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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (7 page)

BOOK: El oficinista
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Los dos, uno junto al otro, entre el gentío hambriento buscando bandejas y cubiertos. Después encaran los mostradores donde aguarda la comida. Para ella, una pata de pollo con puré de calabaza. Para él, cordero asado con papas. Se sirven agua mineral.

En los televisores, vías, pastizales, pobrerío, una ambulancia, paramédicos. A bordo de un tren, unos pibes despojaron a un viejo de su jubilación y después lo arrojaron a los rieles. El viejo fue arrollado por un tren que venía en sentido contrario. La cámara enfoca el cuerpo mutilado, el torso por un lado, las piernas por otro, un brazo a unos metros, un pie. Los bomberos recogen los miembros en los alrededores y los depositan en una camilla.

Ahora los dos, uno frente al otro, en una mesa, comen y se miran. Mastican con la boca cerrada. So pasan una servilleta de papel por los labios antes de tomar agua. Ella, con esos anteojitos en los que él se ve reflejado, combina inocencia con un desenfado travieso. Esta mirada no puede ser la de una trepadora, piensa.

Más allá, solitario, en una mesa, lo ven al compañero. Lee y escribe mientras lee. Entre bocado y bocado de un pastel de carne, concentradísimo, parece estar copiando en el cuaderno lo que lee. Mira el libro y después escribe. Una y otra vez. Los dos, él y ella, se han fijado en el compañero al mismo tiempo y lo observan sin decir nada. Ninguno se anima a un comentario. Él teme que a ella se le ocurra invitarlo a compartir la mesa, pero no. Ella se cuida de decir qué piensa del compañero. Y esta prudencia suya, piensa él, no es gratuita. Es sabido que todo comentario injurioso sobre alguien de la oficina es una lengua de tres puntas: hiere al que habla, hiere a quien lo escucha y hiere al atacado. Ignorándolo al compañero, como si no existiera allí esa presencia que les recuerda la oficina, vuelven a su conversación. Pero las palabras perdieron la espontaneidad. Juraría que los dos están pensando en lo mismo: la visión del compañero, la misma alarma. Que los vean juntos se presta a suspicacias. Y si no fue casual, se pregunta, que el compañero eligiera ese comedero para almorzar.

Hablan de comida. A ella le gusta la comida japonesa. A él, la italiana. Que a ella le guste la comida japonesa lo alerta. Debe haber sido el jefe quien la inició en la comida japonesa, todo un artilugio de seducción. Al pensar en el jefe, se atora. Necesita tomar agua para respirar con normalidad. Ella le pregunta si probó la comida tailandesa. Él niega con la cabeza. Lo más lejos que llegó en sus viajes gastronómicos fue a la China. Cantonesa, dice. Y la comida mejicana, le pregunta. No, no la probó. Le dijeron que es picante. No le sientan las comidas picantes, aclara ella. Se sonroja: está operada, dice. No hace falta que explique más. Una noche él la invitará a un restaurante francés. Lo dice y se queda mirándola, pendiente. Ella corta la pata. Le dice que intuye en él a un individuo sensible. Cautivado, aplica todo su ingenio en exponer lo que sabe de historia y geografía. Por ejemplo, los tallarines. Los trajo Marco Polo de Oriente. Le cuenta los viajes de Marco Polo y, más tarde, se extravía en un relato sobre la ruta de la seda. Está por subir hacia el norte, hacia el oro de Siberia, pero se interrumpe. Le pregunta si no la aburre. Interesadísima, ella le contesta que no. Todos los días se aprende algo nuevo, le encanta todo lo que él sabe. Con humildad, él baja la cabeza. Ella nunca hubiera imaginado que tan cerca, en ese escritorio, había un ser tan espiritual. Halagado, él le dice que no tiene que idealizarlo. Ella le pregunta si él cocina. Ésta es una buena oportunidad para que él hable de sí, de su desdicha conyugal, pero sonará a recurso típico de adúltero. Ella lo mira. Él no puede sostener esa mirada: lo evidencia. Se abochorna. Se desvía hacia la mesa donde almorzaba el compañero. Se ha marchado sin que él lo advirtiera.

