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Authors: John Boyne

Tags: #Drama

El niño con el pijama de rayas (5 page)

BOOK: El niño con el pijama de rayas
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—No me gusta.

—Bruno… —repuso Padre con voz cansada.

—Karl no vive aquí, ni Daniel ni Martin, y no hay otras casas cerca ni puestos de fruta y verdura ni calles ni cafeterías con mesas fuera ni nadie que te empuje al caminar los sábados por la tarde.

—Bruno, en esta vida a veces hay que hacer cosas que no nos gustan —explicó Padre, y el niño se dio cuenta de que se estaba cansando de aquella conversación—. Y me temo que ésta es una de ellas. Esto es mi trabajo, un trabajo importante. Importante para nuestro país. Importante para el Furias. Algún día lo entenderás.

—Quiero irme a casa —se obstinó Bruno, las lágrimas a punto de aflorarle. Sólo quería que Padre entendiera que Auschwitz era un sitio espantoso y que ya era hora de marcharse de allí.

—Tienes que aceptar que ahora éste es tu nuevo hogar —insistió su padre—. Este será tu hogar en el futuro inmediato.

Bruno cerró los ojos un momento. Pocas veces en la vida se había empeñado tanto en salirse con la suya, y desde luego nunca había ido a hablar con Padre tan decidido a hacerle cambiar de opinión respecto a algo, pero la idea de vivir en un sitio tan horrible donde no había nadie con quien jugar era insoportable. Cuando abrió de nuevo los ojos, Padre se levantó, rodeó el escritorio y se sentó en un sillón a su lado. Bruno vio cómo destapaba una pitillera de plata, sacaba un cigarrillo y le daba unos golpecitos en el escritorio antes de encenderlo.

—Cuando yo era niño —dijo entonces— había ciertas cosas que no me gustaba hacer, pero si mi padre decía que lo mejor para todos era que las hiciera, yo me esmeraba y las hacía.

—¿Qué clase de cosas? —preguntó Bruno.

—Pues… no sé. —Se encogió de hombros—. Cosas normales de la vida diaria. Sólo era un niño y no sabía qué era lo mejor para mí. A veces, por ejemplo, no quería quedarme en casa a terminar los deberes, quería salir a la calle para jugar con mis amigos, igual que tú. Ahora miro hacia atrás y veo que era una tontería.

—Entonces sabes cómo me siento —dijo Bruno, esperanzado.

—Sí, pero también entendía que mi padre, tu abuelo, sabía qué era lo que más me convenía, y que yo siempre estaba más contento cuando lo aceptaba. ¿Crees que habría tenido tanto éxito en la vida si no hubiera aprendido cuándo he de discutir y cuándo obedecer las órdenes sin rechistar? Dime, Bruno, ¿qué crees?

El niño miró en derredor. Su mirada se posó en la ventana situada en una esquina de la habitación y pudo divisar el espantoso panorama que había fuera.

—¿Has hecho algo malo? —preguntó al cabo—. ¿Has hecho enfadar al Furias?

—¿Yo? —dijo Padre mirándolo con asombro—. ¿Qué quieres decir?

—¿Has hecho algo mal en tu trabajo? Ya sé que todos dicen que eres un hombre importante y que el Furias tiene grandes proyectos para ti, pero no te habría enviado a un sitio como éste si no hubiese tenido que castigarte por algo.

Padre rió, lo cual molestó aún más a Bruno; no había nada que lo enfureciera más que un adulto se riera de él por no saber algo, sobre todo cuando él estaba esforzándose por averiguarlo.

—Veo que no entiendes la importancia de un trabajo como el mío —dijo Padre.

—Bueno, pero si todos tenemos que irnos de una bonita casa, dejar a nuestros amigos y venir a un sitio tan horrible como éste, no puedes haber hecho muy bien tu trabajo. Si has hecho algo mal, deberías ir y pedir disculpas al Furias, pues a lo mejor así se arreglaría todo. A lo mejor, si fueras muy sincero con él, te perdonaría.

