? ¿Es que el odio profundo contra el «tiempo de ahora», contra la «realidad» y las «ideas modernas», puede ser llevado más lejos de lo que se llevó en su metafísica de artista? —¿la cual prefiere creer hasta en la nada, hasta en el demonio, antes que en el «ahora»? ¿No se oye, por debajo de toda su polifonía contrapuntística y de su seducción de los oídos, el zumbido de un bajo continuo de cólera y de placer destructivo, una rabiosa resolución contra todo lo que es «ahora», una voluntad que no está demasiado lejos del nihilismo práctico y que parece decir «¡prefiero que nada sea verdadero antes de que
vosotros
tengáis razón, antes de que
vuestra
verdad tenga razón!»? Escuche usted mismo, señor pesimista y endiosador del arte, con un oído un poco más abierto, un único pasaje escogido de su libro, aquel pasaje que habla, no sin elocuencia, de los matadores de dragones, y que sin duda tiene un sonido capcioso y embaucador para oídos y corazones jóvenes: ¿o es que no es ésta la genuina y verdadera profesión de fe de los románticos de 1830 bajo la máscara del pesimismo de 1850?, tras de la cual confesión se preludia ya el usual
fínale
de los románticos,—quiebra, hundimiento, retorno y prosternación ante una vieja fe, ante el viejo dios… ¿O es que ese su libro de pesimista no es un fragmento de antihelenidad y de romanticismo, incluso algo «tan embriagador como obnubilante», un narcótico en todo caso, hasta un fragmento de música, de música
alemana
? Escúchese: Imaginémonos una generación que crezca con esa intrepidez de la mirada, con esa heroica tendencia hacia lo enorme, imaginémonos el paso audaz de esos matadores de dragones, la orgullosa temeridad con que vuelven la espalda a todas las doctrinas de debilidad del optimismo, para «vivir resueltamente» en lo entero y pleno: ¿
acaso no sería necesario
que el hombre trágico de esa cultura, en su autoeducación para la seriedad y para el horror, tuviese que desear un arte nuevo?,
el arte del consuelo metafísico
, la tragedia, como la Helena a él debida, y que exclamar con Fausto:

¿Y no debo yo, con la violencia más llena de anhelo,

traer a la vida esa figura única entre todas?—

«¿Acaso no sería
necesario
?».… ¡No, tres veces no!, jóvenes románticos: ¡no sería necesario! Pero es muy probable que eso
finalice
así, que
vosotros
finalicéis así, es decir, «consolados», como está escrito, pese a toda la autoeducación para la seriedad y para el horror, «ametafísicamente consolados», en suma, como finalizan los románticos, cristianamente… ¡No! Vosotros deberíais aprender antes el arte del consuelo
intramundano
, —vosotros deberíais aprender a
reír
, mis jóvenes amigos, si es que, por otro lado, queréis continuar siendo completamente pesimistas; quizás a consecuencia de ello, como reidores, mandéis alguna vez al diablo todo el consuelismo metafísico —¡y, en primer lugar, la metafísica! O, para decirlo con el lenguaje de aquel trasgo dionisíaco que lleva el nombre de
Zaratustra
:

Levantad vuestros corazones, hermanos míos, ¡arriba! ¡más arriba!, ¡y no me olvidéis tampoco las piernas! Levantad también vuestras piernas, vosotros buenos bailarines, y aún mejor: ¡sosteneos incluso sobre la cabeza!

Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: yo mismo me he puesto sobre mi cabeza esta corona, yo mismo he santificado mis risas. A ningún otro he encontrado suficientemente fuerte hoy para hacer esto.

Zaratustra el bailarín, Zaratustra el ligero, el que hace señas con las alas, uno dispuesto a volar, haciendo señas a todos los pájaros, preparado y listo, bienaventurado en su ligereza:

Zaratustra el que dice verdad, Zaratustra el que ríe verdad, no un impaciente, no un incondicional, sí uno que ama los saltos y las piruetas: ¡yo mismo me he puesto esa corona sobre mi cabeza! Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: ¡a vosotros, hermanos míos, os arrojo esta corona! Yo he santificado el reír; vosotros hombres superiores,
aprendedme
—¡a reír!—

Así habló Zaratustra
, cuarta parte.

Prólogo a Richard Wagner

Con el fin de mantener lejos de mí todas las críticas, irritaciones y malentendidos a que los pensamientos reunidos en este escrito darán ocasión, dado el carácter peculiar de nuestro público estético, y con el fin también de poder escribir las palabras introductorias con idéntica delicia contemplativa de la cual él mismo, como petrefacto de horas buenas y enaltecedoras, lleva los signos en cada hoja, voy a imaginarme el instante en que usted, mi muy venerado amigo, recibirá este escrito: cómo, acaso tras un paseo vespertino por la nieve invernal, mira usted el Prometeo desencadenado en la portada, lee mi nombre, y en seguida queda convencido de que, sea lo que sea aquello que se encuentre en este escrito, su autor tiene algo serio y urgente que decir, y asimismo que, en todo lo que él ideó, conversaba con usted como con alguien que estuviera presente, y sólo le era lícito escribir cosas que respondiesen a esa presencia. Usted recordará entonces que yo me concentré en estos pensamientos al mismo tiempo en que surgía su magnífico escrito conmemorativo sobre Beethoven, es decir, en medio de los horrores y sublimidades de la guerra que acababa de estallar. Sin embargo, errarían quienes acaso pensasen, a propósito de esa concentración, en la antítesis entre excitación patriótica y disipación estética, entre seriedad valiente y juego jovial: a éstos, si leen realmente este escrito, acaso les quede claro, para estupor suyo, con qué problema seriamente alemán tenemos que habérnoslas, el cual es situado por nosotros con toda propiedad en el centro de las esperanzas alemanas, como vértice y punto de viraje. Pero acaso cabalmente a esos mismos les resultará escandaloso el ver que un problema estético es tomado tan en serio, en el caso, desde luego, de que no sean capaces de reconocer en el arte nada más que un accesorio divertido, nada más que un tintineo, del que sin duda se puede prescindir, añadido a la «seriedad de la existencia»: como si nadie supiese qué es lo que significa semejante «seriedad de la existencia» cuando se hace esa contraposición. A esos hombres serios sírvales para enseñarles que yo estoy convencido de que el arte es la tarea suprema y la actividad propiamente metafísica de esta vida, en el sentido del hombre a quien quiero que quede dedicado aquí este escrito, como a mi sublime precursor en esa vía.

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