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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (3 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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El viernes 10 de octubre, tras haber saboreado una exquisita
caponatina
a base de berenjenas, apio frito, aceitunas, tomate y otros ingredientes de primerísima calidad, el comisario estaba sentado en la galería. Sonó el teléfono. Eran las diez de la noche; Livia, como de costumbre, llamaba exactamente a la hora convenida.

—Hola, amor mío, aquí estoy tan puntual como siempre. ¿A qué hora llegas mañana?

El mes anterior le había prometido a Livia que en octubre podría pasar un sábado y un domingo con ella en Boccadasse. Es más, en la llamada de la víspera le había dicho que, puesto que Mimì ya había regresado de sus vacaciones, podría quedarse hasta el lunes. Entonces, ¿por qué experimentó el impulso de contestar tal como contestó?

—Livia, tendrás que perdonarme, pero mucho me temo que no voy a estar libre. Ha ocurrido...

—¡Calla!

Se hizo un silencio como cortado con la cuchilla de una guillotina.

—No es por una cuestión de trabajo, puedes creerme —añadió él valerosamente al cabo de un momento.

Voz de Livia procedente de allá por el norte de Groenlandia:

—¿Qué te ha pasado?

—¿Recuerdas aquella muela que me dolía? Pues bien, me ha vuelto de repente un dolor que...

—Yo soy la muela que te duele —replicó Livia. Y colgó.

Montalbano se enfureció. Vale, le había contado un embuste, pero suponiendo que la muela le hubiera dolido de verdad, ¿era ésa la forma de responder de una mujer enamorada? ¿A uno que se muere de dolor? ¡Por lo menos una palabra de compasión, santo Dios! Se sentó de nuevo en la galería preguntándose por qué le había dicho a Livia que no iría a verla. Hasta un segundo antes estaba decidido a ir, pero después aquellas palabras le habían salido de la boca, así, sin control, sin que él se diera cuenta. ¿Un ataque incontrolado de pereza, es decir, un deseo irresistible de no hacer nada de nada, de quedarse en casa dando vueltas en calzoncillos?

No; él experimentaba realmente el deseo de tener a Livia a su lado, de sentirla respirar dormida en la cama, oírla trajinar por la casa, oírla reír, oír su voz llamándolo desde la playa o desde la otra habitación.

Pues entonces ¿por qué? ¿Un arrebato de sadismo tal como sucede a menudo entre enamorados? No, no era propio de su forma de ser. Así pues, ¿había hecho sencillamente algo sin sentido, irracional? Lejos, al límite de la audición, un perro ladró.

Y de repente,
fiat lux
! Hágase la luz. ¡Ahí estaba la explicación! Absurda, por supuesto, pero era aquélla. Un momento antes de acercarse al teléfono para contestar a Livia había oído el mismo ladrido de perro. Y en su fuero interno, a nivel subconsciente, había comprendido que ya era hora de ocuparse en serio de la cuestión de los peces, pollos y perros asesinados. Los mensajes escritos en aquellas cuartillas de papel cuadriculado contenían sin duda una oscura amenaza, indescifrable pero real. ¿Qué ocurriría cuando aquel loco terminara, tal como decía él, de contraerse? Y además, aquel verbo, contraerse, ¿cómo debía interpretarse?

Buscó en la guía el número de La Sirenetta y lo marcó.

—Soy el comisario Montalbano. ¿Está el señor Ennicello?

—Ahora mismo lo aviso.

El restaurante debía de estar lleno. Se oían animadas voces, carcajadas de hombres y mujeres, sonidos de cubiertos y vasos, los acordes de un piano, una voz femenina que cantaba. «¡Ya me gustaría veros a la hora de la cuenta!», pensó Montalbano.

—¡Siempre a sus órdenes, comisario!

Tenía una voz alegre el tal Ennicello, los negocios debían de irle bien.

—Perdone que lo moleste. Lo llamo por lo del pez del otro día...

—¿Lo comió aquí, en nuestra casa? ¿No estaba fresco?

¡Comer en La Sirenetta! ¡Ni loco!

—No; me refiero al mújol al que pegaron un tiro en la...

—¿Todavía se acuerda de ese suceso, comisario?

—¿No debería?

—¡Pero si aquello fue una broma, qué duda cabe! Verá, al principio me preocupé, pero después, pensándolo fríamente... No ha sido más que una broma, seguro.

—Una broma peligrosa, ¿no le parece? Podría haber pasado, qué sé yo, un coche patrulla, visto a un intruso armado en el restaurante...

—Tiene razón, comisario. Pero, mire, para gastar una broma que surta efecto, algo hay que arriesgar.

—Pues sí.

—Perdone, comisario, tengo el restaurante lleno y...

—Sólo una pregunta más y lo dejo con sus clientes. Señor Ennicello, según usted, ¿la elección del tipo de pez fue deliberada o casual?

Ennicello debió de alucinar.

—No entiendo, comisario.

—Le formularé la pregunta de otra manera. ¿Quiere usted explicarme cómo hizo aquel hombre para sacar el mújol del estanque?

—Es que no sacó sólo el
muletto
. Atrapó tres peces con la nasa. Y lo escogió quizá por ser el más grande.

