Read El oficinista Online

Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (10 page)

BOOK: El oficinista
2.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Él la ama, le contesta. Ella dice que ya se lo dijo: nada de amor. Quizá debería marcharse, piensa él. Ella se toca. Le pregunta si él no se masturbaría para ella. Él no se masturba. Prefiere hacer el amor, dice. Que no le hable de amor, le pide ella. No esta noche. El amor no es más que soledad, dice. Por favor, que se toque para ella, le ruega. Si quiere, insinúa, puede ayudarlo. Viene hacia él, le abre la bragueta, le pregunta si le gusta. Ella también se toca, le dice. Que mire cómo se toca, le dice. Se tocan y se miran. A ella se le llenan los ojos de lágrimas. Él se frena, busca un pañuelo de papel, pero ella le pide que siga. Ella llora y se toca. Que no se distraiga, le ruega ella. Que siga, pide ella. Que no pare. Él también llora. Pero le gusta.

31

Las tres de la madrugada en todos los relojes de la ciudad. Las tres de la madrugada en las calles mojadas. Las tres de la madrugada en los pórticos donde yacen los sin techo. Las tres de la madrugada en las estaciones del subte. Las tres de la madrugada en las plazas de cemento. Las tres de la madrugada en las autopistas desiertas. Las tres de la madrugada en los escombros llameantes del último atentado. Las tres de la madrugada en el campamento guerrillero. Las tres de la madrugada en los cuarteles. Las tres de la madrugada en las pistas de aterrizaje. Las tres de la madrugada en los hangares, los helicópteros quietos con sus hélices húmedas de sangre de murciélagos. Las tres de la madrugada en los hospitales silenciosos. Las tres de la madrugada en las celdas de las comisarías y en el hacinamiento de las cárceles. Las tres de la madrugada en el puerto. Las tres de la madrugada en los palacios del gobierno. Las tres de la madrugada en la oficina desierta. Las tres de la madrugada en el departamento donde su mujer y la cría duermen. Las tres de la madrugada en el departamento de la secretaria. Las tres de la madrugada en el country donde vive el jefe con sus adoptaditos balcánicos. Las tres de la madrugada en el cubículo que comparten el compañero y su novia. Las tres de la madrugada y él introduce un puño en su vagina. La joven jadea, se comba. En esta madrugada, a las tres, él se da cuenta una vez más de que no puede vivir sin ella.

Aunque ella no hable de amor, él piensa que ella lo ama. Cree entenderla: ella teme un nuevo fracaso sentimental. Como con el jefe. Pero el jefe no debe haberse entregado como él, calcula. El jefe la debe haber impresionado con sus éxitos sociales. Salidas, cenas, regalos. A la joven él, en cambio, se animó a contarle todas sus vergüenzas. En este ofrecer su alma aplicó su estrategia de conquistarla por la lástima. Exagerando la sinceridad, él se fue transformando en una foto retocada de sí mismo. Que ella le llevara el apunte es haber encontrado por primera vez una correspondencia. La secretaria, en cambio, no le ha contado más que instantáneas. Sin embargo a él le parecen capítulos de una novela. Y él es su lector. Su gran lector. Al introducir primero unos dedos, después todos, después el puño y, una vez adentro, abriendo la mano en su interior, cree que en su expulsión líquida, su arquearse voluptuoso, ella es suya como no fue de nadie.

Pero sus tormentos no se esfuman. Sus celos persisten. Cada vez que ella entra en el despacho del jefe, él se come las uñas, mira la puerta, vuelve a un expediente, a los cheques y, sin evitarlo, los ojos se le van hacia esa puerta. A veces se pregunta qué ocurriría si con una excusa se atreviera a entrar sorpresivamente en el despacho. Qué haría, se pregunta, si la sorprendiera sentada en el escritorio, de espaldas a la puerta, las piernas abiertas, agarrando la pelada del jefe. Si esto ocurriera, se resigna, se echaría atrás con timidez, disculpándose, cerraría la puerta con suavidad y, al salir, proponiéndose compostura, regresaría a su escritorio con el corazón a punto de reventar. El expediente, los cheques.