Pronunció aquellas palabras sin pensar antes si eran sensatas o no, y al oírlas le pareció que no decían exactamente lo que quería decir a Padre, pero allí estaban, ya las había dicho y no había forma de borrarlas.

Tragó saliva con nerviosismo y, tras un breve silencio, miró de nuevo a su padre, que lo observaba fijamente, imperturbable. Bruno se pasó la lengua por los labios y desvió la vista. No le pareció buena idea sostenerle la mirada.

Tras unos minutos de incómodo silencio, Padre se levantó despacio del sillón y volvió a su asiento del escritorio, dejando el cigarrillo en un cenicero.

—No sé si pensar que eres muy valiente —dijo con voz queda al cabo de un momento— o muy irrespetuoso. Quizá seas muy valiente, lo cual no es malo.

—No he querido decir…

—Ahora calla y escucha —lo interrumpió Padre elevando la voz, porque a él no se le aplicaba ninguna de las reglas que regían la vida familiar—. He sido muy atento con tus sentimientos, Bruno, porque sé que este cambio es difícil para ti. Y he escuchado tus opiniones, pese a que tu juventud e inexperiencia hacen que expreses las cosas de un modo insolente. Y has visto que no me he enfadado por nada de eso. Pero ha llegado el momento de que sencillamente aceptes que…

—¡No quiero aceptarlo! —gritó Bruno y parpadeó asombrado, porque no sabía que iba a ponerse a gritar (es más, se había llevado un auténtico susto). Se puso en tensión y se preparó para salir corriendo si fuera necesario. Pero aquel día, por lo visto, no había nada que hiciera enfadar a Padre (si Bruno era sincero, tenía que reconocer que Padre casi nunca se enfadaba: se quedaba callado y distante, pues en cualquier caso siempre acababa saliéndose con la suya, y en lugar de gritarle o perseguirlo por la casa, se limitaba a mover la cabeza dando por terminada la discusión).

—Vete a tu habitación —dijo Padre en voz baja, y Bruno comprendió que lo decía en serio, así que se levantó, con los ojos anegados en lágrimas, y se dirigió hacia la puerta, pero antes de abrirla se dio la vuelta para hacer una última pregunta.

—Padre… —empezó.

—Bruno, no pienso seguir con… —repuso él con fastidio.

—No; es otra cosa —se apresuró a aclarar Bruno—. Quiero hacerte una última pregunta.

Padre suspiró e hizo un gesto animándolo a formular la pregunta, al mismo tiempo que le advertía que se trataba de la última y que luego el tema quedaría zanjado.

Bruno se concentró, pues quería formularla bien para que no pareciera maleducada ni despectiva.

—¿Quiénes son todas esas personas que hay ahí fuera? —preguntó al fin.

Padre ladeó la cabeza, un poco desconcertado.

—Soldados, Bruno —respondió—. Y secretarias. Empleados. No es la primera vez que los ves.

—No, no me refiero a ellos, sino a las personas que veo desde mi ventana. En las cabañas, a lo lejos. Todos visten igual.

—Ah, ésos —dijo Padre, asintiendo con la cabeza y esbozando una sonrisa—. Esas personas… bueno, es que no son personas, Bruno.

El niño frunció el entrecejo.

—¿Ah, no? —dijo, sin entender.

—Al menos no son lo que nosotros entendemos por personas —explicó Padre—. Pero no debes preocuparte. No tienen nada que ver contigo. No tienes absolutamente nada en común con ellos. Instálate en tu nueva casa y pórtate bien, eso es lo único que te pido. Acepta la situación en que te encuentras y todo resultará mucho más fácil.

—Sí, Padre —asintió Bruno, insatisfecho con la respuesta.

