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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (8 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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El hombre caminaba muy despacio y con la cabeza gacha, como si mirara dónde ponía los pies a causa de la poca luz que emitían las farolas, algunas de las cuales estaban incluso apagadas. No pasaba ni un alma, todos se habían ido a dormir, o por lo menos eso creían ellos, puesto que a lo que habían ido en realidad era al ensayo general del sueño eterno en el que, en cuestión de unos días, se hundirían gracias a él. Todos, viejos que ya percibían muy cerca el aliento de la muerte y criaturas recién nacidas que aún no habían abierto los ojos, niños y ancianos, hombres y mujeres. Ante la sola idea de la proximidad de aquel día, del Día, un fuerte escalofrío que se inició en su ingle le subió como una descarga eléctrica por la columna vertebral y le llegó al cerebro, provocándole una especie de embriaguez repentina tan fuerte que las sombras de las casas empezaron a dar vueltas a su alrededor. Cerró los ojos, respirando afanosamente y gimiendo de placer. Tuvo que permanecer inmóvil unos cuantos minutos, después le pasó la borrachera y estuvo en condiciones de reanudar el paseo. Se puso a cantar en silencio en su fuero interno:
«Dies irae, dies illa...»

A última hora de la mañana siguiente, llegó Mimì Augello diciendo que la lista había disminuido en treinta y cinco personas.

—Si quieres, te concreto los detalles. Cuatro han emigrado a Bélgica, seis a Alemania, tres están estudiando en Palermo...

—¿Estás seguro de que no regresarán antes del lunes?

—Segurísimo. —Después, tras una pausa—: Me han acribillado a preguntas.

—¿Y tú?

—He dicho que se trataba de una ley muy reciente de la Unión Europea. Un censo acerca de los desplazamientos interiores y exteriores de los habitantes de algunas ciudades piloto.

—¿Y se lo han creído?

—Algunos sí y otros no.

—Y los que no, ¿qué te han dicho?

—Nada. Probablemente estaban soltando maldiciones para sus adentros.

—Pues entonces, ¿por qué han contestado?

—Porque nosotros somos representantes de la ley, Salvo.

—¿Lo cual significa que, en nombre de la ley, tenemos la facultad de hacer cualquier chorrada que se nos ocurra?

—¿Y ahora te das cuenta?

Montalbano prefirió no insistir en el tema.

—O sea que ahora ya sabéis dónde viven. Mimì, tendrás que encargarte de una tarea muy fina pero un poco pesada. Haz una cruz en el callejero de Vigàta para indicar dónde viven aquellos cuyo apellido empieza por «O». Después traza un recorrido ideal, el más corto, para que en el momento oportuno podamos avisarlos a todos en el menor tiempo posible.

—De acuerdo.

—Si no conseguimos identificar y pararle primero los pies al loco, habría que reunir a todas estas personas, posiblemente el domingo por la noche justo después de la cena, y trasladarlas al cine Mezzano. Ya he hablado con el propietario; el local cuenta con quinientas localidades.

Mimì adoptó una expresión pensativa.

—¿Qué te ocurre? —preguntó el comisario—. Comprendo que va a ser complicado convencer a esa gente de que salga de la casa, puede que alguien tenga a algún anciano difícil de transportar...

—El problema es otro...

De repente Montalbano se enfureció. Odiaba aquella frase. La oía pronunciar cada vez con más frecuencia en cualquier reunión, y el que la decía tenía la intención más o menos oculta de desviar la conversación que en aquel momento se estuviera manteniendo. Se reprimió y no manifestó su desagrado porque el asunto que los ocupaba era demasiado importante.

—¿Y cuál es ese otro problema?

—Una vez que hayamos conseguido instalar a toda esa gente en el interior del cine, ¿cómo vamos a entretenerla? ¿Tú te das cuenta? Habrá chiquillos llorando, otros que armarán jaleo jugando, ancianos que querrán descansar, hombres que se pelearán...

—Eso no es un problema. Haremos que les proyecten una buena película. Una de esas que todos pueden ver. Y tú, que tienes una voz aceptable, podrías cantarles también alguna cancioncilla.

Tomó la lista de los que estaban fuera de Vigàta y la estudió. Los tres Ostellino, Francesco, Tiziano y Saverio, no figuraban en ella. Se la pasó a Augello.

Mimì se la arrancó de la mano y abandonó la estancia sin despedirse siquiera.

7

A la mañana siguiente se presentó en la comisaría temprano, pero que muy temprano.

—Ah,
dottori, dottori
, no hay nadie aún, icepto Fazio —dijo Catarella en cuanto lo vio.

—Dile que venga a mi despacho.


Dottori
, el susodicho duerme en el despacho del
dottori
Augello —le advirtió. En efecto, Fazio se había sumido en un profundo sueño con la cabeza apoyada en los brazos cruzados y apoyados a su vez sobre el escritorio.

—¡Fazio!

—¿Eh? —contestó, levantando la cabeza pero con los ojos todavía cerrados.

