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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (2 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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—Pero ¿quieres explicarme por qué alguien querría divertirse haciendo esas sandeces, corriendo el riesgo de que lo detengan?

—Con el debido respeto, señor, jerárquicamente es usted quien tendría que explicármelo a mí.

—¿Estáis seguros de que le pegó un tiro?

—Y tan seguros, incluso encontré la bala en el suelo. La he traído.

Buscó en el bolsillo de la chaqueta, la sacó y se la tendió al comisario, que la examinó.

—No es necesario enviarla a la policía científica —dijo Montalbano—; nos tomarían por imbéciles. Es una siete sesenta y cinco. —La arrojó al interior de un cajón del escritorio.

—Exactamente. En mi opinión,
Dottore
, ha sido un aviso. Será que nuestro amigo Ennicello se ha saltado algún plazo del impuesto.

Montalbano lo miró con escepticismo.

—Con la experiencia que tienes, ¿todavía dices esas chorradas? Si no hubiera pagado el impuesto, le habrían matado todos los peces y, para remachar la cosa, habrían quemado incluso el restaurante.

—Pues entonces, ¿qué puede ser?

—Todo y nada. A lo mejor una apuesta estúpida entre dos clientes, una bobada...

—¿Y nosotros qué hacemos ahora? —preguntó Fazio tras una pausa.

—¿Qué pez era?

—Un
muletto
tan grande como medio brazo mío.

—¿Un
muletto
? A ver si nos aclaramos, Fazio. El
muletto
, mientras no se demuestre lo contrario, ¿no es el mújol?

—Sí, señor
dottore
.

—¿Y no es un pez marino?

—Hay también un mújol de agua dulce, pero no es tan sabroso como el de mar.

—No lo sabía.

—Pues claro,
dottore
. Usted desprecia el pescado de agua dulce. ¿Qué tengo que hacer con Ennicello?

—Muy sencillo. Vuelve al restaurante y di que te entreguen el
muletto
, que lo necesitas para profundizar en la investigación.

—¿Y después?

—Te lo llevas a casa y pides que te lo guisen. Te lo aconsejo a la parrilla, pero el fuego no tiene que ser fuerte. Lo rellenas de romero y un poquito de ajo. Aderézalo con salmuera. Tendría que ser comible.

En los días sucesivos hubo en la comisaría la monótona rutina de siempre, exceptuando tres hechos un poco más serios que los demás.

El primero ocurrió cuando el contable Pancrazio Schepis, al regresar a su casa a una hora insólita, descubrió a su mujer, la señora Maria Matildina, tumbada enteramente desnuda en la cama, mientras el famoso Mago de Bagdad, en el mundo civil Salvatore Minnulicchia de Trapani, también desnudo, utilizaba «su sexo a modo de aspersorio», tal como hizo constar Galluzzo en su diligente informe. Superado el primer estupor, el contable sacó el revólver y efectuó cinco disparos contra el mago, al que por suerte alcanzó sólo en el muslo izquierdo.

El segundo, cuando la casa de la nonagenaria Lucia Balduino fue totalmente desvalijada por unos ladrones. Una fulminante investigación de Fazio estableció de manera inequívoca que el ladrón había sido sólo uno: el nieto de la señora Balduino, Filippuzzo Dimora, de dieciséis años, a quien la abuela había negado el dinero para comprarse un ciclomotor.

El tercero, cuando tres almacenes pertenecientes al primer teniente de alcalde Giangiacomo Bartolotta fueron incendiados durante la misma noche; el hecho fue considerado una clara advertencia contra ciertas iniciativas del primer teniente de alcalde, que pasaba por ser un decidido enemigo de la mafia. Bastaron doce horas para establecer que la gasolina utilizada para prender fuego a los almacenes la había adquirido el propio primer teniente de alcalde.

En resumen, entre una cosa y otra transcurrió una semana.

* * *

La noche era oscura y no se veía ni una estrella, el cielo cubierto por cargados nubarrones. El camino estaba bastante impracticable, con afiladas rocas que sobresalían y baches que parecían fosas. El viejo y maltrecho coche avanzaba dando brincos y sacudidas. Por si fuera poco, el hombre que iba al volante sólo encendía los faros de vez en cuando, apenas unos segundos, y después los apagaba. A aquella hora de la noche no era fácil que pasara un automóvil por aquel sendero, y por eso lo mejor era no despertar curiosidad. A ojo de buen cubero debía de faltarle muy poco para llegar. Encendió las luces largas y a unos veinte metros de distancia, a mano derecha, vio un rótulo escrito a mano y clavado en una estaca. Detuvo el coche, apagó el motor y bajó. El aire fresco y húmedo intensificaba la fragancia de la campiña. El hombre respiró hondo y echó a andar, con las manos en los bolsillos. A medio camino lo asaltó un pensamiento. Se paró. ¿Cuánto tiempo había tardado en llegar? ¿Y si fuera demasiado temprano? Había salido del pueblo pasadas las once y media, pero no había tráfico. Como no conseguía calcular cuánto rato había conducido, sacó la linterna del bolsillo y la encendió lo que dura un relámpago, suficiente para consultar su reloj de pulsera: las doce y diez. El nuevo día había empezado hacía diez minutos. Perfecto. Reanudó la marcha.