Abrió la puerta y entonces Padre lo llamó. Se levantó y enarcó una ceja, como si su hijo hubiera olvidado algo. Bruno lo recordó en cuanto él hizo el saludo. Lo imitó a la perfección: juntó los pies y levantó un brazo antes de entrechocar los talones y articular con voz fuerte y clara —lo más parecida a la de Padre— las palabras con que siempre se despedían los soldados:


Heil, Hitler!
—Lo cual, suponía él, significaba algo como «Hasta luego, que tengas un buen día».

6. La criada con un sueldo excesivo

Unos días más tarde, Bruno estaba tumbado en su cama contemplando el techo. La pintura blanca, agrietada y desconchada, producía un efecto muy desagradable, a diferencia de la pintura de la casa de Berlín, que nunca se saltaba y todos los veranos recibía una capa nueva cuando Madre llamaba a los pintores. Entornó los ojos para tratar de determinar qué había tras las finas y largas grietas. Imaginó que en el espacio entre la pintura y el techo vivían insectos que la empujaban y resquebrajaban, intentando crear un hueco por donde colarse para luego escapar por una ventana. Nadie, pensó Bruno, ni siquiera los insectos, elegirían quedarse en Auschwitz.

—Aquí todo es horrible —dijo en voz alta, aunque estaba solo en la habitación, pero oírse decirlo le hacía sentir mejor—. Odio esta casa, odio mi habitación y hasta odio la pintura. Lo odio todo. Absolutamente todo.

Acababa de decirlo cuando María entró por la puerta, cargada con un montón de ropa lavada y planchada de Bruno. Vaciló un momento al verlo allí tumbado, pero inclinó la cabeza y se dirigió en silencio hacia el armario.

—Hola —dijo Bruno; aunque hablar con una criada no era lo mismo que hacerlo con amigos, no había nadie más por allí con quien mantener una conversación, y era mucho más lógico que hablar solo. No había visto a Gretel por ninguna parte y comenzaba a preocuparle la posibilidad de enloquecer de aburrimiento.

—Señorito Bruno —saludó María con voz queda, mientras separaba las camisetas de los pantalones y la ropa interior, para luego acomodarlo todo en diferentes cajones y estantes.

—Supongo que estás tan descontenta como yo con este nuevo plan —dijo Bruno. La criada lo miró con cara de incomprensión—. Con esto —explicó Bruno, incorporándose y mirando alrededor—. Todo esto. ¿Verdad que es espantoso? Tú también lo odias, ¿no?

María fue a responder pero se contuvo y, tras vacilar un instante, se puso a gesticular con la boca, como probando diversas palabras que no acababa de juzgar apropiadas. Bruno la conocía de toda la vida —María había empezado a trabajar para ellos cuando él tenía sólo tres años—, y en general siempre se habían llevado bien, pero hasta entonces ella nunca había dado señales de tener vida propia. Se limitaba a hacer su trabajo: sacar el polvo, lavar la ropa, ayudar con la compra y en la cocina; a veces llevaba a Bruno a la escuela y lo iba a buscar, aunque desde su noveno cumpleaños decidió que ya era bastante mayor para ir a la escuela y volver a casa solo.

—¿Qué pasa? ¿No te gusta esto? —preguntó al fin la criada.

—¿Gustarme? —replicó Bruno con una débil risita—. ¿Gustarme? —repitió con mayor énfasis—. ¡Pues claro que no me gusta! Es espantoso. No hay nada que hacer, nadie con quien hablar o jugar. No irás a decirme que estás contenta de que nos hayamos mudado aquí, ¿verdad?

—Me gustaba el jardín de la casa de Berlín —dijo María, sin contestar directamente—. A veces, cuando hacía una tarde templada, me sentaba fuera, al sol, y almorzaba bajo la hiedra aralia que crecía junto al estanque. Había unas flores preciosas. Y un perfume… Me gustaba ver las abejas revoloteando alrededor de las flores; si no las molestabas, no te hacían nada.

—Entonces esto no te gusta, ¿verdad? —insistió Bruno—. ¿Lo encuentras tan horrible como yo?

María arrugó la frente.

—Eso no tiene importancia —dijo.