—Ya que estás, ¿por qué no te traes la cama de casa?

Fazio se levantó de un salto, avergonzado.

—Perdóneme,
Dottore
, pero es que esta noche he tenido que relevar a Gallo y entonces...

—¿Y por qué tú? ¿No podías decírselo a Galluzzo? ¡Por cierto, hace un par de días que no veo al señor Gallo!

Fazio lo miró, sorprendido.

—Pero cómo,
Dottore
, ¿nadie se lo ha dicho?

—No. ¿Qué es lo que tenían que decirme?

—Que anteanoche murió la madre de Gallo.

—¡Maldita sea! ¡Podríais haber tenido la amabilidad de comunicármelo! ¿Cuándo es el funeral?

Fazio consultó el reloj.

—Dentro de tres horas.

—Corre ahora mismo a la floristería, quiero una corona. Diles que pagaré lo que pidan, pero quiero una corona.

Tres horas después asistió a la misa de difuntos y siguió el cortejo hasta el cementerio. Estaba a punto de retirarse tras haber abrazado a Gallo cuando se le ocurrió una idea. Se acercó a un vigilante.

—¿Podría decirme dónde está enterrado Saverio Ostellino?

—En su tumba —contestó el hombre, el cual, continuando la tradición literaria, era también un ingenioso filósofo.

El comisario, que no estaba para bromas, lo miró de mala manera. Ante aquella mirada, toda la filosofía del vigilante desapareció.

—Tome usted este caminito y sígalo hasta el fondo. Después gire a la izquierda y se encontrará delante de la iglesia que hay en el centro del cementerio. Detrás, casi pegada a ella, está la tumba que busca.

La tumba no era una tumba cualquiera, sino una auténtica capilla aristocrática, una construcción más bien imponente. Arriba había un ancho friso, una especie de rótulo de piedra en el cual figuraba escrito en letras de bronce dorado «Familia Ostellino». Estaba bien cuidada. Montalbano introdujo la cabeza entre los barrotes de hierro forjado de la verja que servía de puerta, pero los gruesos cristales tintados de gris que había detrás le impidieron ver el interior. Dirigió una breve plegaria al cabalista Saverio Ostellino para que desde el más allá le echara una mano y abandonó el cementerio.

Fue a la
trattoria
San Calogero, pero, para gran consternación del propietario, no consiguió comer nada de nada. Tenía un nudo en la boca del estómago y hasta los efluvios del pescado le resultaban molestos.

Dio un largo paseo por el muelle, pero se notaba débil y cansado. Cansado y humillado por su impotencia, por su incapacidad de detener los planes del hombre que se creía Dios. Comprendía con lucidez que se había visto obligado a ir a remolque de la locura del desconocido. No conseguía hallar algo que le permitiese situarse, si no un paso por delante, por lo menos al lado de su adversario. Sólo podía jugar a la defensiva. Y eso era para él una novedad que lo pillaba totalmente desprevenido.

Y lo peor es que no lograba transformar en rabia la sensación de frustración que experimentaba. La rabia era para él un potente motor.

Acababa de sentarse cuando la puerta golpeó violentamente contra la pared.

—Pirdón,
Dottori
, se me ha escapado.

—¿Qué hay?

—Alguien quiere hablar con usted personalmente en persona. ¡Dice que tiene que tener la prioridad soluta! ¡Dice que es una cosa urgentísimamente urgente!

—¿Te ha dicho su nombre?

—Sí, señor. Algida.

—¿Como la marca de helados?

—Justo como el hilado,
dottori
.

—¿Y te ha dicho el apellido?

—Sí, señor
dottori
. Parapettàno.

¡Alcide Maraventano! Si llamaba, el asunto debía de ser muy importante y verdaderamente urgente.

—¿Se lo paso,
dottori
?

—No; voy yo a la centralita.

Temía que Catarella, con sus complicados manejos en la centralita, desconectara la línea. Tomó el auricular con las manos ya sudadas a causa de la tensión.

—Montalbano al habla. ¿Desde dónde me llama, señor Maraventano?

—Desde mi casa.

—¡¿Tiene teléfono?!

—Eso ni hablar. Ha venido a verme un amigo mío que tiene uno de estos cacharros, ¿cómo se llaman...?

—¿Móviles?

—Sí, y he aprovechado. Quiero decirle que he reflexionado mucho acerca de todo lo que usted me contó y he llegado a una conclusión.

Montalbano oyó desde el otro extremo de la línea un extraño ruido que no tardó en identificar. Maraventano estaba dando una chupada al biberón. Se puso nervioso; el otro se lo estaba tomando con calma.

—¿Me dice su conclusión, por favor?

—Es la siguiente, mi querido amigo: el próximo acontecimiento, cualquiera que sea, no puede ocurrir de ninguna forma como todos los demás a primera hora del lunes, porque...

