Read El oficinista Online

Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (13 page)

BOOK: El oficinista
11.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

De un club sale una joven rubia. El tapado de piel entreabierto deja ver un ceñidísimo vestido negro con strass, escote y mini. Ella ríe colgándose de un gordo canoso de smoking que podría ser su padre. O su abuelo. La pareja espera que venga un vehículo. Un lujoso auto con chofer, piensa. El viejo de smoking prende un habano. La joven tiene el tapado entreabierto. Él puede verla jugar distraída con un collar de piedras. Se pregunta cuánto podrá valer.

Según el otro, con esa alhaja él podría solucionar unos cuantos problemas. Unos cuantos, repite. Un sueldo no le alcanzaría para pagar esas piedras. Saldaría todos los sueldos que debe con esas piedras. La secretaria lo miraría distinto si le regalara una sola. Una sola de esas piedras. Pero él no quiere escucharlo. Si se animara, insiste el otro, podría apoderarse de esa alhaja. Bastaría con que caminara hacia la joven, le sacudiera un golpe al viejo de smoking, arrancara el collar y se esfumara rápido en la bruma. Está harto de escuchar al otro. Ahora verá el otro quién es él, piensa. El viejo de smoking muerde el habano. La joven se cuelga de él con una risita aniñada.

Él toma envión, choca contra el viejo, lo derriba. La joven se sorprende. Él tira de su collar. Algunas piedras del collar saltan, pero él corre con las que pudo manotear. Puteadas del viejo. Corre. Gritos de la chica. Corre. Un silbato. Corre. Si se da vuelta está perdido. Corre. Siente una puntada en el pecho. Corre. Le falta el aire. Corre. El calambre en una pierna. Corre. Alto, le gritan. Corre. Un tiro en la noche. Corre. Otro tiro. Corre. El plomo rebota, un tintineo cerca. Corre. Un guardia le sale al cruce. Lo tumba. Lo golpea en la cabeza con el cañón de la pistola. Cae, la cara contra el pavimento. Le esposan las manos en la espalda. Los zapatos lustrados de los custodios. Brillitos en el asfalto mojado, las piedras del collar. Le pica la nariz y no puede rascarse.

Piensa en lo que dirán en la oficina, piensa en la joven, piensa en su mujer, piensa en la cría, piensa en el viejito. Se reprocha pensar siempre último en el viejito. Se imagina un calabozo de comisaría, los presos mirándolo de reojo. Las sirenas policiales. Aullidos de neumáticos. Abrir y cerrar de puertas de autos patrulla. Unos botines de cuero negro. Una patada en los riñones. Está por vomitar. Lo levantan de los pelos, lo doblan contra el motor del auto, lo revisan, le sacan el documento, la luz de una linterna y, a través de la radio de un auto patrulla, averiguan si tiene antecedentes. No tiene. Los policías comentan algo sobre un juez. Él tarda en darse cuenta de quién hablan. Del viejo de smoking hablan. El viejo es un juez.

Lo interrogan. Dónde vive, en qué trabaja. Contesta casi llorando. Mantener algo de dignidad, se impone. El otro, que lo observa desde atrás de los policías, lo mira socarrón.

Una limusina negra se aproxima. Una de las ventanillas del auto baja y entonces el oficinista puede entrever al juez y su amiguita. De su excelencia, lo tratan al juez. Que lo perdone, ruega el oficinista. Su excelencia, le llora. Que es la primera vez, dice. Que lo hizo por necesidad. Que tiene muchas bocas que alimentar, explica. Que le tenga lástima, solloza. Su excelencia, se arrodilla. Un policía le pega un revés. Pero él no para de implorar.

El juez asiente. La limusina se aleja en la bruma. Y lo liberan. Es que no valía la pena, se ríen los policías. Las piedras no valían nada. No es que el juez haya sido benévolo. Es que esa alhaja era una baratija. Tuvo suerte, le dice el policía. No valía la pena hacer más escándalo por una chafalonía regalada a una mariposita nocturna.

