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Authors: John Boyne

Tags: #Drama

El niño con el pijama de rayas (6 page)

BOOK: El niño con el pijama de rayas
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—Mi madre conoció a tu padre cuando él tenía la edad que tú tienes ahora —dijo María tras una pausa—. Trabajaba para tu abuela. Fue su modista cuando ella iba de gira por Alemania, cuando era joven. Le preparaba los vestidos para los conciertos: los lavaba, planchaba y arreglaba. Eran unos vestidos maravillosos. ¡Y qué bordados, Bruno! Cada uno era una obra de arte. Hoy en día ya no quedan modistas como las de antes. —Sacudió la cabeza y sonrió al recordar, mientras Bruno escuchaba—. Mi madre se encargaba de que estuvieran todos preparados cuando tu abuela llegaba al camerino antes de un concierto. Y cuando tu abuela se retiró, mi madre permaneció en contacto con ella; recibía una modesta pensión, pero eran tiempos difíciles y tu padre me ofreció un empleo, mi primer empleo. Unos meses después mi madre enfermó, necesitó mucha atención médica y tu padre se encargó de todo, aunque no estaba obligado a hacerlo. Pagó todo de su propio bolsillo porque mi madre había sido amiga de su madre. Y me llevó a su casa por la misma razón. Y cuando murió mi madre, también pagó todos los gastos del funeral… Así que no vuelvas a llamar estúpido a tu padre, Bruno. Al menos no en mi presencia, porque no lo permitiré.

Bruno se mordió el labio inferior. Había esperado que María se pusiera de su lado en la campaña para marcharse de Auschwitz, pero ahora comprendió a quién era leal la criada. Y tenía que reconocer que la historia que acababa de contar le hacía sentirse muy orgulloso de su padre.

—Bueno —dijo, porque no se le ocurría nada que decir—. Supongo que se portó bien.

—Sí —afirmó María; se levantó y fue hacia la ventana, desde donde Bruno veía las cabañas y a la gente a lo lejos—. Se portó muy bien conmigo —continuó con voz queda, observando a la gente y los soldados ocupándose de sus asuntos—. Hay mucha bondad en su corazón, mucha bondad, por eso no entiendo… —Dejó la frase a medias, pues de pronto se le quebró la voz y Bruno pensó que iba a echarse a llorar.

—¿Qué no entiendes? —preguntó el niño.

—No entiendo qué… no entiendo cómo puede…

—¿Cómo puede qué?

Un portazo en el piso de abajo resonó por toda la casa como un disparo; fue tan fuerte que Bruno dio un respingo y María soltó un gritito. Se oyeron los pasos de alguien que subía la escalera con prisa. Bruno se acurrucó en la cama y se pegó a la pared, temiendo lo que iba a pasar. Contuvo la respiración, asustado, pero sólo era Gretel, la tonta de remate. La niña asomó la cabeza por la puerta y pareció sorprenderse de ver a su hermano en compañía de la criada.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Gretel.

—Nada —dijo Bruno a la defensiva—. ¿Qué quieres? Vete.

—Vete tú —replicó ella, pese a que estaban en la habitación de él, y luego miró a María, entornando los ojos con recelo—. Prepárame la bañera —le ordenó.

—¿Por qué no te la preparas tú? —le espetó Bruno.

—Porque ella es la criada —replicó Gretel—. Para eso está aquí.

—No está aquí para eso —le gritó Bruno; se levantó de la cama y fue derecho hacia su hermana—. No está aquí para hacérnoslo todo, ¿sabes? Y menos aún las cosas que podemos hacer nosotros mismos.

Gretel se quedó mirándolo como si se hubiera vuelto loco, y luego miró a María, que sacudió la cabeza.

—Ahora mismo voy, señorita Gretel —dijo—. Acabo de ordenar la ropa de su hermano y me ocupo de usted.