El curry y la salsa de soja le encantan, dice ella.

Se quedan callados. Se quedan callados y se miran. Se miran y bajan la vista. Después él mira un televisor y ella mira lo que él mira. Unos pibes de la calle se resisten a ser capturados por la policía. Una piba con una navaja se debate contra dos mujeres policías que la arrinconan contra un alambrado. Las policías la doblegan a bastonazos, la esposan y la meten en un patrullero. La cámara enfoca su cabeza sangrante, un reguero rojo en el asfalto. Cuando pasa la secuencia informativa, vuelven a mirarse. Siguen en silencio. Ninguno habla de lo que les pasó anoche.

Hasta que él no aguanta más y le dice lo que piensa, que es necesario que hablen de anoche. Porque lo que sintió anoche, confiesa, no lo había sentido antes. En los televisores unos autos arden al costado de una ruta desierta, humaredas oscuras, cadáveres esparcidos entre los bomberos y paramédicos que corren. Ella le dice que no es necesario que confunda lo ocurrido con un enamoramiento. Por repentino, le contesta él, su amor no es menos real. Desde la madrugada, cuando se despidieron, él no hizo más que pensar en ella. Ahora mismo no ve el momento de estar de nuevo con ella. Perdidamente enamorado, le dice, así está. Ella lo escucha. Lo escucha y come. Come y en el plato queda el hueso de pollo. Ni rastros del puré de calabaza. Él apenas probó bocado, le dice ella. Él mira con tristeza su plato. La carne se ha quedado fría. Ella le señala las papas. Que coma esas papas que le quedan. Es que el amor le quita a uno el apetito, sonríe él. Se da cuenta de que no debería insistir con su declaración. La ve sentada en las piernas del jefe, contándole este almuerzo, su declaración. Ella lo imita. A carcajadas, se ríen. De él se ríen. Todavía riendo, ella se arrodilla, le busca el pene al jefe y se lo pone en la boca. El jefe le agarra la cabeza.

Y si ésta fuera otra de sus fantasías, se pregunta él.

Toma agua.

22

La hora de almuerzo se le pasa volando. Se pregunta si esta sensación del tiempo escurriéndose será sólo suya. Se levantan, caminan entre los comensales, se abren paso hacia la caja. Se adelanta a pagar. Ella se opone. Él insiste. A medias, le dice ella. Esta negativa, piensa él, puede ser un gesto feminista, pero también de rechazo. No puede evitar la frustración. De golpe se le ocurre que regalarle unas flores sería lo adecuado. Se pregunta qué flores le gustarán. Pero, reflexiona, si ahora le regala flores, al volver a la oficina, al verla llegar con las flores, todos van a comentar. Tiene que esperar, piensa. En la tarde encontrará otra oportunidad para volver a la carga. No va a dejar pasar esta noche. Y al pensar en la noche piensa la palabra como si la pronunciara un bolerista caribeño: nochie.

Al salir a la calle, los helicópteros. Cuando vuelan tan bajo es porque está por pasar algo, dice él. La agarra del brazo, apuran el trayecto que falta hacia la oficina. Apenas cruzan el hall, detrás de ellos, una explosión hace temblar el edificio. La onda expansiva, el estruendo taponando los oídos. Él la empuja hacia el ascensor. Que corra, le grita él. Que no se detenga, le dice. El atentado fue en la calle, enfrente. Desde la calle, gritos, disparos, ladridos, llantos, sirenas, caos. El personal se avalancha hacia los ascensores. Las puertas del ascensor se cierran: apretados entre el personal. Hay quien sonríe histérico. Quien está por vomitar. Y quien se hizo encima. Ella le agradece el instinto protector.