44

En una revista científica ha leído sobre un experimento realizado en un instituto de neurociencias cognitivas. El experimento tipificó una clase de demencia que puede estallar de modo inesperado y durar aproximadamente siete minutos. Pero, destacaron los psiquiatras, se produjeron algunos casos en que los pacientes, aun cuando habían superado el shock de los siete minutos, seducidos por su efecto, volvían a repetir los actos realizados durante el ataque. Hombres meticulosos que se volvieron jugadores compulsivos. Ejecutivos sobresalientes que una mañana, al levantarse para ir a su empresa, saltaron por el balcón de su penthouse. Soldados que, durante un enfrentamiento con la guerrilla, se dieron vuelta y ametrallaron a sus compañeros. Amas de casa que abandonaron inesperadamente sus hogares y se lanzaron a las rutas buscando emociones. Cirujanos que en la mitad de una operación le clavaron el bisturí al paciente. Pilotos de avión que con una sonrisa decidieron hundirse, con toda la tripulación, en el fondo del océano. En fin, espíritus que, en un arranque de inspiración, iluminados, dieron el paso de un camino sin retorno.

La investigación proporcionaba toda una serie de ejemplos. A cada cual más desaforado. Le hizo daño esta lectura. Se pregunta si, tal vez, su enamoramiento no habrá sido resultado de un ataque de esta locura inesperada. Su intento de robo de una alhaja indica un síntoma claro de que la razón puede fallarle. A su lado, el otro camina circunspecto. Y asiente. Es cierto que en todo amor existe un componente demencial, le dice al otro, pero lo que ahora siente responde a una lógica. Toda su vida soñó que alguna vez una historia amorosa le sucedería y, a partir de este suceso, su existencia pegaría un vuelco frenético. La cuestión, se dice ahora, es que el enamoramiento no lo impulsó todavía al no retorno. Nada lo diferencia de un vulgar adúltero. Nada, piensa.

La inseguridad lo corroe. Se pregunta si no debe probar la resistencia de su amor. Por qué no, se pregunta. Y ahora, cuando el subte se detiene en la estación del pecado, se baja. En verdad, la estación tiene el nombre de una virgen santa a la que, entre otros tantos poderes, se le adjudica el devolver la pureza a quienes la perdieron.

Determinado a ponerle fin a la duda, sube a la superficie y se encuentra en el barrio del vicio. A diferencia de otras partes de la ciudad, este barrio nunca se apaga. Así como en estas calles no se distingue si es de día o de noche, tampoco nadie se fija demasiado en la categoría de los que acuden en busca de un rato de placer. Acá pueden verse tanto un convertible que avanza despacio como una abuela dispuesta a regatear sus billetes por una tarifa razonable. Putitas y putitos, chicos, venden, además de drogas, sus cuerpos. Piénsese una droga, por demoledora que sea, y acá se la puede encontrar. Imagínese un goce, el más truculento, y acá está, al alcance de los consumidores. El oficinista leyó alguna vez que la imaginación del hombre es limitada en materia de monstruos. En cierta forma, los consumidores como estas criaturas lo son. Pero no se sienten monstruos sino usuarios. Quienes vienen a comprar saben lo que quieren. Y los chicos lo venden y saben cómo cobrarlo. Los precios varían desde la cópula primitiva, el alivio inmediato de una chupada, hasta placeres que pueden incluir una mutilación parcial o la muerte. Siempre el arreglo se hace con un joven mayor que puede ser un hermano, un primo, un padre, con quien habrá de pactarse el juego erótico y su precio. En el caso de que el cliente se interese en un juego erótico que pondrá en peligro la vida de la criatura o requiera su muerte, entonces se conviene una tarifa especial y se llena un formulario donde se declara quiénes son los beneficiarios del seguro infantil.