—Pues no tardes —repuso la niña con brusquedad (a diferencia de Bruno, ella nunca se había parado a pensar que María era una persona con sentimientos igual que las demás), y se marchó a su habitación.

María no la siguió con la mirada, pero en sus mejillas habían aparecido unas manchas rosadas. Una vez se hubo serenado, Bruno dijo:

—Sigo pensando que Padre ha cometido un grave error. —Le habría gustado disculparse por el comportamiento de su hermana, pero no sabía si era lo correcto. Aquellas situaciones siempre lo hacían sentir muy incómodo, porque en el fondo sabía que no había que ser maleducado con nadie, ni siquiera con los empleados. Al fin y al cabo, existía una cosa que se llamaba educación.

—Aunque lo pienses, no lo digas en voz alta —se apresuró a decir María, acercándose a él y mirándolo como para hacerle entrar en razón—. Prométemelo.

—Pero ¿por qué? —repuso Bruno frunciendo el entrecejo—. Sólo digo lo que siento. Eso no está prohibido, ¿no?

—Sí. Sí, está prohibido.

—¿No puedo decir lo que siento? —dijo el niño, incrédulo.

—No —insistió la criada, con la voz un poco crispada—. No digas nada, Bruno. No te imaginas los problemas que podrías causarnos a todos.

Bruno se quedó mirándola. Había algo en sus ojos, una especie de ansiedad angustiosa que el niño nunca le había visto. Eso lo inquietó.

—Bueno —masculló, y miró la puerta. De pronto sentía la necesidad de alejarse de la criada—. Sólo decía que esto no me gusta, nada más. Sólo te daba un poco de conversación mientras tú guardabas la ropa. No es que esté planeando escaparme ni nada parecido. Aunque si lo hiciera no creo que nadie me criticara por ello.

—¿Y matar a tus padres del disgusto? —replicó María—. Bruno, si tienes algo de sentido común, te quedarás callado y te concentrarás en tus deberes y en lo que te diga tu padre. Tenemos que cuidarnos hasta que esto haya terminado. ¿Qué más podemos hacer? No está en nuestras manos cambiar las cosas.

De pronto, y sin motivo aparente, Bruno sintió un súbito impulso de llorar. Eso lo sorprendió incluso a él, y parpadeó varias veces seguidas para que María no se diera cuenta de cómo se sentía. Aunque, cuando volvió a mirar a la criada, pensó que quizá sí había algo extraño en la atmósfera aquel día, porque ella también tenía los ojos llorosos. Todo aquello lo incomodó mucho, así que se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vas? —preguntó María.

—Afuera —refunfuñó Bruno—. Por si te interesa saberlo.

Salió despacio de la habitación, pero en el pasillo aceleró el paso y bajó la escalera a toda prisa, porque de pronto tenía la impresión de que si no salía de la casa inmediatamente se desmayaría. Unos segundos más tarde estaba fuera y echó a correr de una punta a otra del camino de la casa, porque necesitaba moverse, hacer algo que lo cansara. A lo lejos vio la verja que conducía a la carretera que conducía a la estación del ferrocarril que conducía a su antigua casa, pero la idea de volver a Berlín, la idea de escaparse y quedarse solo, era aún más desagradable que la idea de quedarse en Auschwitz.

7. El día que madre se atribuyó el mérito de algo que no había hecho

Varias semanas después de que Bruno llegara a Auschwitz con su familia y sin ninguna perspectiva en el horizonte de recibir una visita de Karl o Daniel o Martin, el niño decidió que lo mejor que podía hacer era empezar a buscar alguna forma de distraerse, o se volvería loco.