Esta vez no necesitó un silenciador para disparar. La detonación sólo la oyó algún perro lejano que se puso a ladrar sin mucha convicción, únicamente para demostrar que se ganaba el pan.

El lunes 29 de septiembre, Fazio se presentó en la comisaría hacia el mediodía con una bolsa de supermercado.

—¿Has ido a hacer la compra?

—No, señor
dottore
. Traigo un pollo. Cómaselo usted, que yo ya me zampé el
muletto
la otra semana.

—A ver si te explicas mejor.


Dottore
, al pollo que llevo aquí dentro le han pegado un tiro. En la cabeza, como al pez del lunes pasado.

—¿Dónde ha ocurrido?

—En la granja de Masino Contrera, en el campo, hacia Montereale, a una media hora por carretera desde aquí. Pero es un lugar solitario. Aquí tiene la bala. —Montalbano abrió el cajón, buscó la otra y las comparó. Idénticas—. Y también ha dejado una nota —añadió Fazio, sacándosela del bolsillo y entregándosela al comisario.

Estaba escrita en bolígrafo en un trozo de papel cuadriculado con letras mayúsculas: «Me sigo contrayendo».

—¿Y esto qué quiere decir? —preguntó Montalbano.

—¿Me permite?

—Pues claro.

—Yo he pensado que, a lo mejor, este señor se ha equivocado al escribir.

—Ah, ¿sí?

—Pues sí,
dottore
. Quizá quería poner: «Me sigo contrariando». A lo mejor está contrariado por algún motivo, qué sé yo, los impuestos, la mujer que le pone los cuernos, un hijo drogata, cosas por el estilo. Y entonces va y se desahoga.

—¿Disparando contra peces y pollos? No, Fazio; aquí dice exactamente «contrayendo». Pero a partir de esta nota podemos intuir el contenido de la primera, la que no pudiste leer porque se había mojado. Aquí pone «sigo».

—¿Y entonces?

—Significa que en la primera usaba un verbo del tipo «empezar» o «comenzar». «Empiezo a contraerme» o algo así.

—¿Y eso qué significa?

—Vete tú a saber.

—¿Qué hacemos,
dottore
? —preguntó Fazio, inquieto.

—¿Esta historia te pone nervioso?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—Porque es un asunto sin pies ni cabeza. Y a mí las cosas que no tienen explicación lógica me impresionan.

—No podemos hacer nada, Fazio. Esperaremos a que este señor termine de contraerse y entonces ya veremos. Pero ¿seguro seguro que el pollo no te apetece?

2

Había dormido bien; durante toda la noche, una ligera, saltarina y refrescante brisa que penetraba por la ventana abierta le había limpiado los pulmones y los sueños. Se levantó y fue a la cocina a prepararse un café. Mientras esperaba a que se filtrara, salió a la galería. El cielo estaba despejado y el mar, en calma y tan reluciente como si acabaran de darle una mano de pintura. Alguien lo saludó desde una barca y él contestó levantando un brazo. Entró de nuevo en la casa, se sirvió un tazón de café con leche y se lo bebió. Encendió el primer cigarrillo del día sin pensar en nada, lo apuró y luego se metió bajo la ducha. Se enjabonó a conciencia. Y en cuanto lo hubo hecho, ocurrieron dos cosas al mismo tiempo: se terminó el agua del depósito y sonó el teléfono. Soltando maldiciones y con riesgo de resbalar a cada paso debido al agua jabonosa que le chorreaba, corrió al aparato.


Dotori
, ¿es usted personalmente en persona?

—No.

—Pido pirdón, ¿no estoy hablando con el domicilio del
dottori
y comisario Montalbano?

—Sí.

—Pues intonces, ¿quién ha ocupado su lugar?

—Soy Arturo, su hermano gemelo.

—¿De verdad?

—Espere que llamo a Salvo.

Era mejor tomarle el pelo de aquella manera a Catarella que tener un berrinche por la repentina falta de agua. Entretanto, al secarse, el jabón empezaba a provocarle escozor en la piel.

—Montalbano al habla.

—¿Sabe una cosa,
dotori
? ¡Tiene justo la misma voz que su hirmano gemelo Arturo!

—Suele ocurrir entre gemelos, Catarè. Pero ¿por qué hablas de esa manera?

—¿De esa manera cómo,
dotori
?

—Por ejemplo, dices
dotori
en lugar de
dottori
.

—Anoche mi dijo un milanís de Turín que aquí tiníamos la jodida costumbre de hablar poniendo dos cosas, ¿cómo se llaman?, ah, sí, consonantaciones.

—Muy cierto. Pero ¿a ti qué coño te importa, Catarè? Los milaneses de Turín también cometen errores.

—¡María Santísima,
Dottori
, qué peso me ha quitado de encima! ¡Me costaba mucho hablar así!

—¿Qué querías decirme, Catarè?