Se interna en la zona roja, aunque no es la primera vez que la camina ya que antes, otras veces, en arrebatos de angustia, lo hizo, pero siempre sin animarse a contratar un servicio: el temor a contraer una peste. Observa las pibas y los pibes y no puede dejar de pensar en el viejito. No debería pensar en el viejito ahora. Debería pensar en esta nena que se le ofrece. No debe tener seis años, pero en su sonrisa uno puede imaginarse todo lo que puede hacer con esa boquita de pétalos carmesí. Reprime la tentación. Sigue de largo. Tropieza con un chico. En realidad no puede discernir si es un varón o una nena. Un bellísimo ejemplar de androginito. O androginita. Al pensar en estos diminutivos se pregunta por qué se adjudica a la infancia el patrimonio del diminutivo. Se pregunta también si estas criaturas, como una sin piernas, que se le cruza en una tabla con rulemanes, no serán, en vez de chicos, productos. Razona: si quienes vienen a encontrar su placer en estas calles son consumidores, los chicos, basta de escrúpulos, son productos. Y nada de esto, se dice, tiene que ver con el amor.

Porque una de las características del amor consiste en sentirse niño. Un niño no es un loco. Simplemente, no es responsable de sus actos. Ni la secretaria ni él son responsables del magnetismo que los unió. Son como chicos. Indefensos ante una fuerza todopoderosa que los envolvió como un tornado. No han elegido enamorarse. Les pasó. Al menos a él le pasó. El amor está, en su caso, fuera de su responsabilidad. Ni consumidor ni producto, se dice. Un chico, piensa. De pronto se avergüenza de estar caminando estas calles.

Pensar en la incomodidad de que alguien pueda descubrirlo por acá le da pánico. Alguien que más tarde contará en la oficina que lo sorprendió deambulando por esta parte de la ciudad. Le da taquicardia imaginar lo que la secretaria pensará cuando le vayan con el cuento. Se apura hacia el subte. Pero lo detienen los aullidos de las sirenas policiales, las frenadas de los autos patrulla, las órdenes de los policías, sus armas apuntándole. Levanta las manos. Alrededor todos corren, los grandes y los chicos, y él queda solo, en la vereda de un pornoshop.

Alza las manos. Grita que no hizo nada. Que pasaba por esta zona. Que no es uno de esos degenerados que la frecuentan. Pero los policías no dejan de encañonarlo. Y entonces advierte que alguien le pone un metal frío en la nuca. A su espalda, escudándose en él, se encuentra un pibe armado con una pistola automática. Él quiere girar, pero el pibe, un morochito teñido de rubio, lo zamarrea del cuello, lo golpea con el arma. Parece un juguete enorme la pistola. El pibe le pone el cañón en la nuca. Al oficinista le tiemblan las piernas.

Antes, en su vida anterior, y cuando piensa en su vida anterior, piensa en antes de enamorarse de la secretaria, muchas noches daba vueltas demorando la vuelta al hogar, si es que puede llamar así a la madriguera. Le gustaba perderse por las calles del centro y seguir hacia la periferia, arriesgarse más allá, suponer una valentía si alguien llegaba a atacarlo. Una vez lo acorraló un travestí. Cuando el oficinista le dijo que no buscaba sexo, el otro lo cacheteó, le sacó dinero y volvió a pegarle antes de abandonarlo maltrecho en un umbral. Otra vez lo acorralaron varios. Lo envolvieron con manotazos, le apretaron los testículos. Y en el revoltijo de los cuerpos, zamarreándolo, uno le manoteó la billetera. Lo peor no fue perder unos pocos billetes. Lo peor fue perder el documento de identidad. Si hacía la denuncia, pensó, si declaraba que le habían robado los travestís, la policía sospecharía de su virilidad. Inventó una mentira. Un chico, mintió. Lo había encañonado. Y a él le había bajado la presión, se había desmayado. Después, no se acordaba. Cuando reaccionó caminaba perdido. El shock le impedía recordar más. Eso declaró en el destacamento de vigilancia. Todo lo que le importaba era recuperar el documento de identidad.

45

El temblor de las piernas. Se le aflojan. Le cuesta mantenerse en pie. Los dientes le castañetean. Se le ha secado la boca.

