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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (9 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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—Usted me coloca en una situación embarazosa —dijo, desplazando una carpeta desde el lado izquierdo al derecho.

—¿Por qué?

—Comisario, yo creo en la historia que usted me ha contado. Se lo digo en serio. Y estoy dispuesto a colaborar con usted. Pero tengo que informar a mis superiores y eso usted no lo quiere, como tampoco quiere informar a los suyos. ¿Es así?

—Sí.

—Pero nosotros somos militares, comisario.

—Comprendo.

Ambos permanecieron en silencio un instante.

—La situación sería absolutamente distinta —añadió Romitelli— si una de mis patrullas, al pasar por delante del cine Mezzano, observara casualmente una concentración de personas. En tal caso, tendría la obligación de intervenir, incluso de pedir refuerzos, para mantener el orden público. ¿Me he explicado?

—Se ha explicado muy bien —dijo Montalbano, levantándose y estrechando la mano del teniente.

Abandonó el cuartel de los carabineros muy aliviado. Había conseguido también del alcalde el envío de una decena de guardias municipales. Él solo con sus hombres no habría podido contener a los centenares de curiosos que saldrían de sus casas en cuanto se divulgara la noticia.

La entrada en el cine de las familias convocadas se produjo a través de un pasillo abierto entre una enorme multitud ruidosa y a duras penas contenida por los carabineros y la guardia urbana. Todo el asunto, ve a saber por qué, había adquirido un tono festivo, de cachondeo recíproco entre los que entraban y los que miraban a los que entraban.

Pero entre los convocados también hubo protestas y murmullos, sobre todo por parte de los más mayores. Un chaval de pelo largo, pendiente y barba se plantó delante del comisario y le dirigió el saludo fascista. Fazio le soltó un fuerte puntapié en el trasero y el mozo desapareció entre la multitud.

Mientras entraba la gente, el cine se iba transformando en algo intermedio entre una guardería infantil y una residencia geriátrica.

Finalmente el comisario pudo subir al estrado seguido de Mimì Augello. Sabía que no estaba para nada en condiciones de hablar en público; se le había puesto la cara tan colorada como un tomate y se notaba la boca tan áspera como cuando se come un limón.

—Soy el comisario Montalbano. Disculpen la molestia, pero lo he hecho en su propio, ¿cómo se dice esa cosa...?

—Interés —apuntó Augello.

—... interés. Hay uno que... Se ha producido una situación... Bueno, le paso la palabra a mi subcomisario el
dottor
Augello.

Bajó por la escalerilla empapado de sudor. Mimì fue rápido y eficaz, explicó lo que tenía que explicar, tranquilizó a los presentes en el sentido de que nada podría ocurrirles en el interior del cine, vigilado tanto por dentro como por fuera. Anunció que se pasaría lista para mayor seguridad. Subió Fazio con la lista en la mano y se situó a su lado.

Se oyeron risitas y comentarios, la tensión había bajado considerablemente. El pase de lista ya estaba a punto de terminar cuando se produjo un contratiempo.

—Ostellino, Francesco.

—Presente.

—Ostellino, Saverio.

Nadie contestó.

—¿Ostellino, Saverio? —repitió Fazio.

Esa vez tampoco hubo respuesta.

—Yo me llamo Tiziano Ostellino —dijo entonces un septuagenario, levantándose—. Francesco, el que acaba de contestar, y Saverio son mis hijos.

Entretanto, Francesco Ostellino también se había levantado y estaba mirando a su alrededor, en busca de su hermano.

—No lo veo —dijo.

—Estaba conmigo —añadió el padre—. Hemos llegado los tres juntos al cine y cuando terminábamos de entrar, me ha dicho que salía un momento a comprar cigarrillos.

Un violento escalofrío, peor que el de la terciana, sacudió al comisario de la cabeza a los pies. No, la ausencia de Saverio Ostellino no era una casualidad: tuvo la certeza de haber conseguido que su adversario diese el primer paso en falso.

Fue disparado como una flecha en dirección al septuagenario.

—¿Su hijo Saverio vive solo o con usted?

—Solo en la casa que...

—¿Tiene por casualidad las llaves?

—Sí.

—Démelas y dígame también la dirección —exigió. Y mientras el anciano obedecía en silencio, añadió, dirigiéndose a Fazio y Mimì, que se encontraban en el estrado—: Vosotros dos venid conmigo. Que Gallo siga pasando lista.

Abandonaron precipitadamente el cine, ahora fuera ya no había curiosos ni gandules. A pocos pasos de allí vieron el rótulo de un estanco. La tienda tenía la persiana medio bajada. Se agacharon y entraron.

—¡Ya está cerrado! —gritó el propietario al verlos a los tres repentinamente delante.

—¡Policía! ¿Usted conoce a un tal Saverio Ostellino?

—Sí, algunas veces compra aquí los cigarrillos.

—¿Lo ha visto hace cosa de una hora, hora y media?

—No lo he visto desde ayer.

—¿Hay otros estancos aquí cerca?

—Sí, señor, hay otro en el siguiente callejón.