Se instalan en sus escritorios, retoman el trabajo. El escritorio del compañero permanece vacío. El oficinista tiene de pronto la esperanza de que haya muerto en el atentado. Sería todo un alivio si lo hubiera matado la explosión. Se imagina a los bomberos y los rescatistas juntando los restos del compañero, acá un brazo, acá unas tripas, por allá un pie. Pero no, el compañero llega poco después. Se sacude el polvo de los hombros y se sienta en su escritorio.

Si Dios existe, piensa el oficinista, tendría que librarlo de este tipo.

23

De aquí en más, hasta el fin de la jornada, deberá contener su pasión. Y también estar atento a la mirada del compañero, una mirada que puede sentir en la nuca. Gira hacia atrás: el compañero parece concentrado en su trabajo. Levanta la cabeza de un expediente y le devuelve esa sonrisita.

Así como en la madrugada anterior, al abandonar el departamento de la joven, empezó a contar los segundos que lo separaban de este día, así ahora empieza otra vez a contarlos. La boca arenosa, las palmas húmedas, taquicardia. Domar la ansiedad, se dice. No puede. Manotea un block. Anota cada frase de la conversación en el comedero. Lo que ella le dijo, todo lo que ella le dijo. Cada frase se presta a distintas interpretaciones. Frase tras frase, anota. También anota cuáles fueron las reacciones de la joven. Ella sonrió, anota. Suspiró, anota. Guardó silencio, anota. Sus anotaciones, descubre, se parecen a un diario íntimo. Piensa en el compañero y su cuaderno. Lo estremece pensar que tanto tiempo estuvo cultivando el desprecio al otro y ahora, recién ahora, se da cuenta de que a tan escasa distancia, en ese escritorio vecino, se encontraba alguien que podía ser un amigo. Lo ataca el vértigo: ganas de volverse sobre el compañero y contarle todo, abrir su corazón y confesarle su desolación y también cómo, envenenado por los celos, desconfió de él pensándolo un enemigo. Seguramente el compañero, ante su corazón abierto, lo abrazará. Pero no tarda en recobrar la razón. Quizá sea prematuro ventilar su intimidad, piensa. Ésta puede haber sido otra de sus fantasías.

Después, por encima de unos folios, espía a la joven. Lo único que falta para que el resto de la tarde se convierta en un martirio es que el jefe la llame a su despacho. Suena el teléfono de la joven. Ella atiende. Después, con unas carpetas, entra en el despacho.

Él cuenta los minutos. Los minutos suman una hora. Las horas, un calvario. Todo el personal se retira. También el compañero. Hasta mañana, se despide. Él apenas le devuelve el saludo. Si fuera valiente, piensa, entraría ya al despacho, y aun cuando ella estuviera en cuatro patas y el jefe cabalgándola, él se impondría: verían esos dos quién es él. Pero, se pregunta, cómo va a demostrarles quién es él si él mismo no lo sabe. Los ventanales se oscurecen y, en el atardecer, el personal empieza a retirarse. La oficina desierta. La secretaria sigue en el despacho.

Finalmente se decide. Demasiada humillación, piensa. No aguanta más. Apaga la computadora. Recoge el sobretodo, se lo pone y se aloja: el pasillo, el ascensor, baja. El silencio del edificio. Llovizna ahora. Después del atentado, protegida por tabiques, la entrada del edificio de enfrente es una ruina oscura. Unos obreros cargan escombros en un volquete. Él sigue su camino. En la esquina se para, se alza las solapas y entra en una cabina telefónica. Se recrimina no haberle pedido el número de su celular a la joven. Levanta el tubo, comprueba que tiene tono, pone unas monedas, disca. Escucha el mensaje de recepción del conmutador de la oficina, disca el interno del jefe. No atiende. Lo que deben estar haciendo esos dos. Corta y vuelve a llamar. Llama al interno de la joven. Del otro lado el teléfono suena, suena, suena y suena. Sigue sonando mientras ve que un auto sale del edificio. Es el auto del jefe. El auto pasa junto a la cabina telefónica. Él se encoge. Ella viene con el jefe, acurrucada.