Los policías, al frente, apuntan. Agarrándolo de un brazo, el pibe le ordena que retroceda. Que camine despacio hacia atrás. A medida que el oficinista y el chico reculan, los policías avanzan. El pibe se ríe. Lo divierte la situación. Matar o morir, dice el pibe. Y se ríe. De eso se trata la vida, piensa el oficinista. Matar o morir. Siempre lo supo. Le cuesta creer que el pibe resuma tan simplemente una filosofía de la existencia. Debe ser un ángel que vino del cielo para traerle este mensaje. Un enviado, piensa. Tal vez también el viejito fue un enviado y el portador de un mensaje que, en su oportunidad, no pudo comprender.

46

Ignora cuánto tiempo hace que está así, las piernas que se doblan, los dientes entrechocando, la boca seca, las axilas empapadas, las manos levantadas. Y las ganas de orinar. Toda su vida ha estado así, piensa. Piensa que desde que tiene memoria se encuentra con el cañón de un arma en la nuca. No aguanta más.

Al perder el conocimiento, al desplomarse, siente que su peso no es mayor que el de una almohada. Se abandona a la negrura. A lo lejos, se oyen disparos.

47

Está sentado en el asfalto, la espalda contra la rueda de un auto patrulla. Manchado de sangre. Las manos, la cara, el sobretodo. No debe alarmarse: no es su sangre. El pibe yace unos metros más allá, muerto, en un charco rojo. La vidriera del pornoshop destruida por los impactos. Las muñecas y los artefactos, derribados. Las luces rosadas del negocio aumentan la intensidad del color de la sangre que ha emanado del cadáver y corrido por la vereda descendiendo hasta una alcantarilla.

Un policía de civil lo ayuda a incorporarse. Le cuesta mantener el equilibrio. El oficinista cree necesario mostrarle su documento, identificarse. Que se marche, le ordena el policía. Que acá no pasó nada. Que nadie vio nada. Que todos tenemos a veces una mala noche. Al día siguiente se olvida. Es saludable olvidar. No se puede vivir todo el tiempo en la memoria, le dice. El oficinista le pregunta qué delito había cometido el pibe. Que no es asunto suyo, le dice el policía. Que se vaya a casa, le dice. Le parece un buen hombre el policía. No se puede juzgar a la gente por su trabajo. Seguramente debe tener una familia, mujer, hijos. Seguramente lo quieren, lo respetan y lo admiran. Entonces, al volver a su hogar después de un día de trabajo, el policía encuentra amor.

Matar o morir, cree haberle oído al chico muerto. Un valiente. En cambio su lema es someterse y sobrevivir. Piensa en el viejito. Compara al chico muerto con el viejito. Se le parece tanto el viejito. Desde su nacimiento, minúsculo, frágil, semanas en una incubadora, mostró una resistencia notable al sufrimiento. Y, a pesar de todas esas semanas en las que cada segundo parecía ser el último, sobrevivió. El viejito nunca será como ese chico que termina de morir acribillado. Y él tampoco. Pusilánimes los dos, piensa.

Pero pronto se convence de que no es así. No se trata, en su caso, de someterse y sobrevivir. Si ha seguido adelante durante tanto tiempo no fue por cobardía sino por esperanza: el anhelo de un hecho trascendente: el amor. Porque el amor, lo sabía, finalmente le abriría una perspectiva nueva de la existencia. Está enamorado. El amor lo recupera a uno de toda abyección. El amor es la energía que, aun cuando se tambalea, lo orienta de vuelta a la boca del subte. El amor le hace ver a uno las cosas de otra manera, piensa. Lo suyo no es, bajo ningún punto de vista, un ataque de demencia instantánea. Lo suyo es amor. Amor, se repite. Amor. Al decirlo, en voz baja, siente que le susurra amor a la secretaria.

BOOK: El oficinista
11.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dancing On Air by Hurley-Moore, Nicole
First Ladies by Margaret Truman
The Prisoner of Cell 25 by Richard Paul Evans
Gryphon and His Thief by Nutt, Karen Michelle
Silver is for Secrets by Laurie Faria Stolarz
The Distraction by Sierra Kincade
How to Be a Vampire by R.L. Stine
Calico Cross by DeAnna Kinney