—... porque el ciclo tiene que terminar obligatoriamente en sábado —concluyó Montalbano. En un santiamén había logrado comprender lo que no había comprendido al leer la Biblia. ¡El lunes, el día que señalaba el comienzo de la Creación, no podía ser el mismo que el del final!

—¡Bravo! —exclamó Maraventano—. Veo que lo ha entendido perfectamente. Recuerde: se trate de lo que se trate, ocurrirá con toda certeza antes de las doce de la noche del sábado, pues el domingo nuestro imbécil tendrá que descansar. Junto con otras muchas personas, me temo. Y ponga atención: el final de la contracción, en la confusión mental de ese individuo, coincidirá necesariamente con su reconversión en una luz cegadora, imposible de contemplar. ¿Me he explicado?

Se había explicado muy bien. Montalbano notó que le subía la temperatura, y no le dio las gracias ni se despidió, se limitó a colgar el teléfono y se puso a dar voces sin darse cuenta.

—¿A qué día estamos, eh? ¿A qué día estamos?

Tenía un calendario grandioso, obsequio de la panadería Foderaro y Vadalà, justo delante de las narices, y ni siquiera conseguía verlo.

—A primero de mes —contestó también a gritos Catarella, contagiado por el pánico que dejaba traslucir la voz del comisario.

O sea que el día siguiente sería el 2 de noviembre, el día dedicado a los difuntos. No se estaban equivocando ni él ni Maraventano. Tuvo esa clara, inmediata y absoluta certeza. ¿Qué decía la plegaria que había oído en la iglesia durante el funeral?

Ah, sí, era el Credo: «... desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos...»

¡Y el 2 de noviembre en el cementerio aquel insensato los tendría a todos a mano, tanto a los vivos como a los muertos! Y lo último que verían los vivos sería la manifestación de la luz absoluta.

«Tal como sucedió en Hiroshima», se le ocurrió pensar.

Y de repente se le pasó la alterada agitación que lo dominaba y sólo le quedó una tensión racional. Finalmente había vislumbrado la manera de tomar la iniciativa, apartando al adversario. Ya no iba a remolque. Le tocaba a él hacer la jugada apropiada.

—Envíame ahora mismo a Augello y Fazio —le dijo a Catarella mientras se dirigía a su despacho.

—¿Qué pasa? —preguntó Mimì entrando precipitadamente, seguido por el otro—. Catarella se ha puesto a gritar, diciendo que tú... —Vio a Montalbano más amarillo que un muerto, se asustó y se calló.

—Oídme bien. Contraorden. Cualquier cosa que tenga que ocurrir ocurrirá mañana sábado y no el lunes.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó Augello.

—No me lo ha dicho nadie. Ya había pensado en esa posibilidad y ahora mismo alguien acaba de confirmármelo. Fazio, recuerda que en cuanto terminemos aquí, debes enviar a Gallo a avisar a Mezzano de que su cine tiene que permanecer a nuestra entera disposición desde las veintiuna a las veinticuatro horas de hoy.

Ambos se miraron sorprendidos.

—¿De hoy? —preguntó Augello—. ¡Pero si tú mismo has dicho que esta historia ha de terminar el sábado!

—Mimì, es la única manera que tenemos de cortarle el camino. Por una vez, si mis suposiciones son acertadas, nos adelantaremos a él. Cuanto menos tiempo perdamos, mejor, podéis creerme. Y tiempo nos queda muy poco. Id corriendo con los demás a avisar a las familias. Decidles que se presenten a las nueve en punto. Disponen de cinco horas para prepararse. Si hay algún enfermo, que nos lo digan y enviaremos una ambulancia para trasladarlo. Mimì, tú te sitúas a la entrada del cine con la lista y compruebas los nombres de los que vayan entrando. Si alguien no se presenta, avisa a Fazio, que se encargará de que lo busquen y vayan a recogerlo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestaron ambos al unísono.

—Repito: quiero tener la certeza absoluta de que a las nueve y media de esta noche todas las personas interesadas estarán en el interior del local.

—¿Y qué les decimos esta vez? —preguntó Fazio.

—La verdad.

—¿O sea?

—Que si no hacen lo que les decimos, se expondrán a un peligro mortal. Ya verás cómo corren.

—¿Me permites una observación? —preguntó Mimì.

—Pues claro.

—Esta historia del adelanto al sábado es fruto de un razonamiento tuyo. ¿No es así?

—Sí.

—Ahora supón que tu razonamiento es erróneo. La consecuencia será que el loco hará lo que se ha propuesto hacer el lunes que viene, como los lunes anteriores. En tal caso, ¿qué haremos para convencer a la gente de que regrese al cine el lunes?

—Diremos que hemos cambiado la película —contestó Montalbano—. Y que incluso habrá un espectáculo preliminar.

* * *

El teniente de los carabineros Cesare Romitelli escuchó en absoluto silencio la historia que le contó Montalbano, e inmediatamente después se entregó a una tan sistemática como inútil tarea de ordenar todo lo que tenía en el escritorio. Después levantó los ojos y miró al comisario.

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