Pasa con ella varias noches a la semana, pero sus celos no amainan. Por qué no sospechar que las noches restantes las pasa con el jefe. Por qué no pensar que la joven puede arreglárselas para mantener dos relaciones simultáneas: con el jefe, a cambio de un servicio, se asegura beneficios concretos: el alquiler, por ejemplo. El jefe debe pagarle el alquiler. Y muchas otras cosas. En el departamento de la joven él es un inspector. Investiga a ver si encuentra regalos. Investiga en el dormitorio, en el placard, en los cajones. Investiga en el living, en la cómoda. Investiga en el baño, en el botiquín. Investiga en la cocina. Investiga la presencia del jefe. Hay veces que, cuando ella se sacude en un orgasmo, se pregunta quién pudo enseñarle esta caricia y aquélla, una figura y otra, tal o cuál posición, si fue el jefe, si con el jefe tiene los mismos gustos o se hace la mosquita muerta.

Una madrugada, al volver a su hogar, mientras la mujer y la cría duermen, desvelado, acostado en el sillón, prendo el televisor y hace zapping. Clava el control en un concurso de preguntas y respuestas. El participante, un enano, encerrado en un gabinete, con el corazón conectado a unos cables, se inquieta. Los cables, conectados a una computadora, controlan los latidos. Un locutor enuncia en off un
multiple choice
. Empieza a correr un segundero. Las pulsaciones marcan el tiempo. Cuanto más nervioso se pone el participante, más precipitadas son las pulsaciones y éstas reducen el tiempo de que dispone para responder. En la pantalla pueden leerse las opciones y en un marcador, las pulsaciones. La pregunta es sobre la sexualidad y la anatomía femenina. Al enano se le plantean diferentes opciones para que acierte quién fue el científico descubridor del punto G, denominado así por la letra inicial de su apellido. El locutor en off enumera los nombres que surgen en la pantalla: Greenwich, Grant, Goodman, González, Gutenberg, Guinsberg, Gutiérrez, Graffemberg, Goldenberg, Gómez. El enano enfrenta una botonera y, si toca el botón correcto, al acertar se iluminará la respuesta indicada y se oirá una música sinfónica y triunfal. Si erra se oirán unas carcajadas. El enano duda. En el audio, sístoles y diástoles amplificados. El enano escucha pensativo. El locutor en off vuelve a preguntar, ahora grave, quién fue el descubridor del punto G. El corazón del enano late con fuerza. Sus ojos se desorbitan. En puntas de pie se estira hasta la botonera. Mira asustado la cámara. Con un dedo está por tocar un botón. Pero se contiene. Por fin, dando un saltito, toca un botón: Gutenberg. Las carcajadas estallan en el audio y el enano, abochornado, agarrándose la cabeza, parece más enano todavía.

Qué lo diferencia de ese enano, se pregunta él. Apaga el televisor y se da vuelta, la cara contra el respaldo del sillón. Cuánto tiempo más puede aguantar, se pregunta. Al otro lo regocija su desesperación. Lo suyo es culpa, le dice el otro.

Otra vez tiene razón el otro.

32

La mujer lo despierta y lo arranca del sillón. Le ordena que vaya derechito al dormitorio y se desnude. Él no la contradice. Se desnuda despacio. Se cubre el pene, los testículos. Ella hurga en un cajón del ropero. Un correaje, unos broches metálicos. Que se acueste de una vez, le manda ella.

Hace tiempo que está muy misterioso, dice la mujer. A ver si anda buscando afuera lo que tiene en su hogar. Tantas horas extra y el regreso siempre de madrugada dan que pensar, dice. Es cierto que como marido no vale mucho y menos aún como padre, pero con tanta catástrofe alrededor lo que sobra en la ciudad son viuditas. A ver si alguna se lo quita. Más vale abrir el paraguas antes de que llueva. Lo ata a los barrotes de la cama. Que no tiemble, le susurra. Que le va a gustar.

Corpulenta, tosca, le parece verla por primera vez. El vello bajo la nariz. Los pelos en los pezones y las axilas. El pubis es selvático. Puede oler el sudor copioso de su calentura. Le aprieta las tetillas con los broches. Más le vale tener una erección, lo intima. Le pone la vagina en la cara, se la aplasta, y se lleva el pene a la boca. Parece que se lo va a devorar. Casi asfixiado él separa las nalgas de la mujer y la chupa. Tiene un gusto agrio ella. Cuando por fin él consigue una erección, ella se desprende del camisón y se lo introduce. A él lo avergüenza tener una erección prolongada como nunca tuvo con la joven.