—¿Y usted cómo puede saber que atrapó tres?

—Porque aquella misma mañana también encontré en el estanque una tenca y una trucha muertas.

—¿De sendos disparos?

—No; por asfixia, por falta de agua. A mi juicio, el tío debió de vaciar la nasa sobre la hierba y esperar a que murieran los peces. Le habría resultado difícil sujetarlos estando vivos. Después cogió el
muletto
y lanzó los otros dos al agua.

—En otras palabras, hizo una selección. Según usted, se decidió por el
muletto
porque era el más grande, pero los motivos podrían ser otros, ¿no cree?

—Comisario, ¿cómo puedo yo saber lo que le pasa por la cabeza a un...?

—Una ultimísima pregunta. ¿A qué hora cerró el restaurante la víspera de los hechos?

—Para los clientes cierro siempre a las doce y media de la noche.

—¿Y el personal hasta qué hora se queda?

—Más o menos una hora más.

Montalbano dio las gracias y colgó. Después, provisto de bolígrafo y papel, volvió a sentarse en la galería. Y escribió: «Lunes 22 de septiembre = pez. Lunes 29 de septiembre = pollo». Le entraron ganas de reír, parecía un menú. «Lunes, 6 de octubre = perro». ¿Por qué siempre a primera hora del lunes? De momento, mejor dejarlo correr. Escribió las iniciales de cada animal asesinado: «PPP» No tenía ningún sentido. Y tampoco si sustituía la «p» de pez por la «m» de mújol: «MPP». Se le ocurrió un pensamiento de carácter licencioso-goliardesco: el único significado que podía atribuir a aquellas tres consonantes puestas en fila era: «Mi polla pica».

Hizo una pelota con la hoja de papel, la tiró al suelo y se fue a dormir más perplejo que convencido.

Mientras Montalbano daba vueltas en la cama sin conseguir conciliar el sueño, después de una cena de tamaño casi industrial a base de sardinas rellenas con pan rallado, anchoas, cebollas, pasas y piñones, el hombre, en su espaciosa biblioteca enteramente tapizada con estanterías repletas de libros, en la cual la única y mortecina luz procedía de una lámpara de sobremesa, levantó los ojos del libro antiguo lujosamente encuadernado que estaba leyendo, lo cerró, se quitó las gafas y se reclinó en el sillón de madera. Permaneció unos minutos así, frotándose de vez en cuando los ojos, que le ardían. Después, lanzando un profundo suspiro, abrió el cajón derecho del escritorio. En su interior, entre papeles, gomas de borrar, llaves, viejos sellos y fotografías, estaba la pistola. La tomó y extrajo el cargador vacío. Buscó con la mano más al fondo, localizó la caja de balas y la abrió. Quedaban ocho. Sonrió; bastaban y sobraban para lo que se proponía. Introdujo sólo una en el cargador, tal como siempre hacía, dejó la caja en su sitio y cerró el cajón. Se guardó la pistola en el bolsillo derecho de la deformada chaqueta. Palpó el bolsillo izquierdo: la linterna estaba en su sitio. Consultó el reloj; ya eran las doce de la noche. Para llegar al lugar establecido seguramente necesitaría una hora, lo cual significaba que podría actuar a la hora apropiada. Volvió a ponerse las gafas, arrancó un pequeño rectángulo de papel de un cuaderno cuadriculado, escribió algo con un bolígrafo y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. A continuación se levantó, fue a coger la guía telefónica y buscó la página que le interesaba. Tenía que estar absolutamente seguro de que la dirección era correcta. Después extendió el mapa topográfico que tenía sobre el escritorio y estudió el recorrido que haría desde su casa. No; quizá le llevara algo más de una hora. Mejor. Se acercó a la ventana y la abrió. Una fría ráfaga de viento lo azotó en pleno rostro, y él retrocedió. No era cuestión de salir sólo con el traje. Cuando subió al coche, llevaba un grueso impermeable y un sombrero negro.

Puso en marcha el motor, pero después de unos rugidos se caló. Lo intentó otra vez, en vano. Empezó a sudar. Si el coche se había averiado definitivamente, todo lo previsto se iría al garete. ¿Y entonces? ¿Se saltaba por las buenas la advertencia de aquel lunes? No; sería un gesto de deslealtad, y él no podía, por su manera de ser, cometer ninguna deslealtad. No quedaba más remedio que dejarlo para más adelante y empezar de nuevo por el principio. Pero ¿y si los plazos expiraban? ¿Conseguiría llevar a cabo la excepcional hazaña de contraerse? Estaba perdido. Probó de nuevo, desesperado, y el motor, después de unos accesos de tos, decidió ponerse en marcha.

3

Mimì Augello acertó y se equivocó. Acertó en cuanto al tamaño de la, digamos, nueva víctima, pero se equivocó en que no se trató de una oveja.

La mañana del lunes 13 de octubre, Fazio se presentó en la comisaría con la novedad, que por otra parte en absoluto era una novedad, de que habían matado una cabra. El consabido disparo en la cabeza, la consabida bala, la consabida nota. «Me sigo contrayendo.»

