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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (24 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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Faltaba un cuarto de hora para las cuatro cuando se levantó de la roca donde estaba sentado y regresó corriendo al pueblo. Sabía dónde vivía Fazio, el cual ya estaba seguramente en la comisaría. ¿Convenía que lo avisara? Habría sido una pérdida de tiempo, ya se lo contaría todo después. Fazio vivía en la parte alta del pueblo, en un horrendo edificio de reciente construcción. Llamó a través del portero electrónico. Le contestó una voz de mujer.

—Soy Montalbano.

—Señor comisario, mi marido está...

—En el despacho, ya lo sé. Pero yo quería hablar con... su amiga.

—Comprendo. Cuarto piso.

Cuarentona, simpática, la señora lo esperaba en la puerta.

—Pase, pase.

Lo acompañó a una estancia que era al mismo tiempo comedor y recibidor.

—Rosanna, en cuanto ha sabido que era usted, ha ido a cambiarse.

—¿Cómo se ha portado?

—Muy bien. Es una buena chica. Que se perdió detrás de un sinvergüenza.

Entró Rosanna un poco azorada y se detuvo en la puerta.

—Buenos días. —Llevaba puesto el vestido que le había regalado el comisario.

—Acércate. Tengo que hablar contigo. Siéntate.

Rosanna obedeció. En cambio, la señora Fazio se levantó.

—¿Tomará un café?

—No, gracias.

—Yo voy para allá. Si me necesita, llámeme.

La muchacha parecía muy tensa, una cuerda estirada al máximo, los tirantes labios dejaban casi al descubierto las encías y los dientes. Era evidente que las pocas horas pasadas en casa de los Fazio no le habían sentado demasiado bien.

—¿Me trae la buena noticia? —fue su primera pregunta.

—¿Cuál?

—¿Han detenido a Cusumano?

Ya no era Pinu, ahora lo llamaba por su apellido.

—Cuestión de horas. Lo detendremos, eso seguro, pero no por el motivo que tú nos has dicho.

—¿Y qué les he dicho yo?

—Que quería que tú mataras al juez Rosato.

—¿Por qué, según usía eso no es verdad?

—Porque no es verdad. Cusumano jamás te mencionó aquel nombre. Tú lo recuerdas porque lo oíste años atrás en tu casa, pues el juez se encargó de una querella que tu padre había presentado contra un vecino. Una querella que, entre otras cosas, ganó tu padre. Y para no olvidarte de su nombre, te llenaste el bolso de toda una serie de cosas que te hacían recordar. Mira, Rosanna, si Pino te hubiera mencionado realmente el nombre del juez, tú, enamorada tal como nos has dicho que estabas de Cusumano, jamás lo habrías olvidado, se te habría quedado marcado a fuego en la cabeza, no habrías necesitado echar mano de la rosa o el trozo de cinta elástica.

—¿Pues entonces a quién quería matar?

—A Pino Cusumano.

Oyó un «clac» casi imperceptible, el rumor de algo que se había roto o distendido de golpe, tal vez un muelle del sillón donde permanecía sentada la chica, pues era imposible, absolutamente imposible, que aquel ruido procediera del interior del cuerpo de Rosanna, del haz de sus nervios tensados hasta el límite del espasmo. Montalbano siguió adelante.

—Pero él encontró la manera de que tú no lo vieses cuando acudía al tribunal. Tenía miedo. Porque tú fuiste a visitarlo a la cárcel gracias al muy imbécil del
dottor
Siracusa, y le dijiste que ibas a matarlo. Ahí cometiste un grave error.

—No fue un error.

A Montalbano no le apetecía discutir y continuó.

—Un error porque Cusumano se llevó un susto y comprendió que tu intención era auténtica. Sólo que si le hubieras pegado un tiro, el revólver no habría funcionado. Pero eso tú no podías saberlo. Sin embargo, puesto que eres una chica inteligente, pensaste en la posibilidad de que tu propósito se quedara en agua de borrajas, y entonces te inventaste la historia de que Cusumano te exigía una prueba de amor, es decir, el asesinato del juez Rosato. Lo que me contaste a mí. Por consiguiente, si lo que tú tenías en la cabeza se hubiera convertido en realidad, el destino de Cusumano ya habría estado decidido en cualquier caso: o moría a tus manos o iba a la cárcel por instigación al homicidio. Sólo que las cosas se han desarrollado de otra manera. Y ahora habla tú.

Antes de poder articular una palabra, Rosanna abrió y cerró la boca dos o tres veces.

—¿Me explica por qué se la tengo jurada a muerte a Cusumano?

—Porque te violó.

Rosanna lanzó un grito y se levantó de un salto. Montalbano no consiguió levantarse. Sólo que esa vez la chica no tenía intención de hacerle daño. Había caído de hinojos y le abrazaba fuertemente las piernas con la cabeza sobre sus rodillas, gimiendo y balanceándose hacia delante y hacia atrás. Un animal herido. La señora Fazio se presentó en la estancia, había oído el grito. Montalbano le dijo sólo con los labios: «Agua».