—Ha llamado Fazio que mi ha dicho que llamara, que han disparado contra el siñor Piero. Él ya viene para acá.

—¿Lo han matado?

—Sí, siñor
dottori
.

—¿Y quién es ese Piero?

—No sabría decírselo,
dottori
.

—¿Dónde ha sucedido?

—No lo sé,
dottori
.

En el cuarto de baño guardaba una reserva de agua en un bidón. Vertió la mitad en el lavabo, mejor no gastarla toda, quién sabía cuando se dignarían volver a darla, y consiguió con dificultad arrancarse el jabón vitrificado. Dejó el cuarto de baño hecho un asco, una auténtica porquería; seguramente la asistenta Adelina le dedicaría mortales maldiciones y sentidos augurios de mal año.

Llegó a la comisaría al mismo tiempo que Fazio.

—¿Dónde se ha producido el homicidio?

Fazio lo miró perplejo.

—¿Qué homicidio?

—El de un tal Piero.

—¿Eso le ha dicho Catarella?

—Sí.

Fazio se echó a reír, primero bajito y después cada vez más fuerte. Montalbano se inquietó, entre otras cosas porque experimentaba un persistente prurito en aquella parte del cuerpo sobre la cual se había sentado para conducir. Y no le parecía decente darle a la parte en cuestión un furioso rascado. Se ve que no había logrado librarse del todo del jabón pegado a la piel.

—Si fueras tan amable de ponerme al corriente de...

—¡Disculpe,
Dottore
, pero es que la cosa tiene su gracia! ¡Pero qué Piero ni qué leches! ¡Yo le he dicho a Catarella que le dijera que habían matado un perro!

—¿Un pistoletazo y listo?

—Sí, señor.

—Hoy estamos a seis de octubre, ¿no? Esa persona trabaja siguiendo un ritmo semanal y siempre durante la noche del domingo al lunes —señaló el comisario entrando en su despacho. Fazio se sentó en una de las dos sillas situadas delante del escritorio—. ¿El perro tenía dueño?

—Sí, señor, un jubilado, Carlo Contino, ex funcionario del ayuntamiento. Tiene una casita en el campo con un huerto y algunos animales. Unas diez gallinas, algún conejo. Él estaba durmiendo, lo despertó el disparo. Entonces cogió su arma y...

—¿De qué tipo?

—Un fusil de caza. Tiene licencia. Vio el perro muerto y un instante después oyó un automóvil que se ponía en marcha.

—¿Comprobó qué hora era?

—Sí, señor. Eran las doce de la noche y treinta y cinco minutos. Me contó que se pasó el resto de la noche llorando. Quería mucho al perro. Después, en cuanto se hizo de día, vino aquí. Y yo lo acompañé a ver el lugar de los hechos.

—¿Y tiene alguna teoría?

—Ninguna. Dice que no consigue comprender por qué le han matado al perro. Asegura no tener enemigos y no haber hecho jamás daño a nadie.

—¿La casa de ese Contino se encuentra en la zona de la granja de la otra vez?

—No, señor, está justo al otro lado.

—¿Y con respecto al restaurante?

—También queda lejos del restaurante.

—¿Has encontrado la bala?

—Sí, señor, aquí está. —Era idéntica a las otras dos—. Pero esta vez he tardado bastante más en encontrar la nota. El vientecito de anoche se la había llevado lejos.

Se la entregó al comisario. La habitual cuartilla cuadriculada, el habitual bolígrafo: «Me sigo contrayendo».

—Vaya, menuda lata —exclamó Montalbano—, ¿cuánto tiempo tardará este cabrón en acabar de contraerse?

En ese momento entró Mimì Augello más fresco que una rosa, afeitado, hecho un pincel. Se había tomado un mes de vacaciones en Alemania, como huésped de una joven de Hamburgo a la que había conocido el verano anterior en la playa.

—¿Alguna novedad? —preguntó tomando asiento.

—Sí —contestó en tono desabrido Montalbano—. Tres homicidios. —Cuando veía a Mimì tan descansado y sonriente, se ponía nervioso y le cobraba antipatía.

—¡Coño! —reaccionó Augello ante la noticia, saltando literalmente de la silla. Después, viendo la cara de los otros dos, comprendió que había algo raro—. ¿Me estáis tomando el pelo?

Fazio se puso a mirar al techo.

—En parte sí y en parte no —dijo el comisario. Y le contó toda la historia.

—Esto no es una broma —afirmó Mimì a modo de comentario, y se quedó taciturno y pensativo.

—Lo único que me molesta es que esta vez haya matado un animal que ni Fazio ni yo podemos comernos —repuso Montalbano.

Augello lo miró.

—Ah, ¿conque te lo tomas así?

—¿Y cómo tendría que tomármelo?

—Salvo, esto va en aumento.

—No te entiendo, Mimì.

—Me refiero al tamaño de las... —Se detuvo, confundido. No le parecía correcto decir «víctimas»—. De los animales. Un pez, un pollo, un perro. La próxima vez ya veréis como mata una oveja.

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