Después, fumando, ella le dice que en estos días le resucitó el deseo. Así que mañana le conviene volver temprano. Sin duda, se dice, ella sospecha. Ahora el problema es qué le dirá a la joven. Cómo justificar que esta noche no la visitará, se pregunta. Se le ocurre decirle que uno de sus hijos, el más débil, está enfermo. Él se acongoja hablándole del viejito. La joven parece creerle. Al volver al hogar más temprano, la mujer lo está esperando otra vez. Y al día siguiente, en la oficina, debe disimular lo maltrecho que llega.

En la semana lo aqueja una gastritis fuerte, con una acidez insoportable. Otro trastorno es el dolor de cabeza constante. Están además los calambres, descargas eléctricas que le agarrotan las piernas. A él no le preocupa tanto que un calambre lo agarre en el escritorio como copulando con la joven. Pero lo peor de todo son esas ganas súbitas de orinar que le vienen últimamente. En la calle, en el subte, en el despacho del jefe, en el almuerzo con la secretaria. Tiene que salir corriendo a buscar un baño.

Al compañero no le pasan inadvertidas sus idas al baño. Una mañana, con esa sonrisita amistosa, se le acerca. Próstata, le pregunta. Es que no debería abusar del té, le contesta él. El compañero lo mira: no había reparado en que él tomaba té. El oficinista ahora lo mira con sorna: Debería ser más observador, le dice. El compañero comenta: Es tan ruso tomar té.

Después abandona el escritorio, va al baño, orina y al salir entra el despacho del jefe. Necesita hablar con él, le dice. Un asunto confidencial, murmura. Habla en voz baja, agitado. Su corazón es un tambor. El jefe se respalda en su sillón, le pide que se serene, que, si tiene algún problema cuya resolución está en sus manos, no debe preocuparse. El jefe lo tiene en el más alto concepto. El oficinista tiene las manos frías, húmedas. En el más alto concepto, repite el jefe.

Que no se trata de él, susurra el oficinista. Se trata del compañero.

33

Esa tarde, el compañero tarda en regresar del almuerzo. El oficinista mira su reloj de bolsillo. Pasa media hora, pasan una, dos. El compañero no vuelve. Y a nadie parece importarle su ausencia. Nadie aquí es imprescindible. El cementerio, si es que el compañero tiene la suerte, en estos tiempos, de ser enterrado en uno, está colmado de imprescindibles. El oficinista va hacia el escritorio de atrás, revisa una bandeja de expedientes, finge estar buscando uno, abre los cajones del escritorio y por fin encuentra el cuaderno. El cuaderno ruso, ha escrito el compañero en la tapa. El oficinista filtra el cuaderno dentro de un bibliorato y lo lleva a su escritorio. Después mira alrededor. Nadie ve cuando se guarda el cuaderno. Tampoco cuando lo abre y se sumerge en sus páginas. Contra lo que suponía, no es un diario. Notas dispersas. Unas cuantas en cirílico. Notas sobre literatura. Si pensaba que a través del cuaderno podría averiguar algún secreto del compañero, está listo. A menos que el secreto esté escrito en esos jeroglíficos. Debió pensar que el infeliz no tenía un secreto más interesante que su sueñito literario en la Patagonia. Era un pobre cagatinta idealista. Era, medita. Está conjugando al compañero en pasado. Lo que no es incorrecto, reflexiona.

Ya son más de las siete, el personal se retira y, como siempre, se quedará hasta la noche.

El compañero no ha aparecido.

Nunca más aparecerá.