Sólo había conocido a una persona a la que consideraba loca, herr Roller, un hombre de la misma edad que Padre y que vivía al doblar la esquina de su antigua calle de Berlín. Solían verlo pasear arriba y abajo por la calle, a cualquier hora del día o la noche, discutiendo acaloradamente consigo mismo. A veces, la trifulca se descontrolaba y herr Roller intentaba dar puñetazos a su propia sombra en la pared. De vez en cuando peleaba con tanta rabia que golpeaba con los puños el muro de ladrillo y se hacía sangre, y entonces caía de rodillas, se echaba a llorar desconsoladamente y se daba palmadas en la cabeza. En algunas ocasiones le había oído pronunciar aquellas palabras que a él no le dejaban pronunciar, y cuando eso ocurría no podía parar de reír.

—No te burles del pobre herr Roller —le había dicho Madre una tarde, después de que el niño le relatara su última aventura—. No tienes ni idea de lo mal que lo ha pasado en la vida.

—Está loco —dijo Bruno, llevándose un dedo a la sien y describiendo círculos mientras silbaba para indicar lo chiflado que estaba—. El otro día se acercó a un gato que había en la calle y lo invitó a tomar el té.

—¿Y qué dijo el gato? —preguntó Gretel, que se estaba preparando un bocadillo en la encimera de la cocina.

—Nada —contestó Bruno—. Era un gato.

—Lo digo en serio —insistió Madre—. Franz era un joven encantador; yo lo conocí cuando era niña. Era amable y considerado y bailaba como Fred Astaire. Pero lo hirieron de gravedad en la Gran Guerra, en la cabeza, y por eso ahora se comporta de ese modo. No tiene ninguna gracia. No tenéis ni idea de lo que tuvieron que soportar aquellos jóvenes. No podéis imaginar cuánto sufrieron.

Entonces Bruno sólo tenía seis años y no estaba muy seguro de a qué se refería Madre.

—Eso pasó hace mucho tiempo —explicó ella cuando su hijo se lo preguntó—. Antes de que tú nacieras. Franz fue uno de los jóvenes que lucharon por nosotros en las trincheras. Tu padre lo conocía muy bien; creo que sirvieron juntos.

—¿Y a Padre qué le pasó?

—No importa. La guerra no es un tema de conversación agradable. Me temo que dentro de poco pasaremos mucho tiempo hablando de ella.

Aquel diálogo había tenido lugar unos tres años antes de que la familia se mudara a Auschwitz, y durante ese tiempo Bruno no había pensado mucho en herr Roller. Sin embargo, ahora tuvo la certeza de que si no hacía algo sensato, algo en lo que pudiera emplear su mente, él también acabaría paseando por las calles, peleándose consigo mismo e invitando a los gatos callejeros a reuniones sociales.

Para mantenerse ocupado, Bruno dedicó toda la mañana y toda la tarde de un sábado a preparar un nuevo pasatiempo. A cierta distancia de la casa —en una zona que se veía desde la habitación de Gretel, pero no desde la suya— había un roble de tronco muy grueso. Era un árbol alto, con grandes y gruesas ramas capaces de soportar el peso de un niño. El árbol parecía tan viejo que Bruno estimó que lo habían plantado a finales de la Edad Media, una época que había estudiado recientemente y que encontraba fascinante, sobre todo por los caballeros que vivían grandes aventuras en tierras lejanas y hacían interesantes descubrimientos.

Sólo había dos cosas que Bruno necesitaba para su nuevo pasatiempo: unos trozos de cuerda y un neumático. Encontrar la cuerda fue fácil, pues en el sótano de la casa se almacenaban varios rollos y no le llevó mucho tiempo hacer algo tan peligroso como buscar un cuchillo afilado y cortar todos los trozos que consideró necesarios. Los llevó al roble y los dejó en el suelo para utilizarlos más adelante. El neumático ya era otra cosa.

Aquella mañana en particular, ni Madre ni Padre estaban en casa. Ella se había marchado temprano en tren, a una ciudad cercana donde pasaría el día para cambiar de aires, mientras que a él lo habían visto dirigirse hacia las cabañas que se veían desde la ventana de Bruno. Como de costumbre, había muchos camiones y
jeeps
militares aparcados cerca de la casa, y aunque Bruno sabía que era imposible robarles un neumático, siempre cabía la posibilidad de encontrar uno suelto en alguna parte.