La mujer regresó con un vaso y una jarra y se retiró de inmediato. Poco a poco el comisario apoyó una mano sobre el cabello de Rosanna y empezó a acariciárselo muy despacio. Después el gemido se transformó en llanto, un llanto no desesperado sino más bien liberador. Sólo entonces el comisario le preguntó si quería beber un poco de agua. Rosanna asintió con la cabeza. Pero las manos le temblaban demasiado, sólo consiguió beber cuando Montalbano le acercó el vaso a la altura de la boca como si fuera una niña.

—Levántate.

Pero Rosanna sacudió la cabeza, quería permanecer así, quizá sin mirar a los ojos a Montalbano. ¿Se avergonzaba de lo que se vería obligada a contar?

—No fue por lo que me hizo Cusumano.

Durante un instante, el comisario se sintió perdido. ¿A que se había equivocado en todo y sus razonamientos se despedirían alegremente de él y se irían al carajo?

—¿Pues entonces por qué?

—Por lo que me hizo hacer.

¿Qué significaba aquella frase? ¿Por lo que Cusumano la había obligado a hacer mientras la tenía secuestrada? ¿O por lo que ella había tenido que sufrir a manos de otros con el consentimiento de Cusumano? Prefirió no hacer preguntas y esperar.

—Me pillaron una noche después de haberme visto con un chico que salía conmigo y se llamaba...

—Pino Dibetta.

Sorprendida, la muchacha levantó la cabeza un instante, lo miró y volvió a bajarla.

—... apareció un coche, bajó uno, era Cusumano, me agarró del brazo, me lo retorció, me obligó a subir, el coche se puso en marcha, lo conducía un gordo con una mancha en la cara...

—Ninì Brucculeri. Para tu conocimiento, lo he detenido. Anoche intentó matarme. Sigue.

—Me llevaron a una casa de campo, después Brucculeri se fue y entonces Cusumano, soltándome tortazos en la cara y la tripa, me obligó a desnudarme, él también se desnudó e hizo lo que le dio la gana durante toda la noche y la mañana siguiente. Después, hacia el mediodía, regresó Brucculeri. Cusumano le dijo que yo estaba a su disposición, se vistió y se fue. Y Brucculeri fue peor que Cusumano. A la mañana siguiente al amanecer, él también se fue, pero antes me dijo que si hablaba, si decía lo que me había ocurrido, me matarían. Después me soltó una hostia y yo me desmayé. Cuando desperté, estaba sola. Me lavé porque había un pozo y regresé a casa. Tardé tres horas en llegar, no podía caminar. Y mientras volvía, juré matar a Cusumano, no por haberme violado sino por haberme regalado como si fuera una muñeca de trapo. Pero tres días después, mientras se estaba casando...

—... lo detuvieron y condenaron a tres años.

—Sí, señor. Y yo siempre dale que te pego, pensando cómo podría matarlo. No podía quitármelo de la cabeza, tenía que matarlo, tenía que matarlo en cuanto pusiera los pies fuera de la cárcel. Noche y día siempre el mismo pensamiento. Sí, pero ¿cómo? Me estaba desesperando, pasaban los años, él estaba a punto de salir y yo todavía nada. Después, un día...

—Encuentras en el mercado a la señora Siracusa, que te hace una propuesta. Tú aceptas y te vas a trabajar a su casa. Y de esa manera conoces a su marido.

—Sí, señor, un mujeriego. Se quería aprovechar, pero yo al principio le dije que no. Después, para presumir, me enseñó sus armas.

—Incluso las prohibidas que guardaba en el cajón secreto.

—Sí, señor. Y entonces yo hice lo que él quería.

—¿El revólver te lo entregó él?

—No, señor. Él sólo me escribió la petición para visitar la cárcel. Que no fue un error como dice usía. Yo durante la visita nada le dije. Fue él quien habló.

—¿Qué te dijo?

—Me dijo: «¿Qué te pasa, tienes ganas de volver a probar mi polla? En cuanto salga de la cárcel te atiendo». Y se echó a reír, pero estaba asustado.

—Pues entonces, ¿por qué fuiste?

—Pero ¿cómo? ¿Usía lo ha comprendido todo y eso no lo ha comprendido? Fui porque, si no conseguía matarlo, aquella visita a la cárcel me habría servido para poder decir que fue entonces cuando él me dijo que matara al juez. El papel hablaba.

—Genial. Sigue.

—Como entretanto Siracusa me había tomado confianza, me explicó dónde escondía las llaves de los cajones del escritorio. Y de esa manera yo le robé el revólver y lo cargué, él me había explicado cómo se hacía, para presumir como siempre, claro.

No había nada más que decir. Montalbano se inclinó hacia delante, sujetó a la chica por los brazos y la ayudó a levantarse mientras él también se levantaba. Rosanna seguía con la cabeza gacha.

—Mírame.

Ella lo miró. Curiosamente, ahora sus ojos parecían menos negros y menos profundos. Antes eran un pozo oscuro y cenagoso en cuyo fondo imaginabas que reptaban serpientes venenosas. Ahora se podían contemplar sin inquietud. O, por lo menos, con la inquietud de hundirse gozosamente en su interior.