34

La ausencia del compañero comienza a enojarlo. A medida que pasa un día y otro, esa ausencia lo enerva. Especialmente aquí, en el trabajo, es donde esa ausencia, en vez de cicatrizar, se infecta. Sus pensamientos son gusanos de la culpa. No estaría infectado de no haber sido un delator. Y si lo fue, procura razonar, fue obligado por las circunstancias. No habría denunciado al compañero si éste no le hubiera arrancado su confesión. El compañero, sutilmente, con su mojigatería, lo apretó. Porque, a medida que pasa el tiempo, está cada día más convencido de que el compañero se la buscó. Y también se las ingenió para embromarlo con esta culpa, una culpa infecciosa. El oficinista espanta una mosca imaginaria. Y al rato otra. Tendrá que cuidar que este gesto que le sale cuando se enrosca en estos pensamientos no se le enquiste como un tic. Todavía en la oficina van a tomarlo por loco. Y aunque no sería el primero que enloquezca en la oficina así, tampoco sería el último en tirarse contra los ventanales. Ni el primero ni el último, loco o suicida no quiere ser. Quizá, se dice, lo más propicio para su salud mental sea tomar el toro por los cuernos. Después de darle vueltas a la idea se convence de que debe ver a la chica.

Se acuerda del nombre de la petrolera que se veía en la foto que le mostró el compañero. Después de consultar en una guía cuáles son las estaciones de servicio más cercanas a la oficina, hace una lista con todas y las recorre una por una en el horario de almuerzo. La encuentra en la última estación de su lista. La chica no sonríe como en la foto. Ni tampoco, como le había contado el compañero, al atender al público. Debe estar amargada por la ausencia. Aunque no tardará en dar con un reemplazante que le borre su recuerdo. Las mujeres son rápidas, piensa. Más que los hombres. Se le acaba el tiempo, vuelve a la oficina. Vendrá al día siguiente, se promete.

35

Y al día siguiente, en el horario de almuerzo, se sienta a tomar un café en el 24 horas. No puede negar que el encono le concede a la chica una intensidad sexy. Quizá es más sexy ahora que antes, recapacita. A él le gusta.

Todos los mediodías se sienta en el bar de la estación de servicio, todos los mediodías. La misma mesa, el mismo vasito de café, contra la vidriera. Ella se mueve ajena a su acecho. Hasta que en un segundo se cruzan sus miradas. Lo ha descubierto. Pero, ligera, se hace la distraída. Igual que el compañero cuando él lo sorprendía escribiendo en su cuaderno.

36

Una tarde se le ocurre pedirle permiso al jefe para retirarse antes. Sólo excepcionalmente el personal pide permiso. Tiene que haber una razón grave para que alguien se atreva a una solicitud semejante. Y en su caso es llamativo. Al jefe le extraña que justamente él venga a pedirle este permiso. Si le está pasando algo, que se lo confíe. El oficinista piensa primero una excusa, la enfermedad de alguien de la familia. Pero es un argumento trillado. Si inventa algo parecido a la verdad, a lo que está por hacer, se dice, parecerá más verosímil. Debe arriesgarse. El jefe lo analiza con la mirada. En qué anda, le pregunta. El oficinista titubea al decir que tiene un compromiso ineludible. El jefe sonríe. Qué clase de compromiso, le pregunta. A ver si todavía está metido en algo raro. Una cita, balbucea él. Una cita, repite el jefe. En su expresión hay camaradería. Un asunto de polleras, pregunta el jefe, tanteándolo. Él baja la cabeza. El jefe lanza una exclamación jocosa. Le ha salido bien eso de la cita, se dice él sin subir la cabeza. Porque, de paso, el jefe nunca sospechará que tiene un asunto con su secretaria. Una cita, vuelve a decir él. El jefe se ríe. A carcajadas, se ríe. Quién lo hubiera dicho, corcovea de la risa. Que él, con ese aspecto sumiso, tenga un asunto de polleras. El jefe se para, le pone una mano en el hombro. Pero cómo negarle un permiso tratándose de un asuntito. Con la dedicación que el oficinista muestra en el trabajo, cómo va a impedirle un relax, dice el jefe. Además, la cana al aire tiene un beneficio secundario, le dice el jefe. Porque mañana rendirá el doble.

BOOK: El oficinista
2.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deadly Notions by Casey, Elizabeth Lynn
Distant Thunders by Taylor Anderson
Heart's Haven by Lois Richer
Confessions by Carol Lynne
Five on Finniston Farm by Enid Blyton
Kansas City Lightning by Stanley Crouch
Blood Zero Sky by Gates, J.
Octavia by Beryl Kingston
Crisis of Faith by Timothy Zahn
Olivia’s Luck (2000) by Catherine Alliot