Ninguno de los presentes habló, nadie se atrevió a hacer un comentario ingenioso.

En el despacho del comisario flotaba un silencio denso y perplejo.

—¡Lo está logrando, y de qué manera! —exclamó Montalbano por fin. Por otra parte, le correspondía hacerlo: el jefe era él.

—¿Qué? —preguntó Augello.

—Que lo tomen en serio.

—Yo lo tomé en serio enseguida —dijo Mimì.

—Bravo, subcomisario Augello. Lo propondré para una solemne mención honorífica al señor jefe superior. ¿Satisfecho?

Mimì no contestó. Cuando el comisario estaba de tan mala uva, lo mejor era mantener la boca cerrada.

—Está intentando revelarnos otra cosa, aparte de mantenernos al corriente del estado de su contracción —añadió Montalbano tras una pausa. Hablaba a media voz porque más que nada estaba conversando consigo mismo.

—¿De qué lo deduces?

—Reflexiona, Mimì, si no te cuesta demasiado. Si sólo quería comunicarnos que se estaba contrayendo, signifique lo que signifique para él el verbo contraerse, no necesitaba correr de un lugar a otro de Vigàta matando cada vez un animal distinto. ¿Por qué cambia de animal?

—Tal vez las letras iniciales de... —aventuró Augello.

—Ya lo he pensado. PPPC o MPPC, ¿qué serían para ti?

—Podrían ser las siglas de un grupo o un movimiento subversivo —apuntó tímidamente Fazio.

—Ah, ¿sí? Ponme un ejemplo.

—Pues no sé,
dottore
. Digo lo primero que me pasa por la cabeza. Por ejemplo, Partido Popular Proletario Comunista.

—¿Y tú crees que existen todavía comunistas revolucionarios? ¡Anda ya! —replicó sin miramientos Montalbano.

Se hizo de nuevo el silencio. Augello encendió un cigarrillo, Fazio se miró la punta de los zapatos.

—Apaga el cigarrillo —ordenó el comisario.

—¿Por qué? —preguntó sorprendido Mimì.

—Porque mientras tú te tumbabas a la bartola en Maguncia...

—Estaba en Hamburgo.

—Donde fuera. En resumen, mientras estabas ausente de este precioso país nuestro, un ministro despertó una mañana y se preocupó por nuestra salud. Si quieres seguir fumando, tendrás que salir a la calle.

Maldiciendo entre dientes, Mimì se levantó y abandonó la estancia.

—¿Puedo retirarme? —preguntó Fazio.

—¿Quién te lo impide?

Una vez a solas, Montalbano lanzó un profundo suspiro de satisfacción. Había desahogado el mal humor provocado por aquel imbécil que andaba por ahí cargándose animales.

* * *

Había transcurrido apenas una hora cuando por toda la comisaría tronó la voz de Montalbano.

—¡Augello! ¡Fazio!

Se presentaron corriendo. Sólo con verle la cara, comprendieron que algún engranaje se había puesto en marcha en el celebro del comisario. En efecto, Montalbano estaba esbozando una especie de sonrisita.

—Fazio, ¿conoces el nombre del propietario de la cabra asesinada? Espera, si lo sabes, sólo asiente con la cabeza, no digas nada.

Fazio, sorprendido, lo hizo varias veces.

—¿A que adivino con qué empieza su apellido? Empieza por «O», ¿verdad?

—¡Verdad! —exclamó Fazio, admirado.

Mimì Augello prorrumpió en un breve e irónico aplauso y preguntó:

—¿Has terminado de hacer juegos de prestidigitación?

Montalbano no le respondió.

—Y ahora dime los apellidos de los dueños de los otros animales —dijo a Fazio.

—Ennicello, Contrera, Contino y Ottone; el amo de la cabra, el que acabamos de mencionar ahora mismo, se llama Stefano Ottone.

—¡Ahí está! —gritó Mimì.

—¿Ahí está qué? —preguntó Fazio.

—Es lo que escribe —repuso Augello.

—Dices bien, Mimì. Con las iniciales de los apellidos nos está escribiendo otro mensaje. Y nosotros nos equivocábamos al pensar que lo estaba componiendo con las iniciales de los animales asesinados.

—¡Ahora me explico el porqué! —exclamo Fazio.

—Pues explícanoslo también a nosotros.

—En la casita del jubilado donde mataron el perro había también dos cabras. Y esta mañana me he preguntado por qué el hombre no había vuelto a la casa del señor Contino en lugar de desplazarse a veinte kilómetros de distancia para buscar otra cabra. Ahora lo entiendo. ¡Necesitaba un apellido que empezara por «O»!

—¿Qué podemos hacer? —inquirió Augello, a medio camino entre el nerviosismo y la angustia.

Fazio miró también al comisario con los ojos de un perro que está aguardando que le echen un hueso.

Montalbano extendió los brazos.

—No podemos esperar a que le pegue un tiro a un hombre para intervenir. Porque la próxima vez, de eso estoy más que seguro, matará a alguien —insistió Mimì, y Montalbano volvió a extender los brazos—. No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo —repuso en tono provocador.

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