Cuando salió de la casa vio a Gretel hablando con el teniente Kotler y, sin mucho entusiasmo, decidió que él era la persona idónea. Kotler era el joven oficial al cual Bruno había visto el día de su llegada a Auschwitz, el que había aparecido en el piso de arriba de su casa y que lo había mirado un momento antes de saludarlo con la cabeza y seguir su camino. Bruno lo había visto varias veces desde entonces —entraba y salía de la casa como si fuera de la familia, y además no tenía prohibido entrar en el despacho de Padre—, pero no habían hablado mucho. Bruno no habría sabido explicar por qué, pero el teniente Kotler no le caía bien. Alrededor de aquel teniente había una atmósfera fría que hacía que Bruno quisiera ponerse un jersey. Sin embargo, no había nadie más a quien pedírselo, así que se armó de valor y se acercó a saludarlo.

La mayoría de los días, el joven oficial presentaba un aspecto muy elegante, se paseaba con aire resuelto y daba la impresión de que le hubieran planchado el uniforme una vez puesto. Siempre lucía las botas negras perfectamente embetunadas, y el rubio cabello con raya a un lado y perfectamente peinado con algo que conservaba las marcas del peine, como un campo recién labrado. Además, se ponía tanta colonia que sabías cuándo iba a aparecer porque lo olías de lejos. Bruno había aprendido a no quedarse donde el viento le trajera su perfume, por temor a desmayarse.

Pero aquel día, como era sábado por la mañana y hacía tanto sol, el teniente Kotler no iba tan arreglado. Llevaba camiseta blanca y unos pantalones normales, y un rebelde mechón de cabello le tapaba la frente. Tenía los brazos asombrosamente bronceados y unos músculos que Bruno ya hubiera querido para sí. Ese día parecía tan joven que el niño se sorprendió; de hecho, le recordó a los chicos mayores de la escuela, aquellos a los que no era conveniente acercarse. Kotler estaba absorto en una conversación con Gretel y lo que decía debía de ser tremendamente gracioso, puesto que ella reía a carcajadas y se enroscaba el cabello con los dedos formando tirabuzones.

—Hola —dijo Bruno al acercarse a ellos.

Gretel lo miró con cara de fastidio.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

—No quiero nada —le espetó Bruno mirándola con desdén—. Sólo he venido para saludar.

—Tendrá que perdonar a mi hermano pequeño, Kurt —le dijo Gretel al teniente—. Es que sólo tiene nueve años.

—Buenos días, jovencito —dijo Kotler, y entonces estiró un brazo y, para gran espanto de Bruno, le alborotó el cabello; al niño le dieron ganas de derribarlo de un empujón y saltarle sobre la cabeza—. ¿Y qué te trae por aquí tan temprano un sábado por la mañana?

—No es tan temprano —dijo Bruno—. Son casi las diez en punto.

El oficial se encogió de hombros.

—Cuando yo tenía tu edad, mi madre no podía levantarme de la cama hasta la hora de comer. Me decía que si me pasaba la vida durmiendo no crecería y me quedaría enclenque.

—Ah, pues en eso andaba muy equivocada, ¿verdad? —dijo Gretel con una sonrisa tonta.

Bruno la miró con desagrado. Su hermana hablaba con una vocecilla cursi, como si tuviera la cabeza llena de serrín. Estaba deseando alejarse de ellos, y no le interesaba saber de qué estaban hablando, pero sus intereses lo obligaban a pedir al teniente Kotler lo inconcebible: un favor.

—¿Puedo pedirle un favor? —preguntó.

—Adelante —dijo Kotler, y Gretel rió otra vez, aunque no había nada de qué reír.

—¿Sabe si hay algún neumático de recambio por aquí? De alguno de los
jeeps
, quizá. O de algún camión. Uno que ya no utilicen.

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