—¿Qué es lo que no tiene importancia?

—Lo que yo piense.

—Claro que tiene importancia —protestó Bruno, como si María se lo estuviera poniendo difícil a propósito—. Tú formas parte de la familia, ¿no?

—No creo que tu padre esté de acuerdo con eso —dijo ella, esbozando una sonrisa, pues las palabras del niño la habían conmovido.

—Bueno, te han traído aquí contra tu voluntad, igual que a mí. Si quieres saber mi opinión, estamos todos en el mismo barco. Y el barco hace agua.

Bruno creyó que María le daría su propia opinión, pero se limitó a dejar el resto de la ropa encima de la cama y apretar los puños, como si estuviera muy enfadada por algo. Abrió la boca pero volvió a contenerse, como temerosa de todas las cosas que podría decir si se decidía a empezar.

—Dímelo, María, por favor —suplicó Bruno—. Porque si resulta que todos pensamos igual, a lo mejor logramos convencer a Padre de que nos lleve a casa otra vez.

La mujer desvió la mirada, guardó silencio unos instantes y sacudió la cabeza con tristeza antes de decir:

—Tu padre sabe qué nos conviene. Debes confiar en él.

—No sé si confío en él —repuso Bruno—. Yo creo que ha cometido un grave error.

—Si es así, debemos aguantarnos.

—A mí, cuando cometo errores me castigan —insistió Bruno. Le fastidiaba que las reglas que se aplicaban a los niños nunca se aplicaran a los adultos (pese a que ellos eran quienes las imponían)—. Padre es un estúpido —añadió por lo bajo.

María abrió los ojos como platos y retrocedió un paso, tapándose la boca con una mano, horrorizada.

Miró alrededor para comprobar que nadie los estaba escuchando y luego lo reprendió:

—No debes decir eso. Jamás debes decir una cosa así de tu padre.

—No veo por qué no —replicó él; estaba un poco avergonzado de sí mismo por haberlo dicho, pero no pensaba permanecer impasible mientras le leían la cartilla cuando en realidad a nadie parecía importarle sus opiniones.

—Porque tu padre es un hombre bueno. Un hombre muy bueno. Nos cuida a todos.

—¿Trayéndonos aquí, al medio de la nada? ¿Así es como cuida de nosotros?

—Tu padre ha hecho muchas cosas —dijo María—. Muchas cosas de las que deberías enorgullecerte. De no ser por tu padre, ¿dónde estaría yo ahora?

—En Berlín, supongo. Trabajando en una bonita casa. Comiendo bajo la hiedra aralia y sin molestar a las abejas.

—No te acuerdas de cuando empecé a trabajar para vosotros, ¿verdad? —replicó María en voz baja, sentándose un momento en el borde de la cama, algo que nunca había hecho—. ¿Cómo vas a acordarte? Entonces sólo tenías tres años. Tu padre me acogió y me ayudó cuando yo lo necesitaba. Me ofreció un empleo, un hogar. Me alimentó. No puedes imaginar lo que es pasar hambre. Tú nunca has pasado hambre, ¿verdad?

Bruno frunció el entrecejo. Quería mencionar que precisamente en ese momento se le estaba despertando el apetito, pero miró a María y comprendió por primera vez que nunca había considerado que ella fuera una persona con una vida y una historia propias. Al fin y al cabo, siempre la había visto únicamente como la criada de su familia. Ni siquiera estaba seguro de haberla visto alguna vez con otra ropa que no fuera el uniforme de criada. Aunque, pensándolo bien, como estaba haciendo en aquel momento, debía admitir que su vida tenía que consistir en algo más que servirlos a ellos. Debía de tener pensamientos en la cabeza, igual que él. Debía de haber cosas que añoraba, amigos a los que quería volver a ver, igual que él. Y debía de haberse dormido llorando todas las noches desde que llegara aquí, igual que muchos niños más pequeños o menos valientes que él. Entonces se fijó en que además era muy guapa, lo cual le produjo una sensación extraña.

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