Con las prisas, Mimì Augello no calculó bien la altura de la persiana y se pegó una castaña descomunal. Soltó toda una letanía de reniegos. Cuando llegaron al otro estanco, el dueño estaba cerrando un pequeño escaparate lleno de pipas que había junto a la puerta.

—¿Usted conoce a Saverio Ostellino? —gritó Fazio a su espalda.

El estanquero pegó literalmente un brinco en el aire y se volvió, asustado.

—Pero ¿qué coño de maneras son ésas?

Fazio no tenía tiempo para discutir acerca de cuestiones de urbanidad. Lo sujetó por las solapas de la chaqueta y lo empujó contra el pequeño escaparate.

—Policía. ¿Conoces a Saverio Ostellino, sí o no?

—No —contestó aterrorizado el estanquero.

—¿Cuántos clientes han entrado en la última hora y media?

—Cu... cuatro.

—¿Recuerdas lo que han comprado?

—Espere. Una mujer, una caja de cerillas; el contable Anfuso, dos hojas de papel timbrado; una chica, un sobre y un sello; y mi primo Filippo ha apostado un boleto.

Por consiguiente y hasta que se demostrara lo contrario, Saverio Ostellino no había salido del cine para ir a comprar una cajetilla de cigarrillos, tal como le había dicho a su padre.

—Tenemos que atraparlo cuanto antes —dijo Montalbano.

Echaron a correr hacia el cine, donde el comisario había aparcado su coche. Fazio tenía el corazón en un puño; jamás en su vida había visto a su jefe tan preocupado.

8

A pesar de que el chaletito de los Ostellino se encontraba en las afueras del pueblo, en una zona que ya parecía plena campiña, llegaron allí en un abrir y cerrar de ojos; el comisario jamás había intentado circular a semejante velocidad y de él se habría podido decir cualquier cosa menos que fuera capaz de sujetar debidamente el volante. Un perro extraviado se salvó por los pelos, el conductor de un Cinquecento que iba en dirección contraria vio la muerte de cara.

Montalbano se detuvo justo delante de la puerta del chalet. Bajaron y lo examinaron desde fuera. No se filtraba el menor rayo de luz a través de las persianas, la casa se encontraba completamente a oscuras. Puede que Saverio Ostellino estuviera apostado detrás de una ventana esperándolos con un revólver en la mano, y puede que no. Lo único que podían hacer era intentarlo. El comisario le entregó las llaves a Fazio, que abrió la puerta. Montalbano entró en primer lugar y encendió la luz.

Se encontraron en un espacioso recibidor muy bien amueblado con piezas del siglo XIX de gusto un tanto fúnebre.

—¡Saverio! —llamó Montalbano.

No hubo respuesta. Por si acaso, Augello y Fazio desenfundaron casi simultáneamente las pistolas. Examinaron con cuidado la planta baja, que constaba de un enorme salón y una cocina, un pequeño estudio y un cuarto de baño. Nada, no sólo no había ni un alma sino que, además, las habitaciones, a pesar de su impecable aspecto, daban la impresión de llevar mucho tiempo deshabitadas.

Subieron con cautela al piso de arriba: tres dormitorios, tres cuartos de baño. Abrieron los armarios, se agacharon para mirar debajo de las camas. Nadie.

Sólo uno de los tres dormitorios, a juzgar por el gran desorden que en él reinaba, revelaba que era utilizado habitualmente. Lo mismo podía decirse de uno de los tres cuartos de baño. Sólo quedaba el último piso, integrado por una sola y espaciosa habitación, un estudio con una mesa en el centro. Miles de libros por todas partes, en las estanterías, en el suelo, amontonados, formando pilas. Al comisario se le antojó de inmediato una reproducción de la estancia de Alcide Maraventano. Le bastó una sola mirada para comprender que estaba en presencia de una biblioteca especializada: libros esotéricos, de magia, filosofía, historia de las religiones, y así sucesivamente. Pero lo más curioso era que no parecían libros adquiridos recientemente; el más nuevo debía de remontarse a unos cuarenta años atrás.

Sea como fuere, ya no quedaba ningún resquicio para la duda: el asesino de animales, el hombre que se creía Dios, tenía finalmente nombre y apellido. Montalbano se sintió mitad satisfecho y mitad, si ello fuera posible, todavía más asustado. Había conseguido obligarlo a hacer la jugada equivocada, pero la partida aún no había terminado. Es más, aún había de empezar.

—Es él —dijo—. Y menos mal que no se ha quedado en el cine, allí tenía a su disposición todas las oes que quisiera.

En aquel momento, Fazio, que estaba revolviendo los cajones, hizo un descubrimiento.

—Se ha dejado la pistola aquí. Ésta es una siete sesenta y cinco.

Por toda respuesta, Montalbano se dio un gran manotazo en la frente.

—¡Qué cabrón! —exclamó.

Mimì y Fazio se volvieron a mirarlo con los ojos desorbitados.

—¿Me lo dices a mí? —preguntó Augello.

—¿Me lo dice a mí? —preguntó Fazio.