Sin soltar el tubo, él se deja resbalar hacia el piso de la cabina. Con el teléfono en la oreja, llora escuchando el llamado sin respuesta en la oficina desierta.

24

En el último tiempo, al anochecer, empieza a vencerlo una somnolencia espesa. Cuando la siente venir, cabecea. Mira alrededor. Nadie reparó en su somnolencia, el sueño fugaz. El agotamiento. Por suerte nadie se dio cuenta de ese cabeceo. El escritorio de la secretaria sigue vacío. Muchos de sus compañeros apagan las computadoras, ponen llave a los cajones de sus escritorios, se despiden hasta mañana. Pero él no. Esta noche no abandonará su puesto mientras ella permanezca en el despacho. No volverá a tolerar una humillación como la de noches atrás, cuando ella se fue con el jefe. Si ella piensa marcharse con el jefe, antes deberán pasar por delante de su escritorio. Entonces él le clavará los ojos. A ver si ella tiene el tupé de sostenerle la mirada.

Se dedica a un expediente, revisa los cheques una y otra vez. El trabajo es una fuga. Si le fuera posible separar la cabeza del cuerpo, aflojaría sus tuercas y analizaría los circuitos, sus conexiones. Se imagina a sí mismo como un robot capaz de corregirse que, al quitarse la cabeza, ponerla sobre el escritorio y con la ayuda de destornilladores y pinzas, puede aflojar una pieza tras otra, acomodar los conductos por los que debe fluir el deseo. El muñeco mecánico descabezado pone la cabeza en el escritorio, revisa una válvula, cambia un fusible quemado, conecta de nuevo dos cables y repara su propio mecanismo. Después, al volver la cabeza a su sitio, ajustándola de nuevo al cuerpo, se siente satisfecho: ningún deseo, por frenético que sea, alterará su funcionamiento normal.

Pero la desesperación lo puede. Una jaqueca insoportable. Se le nubla la visión. La boca arenosa, las palmas húmedas. Taquicardia, un mareo nauseoso. Se incorpora despacio, con una naturalidad fingida. Va al baño. Y en el baño se afloja el cuello de la camisa, se remanga, se moja las muñecas, la cara, y después traga unas aspirinas. Cada vez que esto le ocurre, evita mirarse en el espejo. Pero después de un momento largo le toma el gusto a su imagen en el espejo: un gusto turbio lo atrae. No es fuerte quien devuelve los golpes sino quien los asimila, se dice.

Tiene razón el otro. Si su debilidad es su fuerza, la aplicará para conseguir que, mediante la piedad, la secretaria cambie de idea. Le dará tanta lástima a la joven que terminará entregándose. Piensa en un famoso cantante ciego, en su éxito con las mujeres. Si el ciego ejerce ese hechizo no se debe a su voz estridente de cantante de subte. Se debe a su ceguera. La falta le garantiza el poder. Pero él no es ni cantante ni ciego. Es rengo. No cree que con su renguera pueda lucirse en un vals. Mira la hora.

El despacho. Ella sigue ahí. Los dos siguen ahí.

25

Vencido, regresa a la madriguera. Mientras viaja en subte, único pasajero a esta hora, como siempre lee una revista científica. Si se le preguntara qué lo atrae de estas revistas respondería que la búsqueda de una verdad a través de experimentos, pensar que las cosas no son obra del azar, que hay leyes, reglas, una lógica que justifica todo lo que pasa en el universo. Todo lo que pasa bajo el cielo debe contar con una explicación. Pero en vez de sosegarlo, toda explicación genera una incógnita nueva. Acumulando información sobre toda clase de fenómenos a veces se hunde aún más en cavilaciones desoladoras. Un espíritu racional, el suyo, se dice. Un ejemplo: cuando reconoce que es paranoico, no se avergüenza porque en un artículo ha leído que los paranoicos, en su delirio, tienen algo de razón. Nada de lo que le ocurre es gratuito. Pero no termina de explicarse por qué todo lo que le pasa le tiene que pasar a él. No es justo, se dice.

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