—Nosotros dos tenemos que sellar un pacto. Yo confío en sacarte de esta historia sin ninguna acusación. Quedarás libre, mientras Cusumano te aseguro que se pasará unos cuantos años en la cárcel. Pero tienes que estar dispuesta a declarar que Cusumano te violó. Procuraré evitártelo, puedes creerme, pero tengo que saber si estás de acuerdo.

Inesperadamente, Rosanna lo abrazó y lo estrechó con fuerza, pegándose a él con todo su cuerpo. Montalbano se sumergió en su calor y en su perfume de mujer. ¡Qué hermoso era sentirse anegar en aquel cuerpo! Involuntariamente, sus brazos le devolvieron el abrazo. Permanecieron un momento así, en silencio, hablándose tan sólo a través de sus respectivos alientos.

—Haré todo lo que tú quieras —dijeron después los labios de Rosanna a la altura de su oreja derecha.

A Montalbano le acudió a la mente una jaculatoria —¿se llamaba así?— que le habían enseñado cuando iba al colegio de los curas:

San Antonio, san Antonio,

tú que venciste al demonio,

hazme duro como un leño

cuando venga Satanás.

No sabía muy bien si Satanás había asumido las formas de la chica, pero duro como un leño seguro que ya empezaba a estarlo, aunque no en el sentido previsto en la jaculatoria. Lo único que podía hacer era pedir auxilio.

—¡Señora Fazio! —gritó con voz de gallipavo.

Inmediatamente Rosanna lo soltó.

Llegó a la comisaría cuando eran casi las cinco. Fazio entró en su despacho como una bala y se detuvo en seco.

—Mi mujer me ha llamado para decirme que usted...

—Sí. He hablado largamente con Rosanna, que al final ha decidido contarme la verdad. Nos ha estado tomando el pelo esta chica, y nos ha llevado por donde ella ha querido. —Pensó un instante en su padre, que nada más verla la había calado: «No te fíes de esa mujer»—. Pero después de comer se me ha ocurrido la idea acertada y ella ya no ha podido negarlo. Muy al contrario.

Fazio estaba deseando saber.

—Te lo contaré un poco por encima porque no hay tiempo.

Al término del relato del comisario, Fazio se quedó muy pálido y sorprendido. Tenía muchas cosas que decir, pero formuló la pregunta que más le interesaba.

—¿Estamos seguros de que Rosanna respetará el compromiso adquirido con usted de declarar contra Cusumano por la violación?

—Me lo ha jurado.

Montalbano salió de la comisaría y se situó delante de la puerta. Inmediatamente vio llegar el automóvil con el chofer del honorable Torrisi. Corrió a abrirle la portezuela con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Honorable! ¡Qué alegría volver a verlo!

Mientras bajaba, Torrisi lo miró un tanto perplejo ante semejante muestra de alegría. Era un político y conocía sin duda la naturaleza de los hombres. Pero esa vez no consiguió comprender si Montalbano hacía comedia o hablaba en serio. No contestó, mejor ver cómo se desarrollaba el asunto.

—Pero ¿por qué ha querido molestarse, honorable? ¡Sinceramente, con mucho gusto yo habría ido a visitarlo a usted! —Y una vez dentro, levantando la voz para que todos se enteraran—: ¡No me paséis llamadas! ¡No quiero que se me moleste! ¡Estoy con el honorable!

Pero sólo cuando Montalbano quiso cederle su asiento detrás del escritorio y no hubo manera de disuadirlo para que no lo hiciera, Torrisi se convenció definitivamente de que el comisario era una persona no sólo abordable sino también sobornable. Y hasta podría ser que con muy poco dinero. Por eso decidió no perder demasiado el tiempo. Con aquel hombre quizá no mereciera la pena gastar demasiada saliva.

—He venido a verlo a propósito de un asunto desagradable, pero que yo creo que se puede resolver con un poco de buena voluntad.

—¿Buena voluntad por parte de quién?

—Por parte de todos —contestó Torrisi ecuménicamente, extendiendo el brazo derecho como para abarcar todo el mundo.

—Pues entonces, dígame, honorable.

—Voy al grano. He sido informado de que la otra noche sus hombres irrumpieron en la casa de un tal Antonio, más conocido como Ninì, Brucculeri. Su domicilio fue registrado, se descubrió un arma y el hombre fue conducido a esta comisaría. Todo ello, que yo sepa, sin ninguna autorización, sin ningún mandamiento.

—Muy cierto. Pero, verá, se trata de un individuo con antecedentes penales que...

—Un hombre con antecedentes penales también tiene sus derechos. Un hombre con antecedentes penales es una criatura humana como todas las demás, puede haber cometido errores, eso sí, pero semejante circunstancia no autoriza a nadie, y tanto menos a usted, a tratarlo como un ser marcado de por vida y carente de derechos y dignidad. ¿Me he explicado?

—Perfectamente —dijo el comisario, retorciéndose las manos visiblemente incómodo—. ¿Usted tiene idea de cómo se puede salir de este berenjenal causado por mi... mi falta de experiencia?

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