El comisario no aclaró que se lo había dicho a sí mismo.

—¡Cerrad esta casa y venid conmigo, rápido!

Obedecieron sin atreverse a preguntar por qué. Sin previo acuerdo, esa vez se puso al volante Mimì. Habían visto demasiadas cosas durante el viaje de ida, y el comisario no protestó.

—¿Adónde vamos?

—Al cementerio.

Augello, que estaba tomando una curva prácticamente sobre dos ruedas, estuvo casi a punto de derrapar al oír la respuesta.

—Mimì, no lo has entendido: al cementerio tenemos que llegar vivos.

—¿Puedo saber qué vamos a hacer allí? —preguntó Fazio, poniendo en su voz todo el respeto posible.

—Debéis saber que el día que fui al entierro de la madre de Gallo... —Interrumpió la frase.

—¿Y bien? —dijo Mimì.

Pero Montalbano estaba siguiendo el hilo de un pensamiento.

—Fazio, ¿tú conoces a ese Saverio Ostellino?

Fazio conocía la vida y milagros de muchos habitantes de Vigàta. Padecía lo que Montalbano llamaba el complejo del registro civil.

—Tiene cuarenta y dos años. Ha sido profesor en el instituto de Montelusa. Una vida metódica. Pero hace tres años su existencia cambió.

—¿Por qué?

—Se quedó viudo. De golpe perdió a su mujer y su hija, que cursaba primera elemental. Fue un accidente de coche. Conducía su mujer, él no estaba. Desde entonces se fue a vivir solo a una casa que le había legado su abuelo. Esa que acabamos de visitar, creo. Dejó de trabajar y no le apetece hacer nada. Casi nunca sale.

La verja del cementerio estaba cerrada. Llamaron a la puerta de la casa del vigilante, que estaba al lado.

—Abran. ¡Policía!

El vigilante que se presentó soltando tacos era el mismo que Montalbano ya conocía.

—Ábranos.

—Sean ustedes bienvenidos —dijo el hombre, abriendo la verja y echándose a un lado.

—Venga con nosotros —ordenó Montalbano, que no estaba para conversaciones. Y añadió—: ¿A Saverio Ostellino se le ha visto últimamente por aquí?

—Sí, señor. Prácticamente desde que se le murieron la mujer y la hija viene todos los días. Es el primero en entrar y el último en salir ¡En fin! El pobrecito ya no anda muy bien de la cabeza.

—¿Qué hace?

—Se encierra en el interior del panteón familiar y reza. Por lo menos eso nos ha dicho a mí y a mis ayudantes. Lleva siempre una maletita de tamaño mediano. Dentro dice que hay libros de oraciones.

—Pero cuando está en el panteón, ustedes no saben lo que hace realmente.

—No, señor comisario, hay vidrieras de colores. Pero ¿qué quiere usted que haga ese pobre infeliz? Reza. Una vez me habló. Me explicó que había encontrado, según él, la manera de resucitar a su mujer y a la chiquilla. Loco de atar. ¿Qué podemos hacer? Son unas desgracias muy grandes.

Habían llegado a la capilla de los Ostellino.

—¿Tiene una llave?

—No, señor, pero es muy fácil abrir. Si me permiten y se apartan un momento...

A pesar de la oscuridad del cementerio, Fazio y Montalbano se miraron asombrados: el vigilante estaba demostrando ser un descerrajador de primera. Pero en aquel momento ambos tenían otras cosas en que pensar.

Bajo la luz, el interior del panteón aparecía impecablemente limpio y en perfecto orden. Había flores frescas delante de los nichos de la mujer y la hija de Saverio Ostellino. A lo mejor, el pobrecillo acudía allí simplemente para rezar. Pero justo en aquel momento el comisario se dio cuenta de que en el suelo, al lado del altar, había una especie de rectángulo oscuro. Se acercó: era una trampilla abierta, la pesada lápida que la cerraba estaba apoyada contra la pared. Se inclinó para mirar, pero estaba demasiado oscuro.

—¿Y por aquí adónde se va?

—Al pudridero —contestó el vigilante—, donde se colocan los viejos ataúdes o los difuntos recientes a la espera de su entierro definitivo. Pero me extraña.

—¿Por qué?

—No me lo esperaba de él: para abrir el pudridero se necesita una autorización. Y el señor Ostellino no nos la ha pedido. Y, además, no se deja abierto.

—¿Hay luz abajo?

Sin contestar, el vigilante pulsó un interruptor cercano a la entrada.

—La mandó instalar el señor Ostellino hace un par de años.

Bajaron en fila; el comisario marchaba en cabeza. El pudridero era tan grande como el recinto de arriba. No estaba enlucido. Había tres viejos ataúdes colocados en el centro. Los habían apartado para dejar las paredes libres. En efecto, las cuatro paredes estaban literalmente cubiertas hasta la altura de un hombre de cartuchos de dinamita, dispuestos en grupos y en un orden perfecto. Las mechas de los cartuchos estaban atadas entre sí y unidas a una mecha más grande y larga que las demás. Bastaba con encenderla para que saltara todo por los aires.

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