El principe de las mentiras (23 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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Con la prisión de sebo firmemente sujeta en una mano enguantada, el dios de la Intriga se fundió en las sombras que se alargaban junto a los corpulentos restos de lord Chess. El misterio que dejaba tras de sí en lo alto de la torre de Bastón Negro daría que hablar a los sabios y a los charlatanes de la Ciudad de los Prodigios durante décadas. Mas sus efectos se difundirían por los cielos en pocas horas.

10. Espada de doble filo

Donde Cyric investiga la desaparición del Perro del Caos, Gwydion pronuncia el nombre de la persona equivocada en el peor momento posible y por fin se revela la identidad del extraño carcelero de Kelemvor.

Cyric tiró a Jergal las dos velas consumidas y el símbolo sagrado. El senescal ni siquiera alzó una mano para desviar los proyectiles y tampoco parpadeó cuando golpearon dolorosamente su lisa cara gris.

—¡Esto es un engaño, por supuesto! —gritó el Príncipe de las Mentiras—. Mystra no es tan tonta como para dejar su símbolo sagrado y una página de su libro de conjuros en la escena del crimen. No es como ese necio de Torm, que no sólo no sabe practicar la sutileza sino que ni siquiera sabe cómo se escribe.

El señor de los Muertos se echó hacia adelante en su trono. Retorciendo el pergamino de luz de luna entre los huesudos dedos, estudió la cabeza cortada que estaba tirada de cualquier manera en el suelo delante de él. El ácido había eliminado gran parte de la carne, pero era evidente que pertenecía a lord Chess. Kezef había hecho el salvaje destrozo con su aliento corrosivo; no hacía falta ser un sabio para llegar a esa conclusión. La auténtica cuestión era: ¿por qué Chess había tomado parte en la traición y qué dios, o dioses, habían orquestado la captura del Perro del Caos? El conjuro del pergamino era lo bastante poderoso para aprisionar a la bestia, pero sólo una deidad podía tener poder suficiente para contener a Kezef mientras Chess apagaba las velas.

—Y bien —murmuró Cyric dirigiéndose a la cabeza cortada—, veamos qué tienes que decir tú en tu favor.

Chess abrió los ojos y se quedó mirando con expresión vacía las punteras de las botas del dios. Un gemido carnoso, burbujeante, brotó de los labios lacerados por el ácido y pegajosos de sangre.

—No tengo nada que decirte, asesino de Leira.

Cyric se inclinó hacia adelante para estudiar la cara destrozada. Subrayó la siguiente pregunta golpeando con el pergamino enrollado en la palma de la mano después de cada palabra.

—¿Quién mueve tus hilos, marioneta?

—No puedo decirlo.

—¿No puedes o no quieres?

Chess hizo una pausa antes de responder.

—La diferencia entre ambas cosas es académica, al menos en lo que a ti concierne. No me sacarás nada más al respecto.

—Tu osadía aumenta ahora que estás muerto. ¿Dónde está esa afectación que el mundo encontraba tan repugnante?

—Se quemó junto con mi carne y voló con mi miedo a la muerte —murmuró Chess—. Y puesto que no sabes dónde estoy, ningún nuevo temor puede asaltarme.

Maldiciendo entre dientes, el Príncipe de las Mentiras se reclinó en su trono.

—Puede que haya otras criaturas como Kezef en los planos, cosas capaces de rastrear a los muertos. Entonces yo mismo me encargaré de renovar tus temores, afectado mequetrefe.

—Es cierto, puede haber otros rastreadores como el Perro del Caos —Chess se habría encogido de hombros de haber tenido todavía la cabeza sobre ellos—, pero mi protector tiene miles de velas para atraparlos.

—Puedo volver a invocar a tu conciencia de esta manera siempre que lo desee. —Cyric saltó del trono y colocó el pie encima de la cabeza cortada—. Mantendré tu mente anclada en mi salón del trono y te exigiré que me entretengas. Serás mi bufón.

Chess se rió, un sonido nauseabundo, casi líquido.

—Mi protector me pide que te recuerde algo: tus garras no llegan tan lejos como quieres creer. El alma de Kelemvor está oculta para ti. Poner a otro fuera de tu alcance sería muy fácil.

Con la cara demudada por la furia, Cyric dio un puntapié a la cabeza y la lanzó hasta el otro lado del salón del trono. La risa del muerto resonó en la enorme estancia, elevándose por encima de los gemidos y quejidos de los Hombres Incandescentes como un barco que cabalga sobre el lomo de una ola en medio de un mar oscuro como el vino. El Príncipe de las Mentiras empezó a pasearse frente al trono. Entrelazó con furia los dedos ante sí, cavando largos surcos con las uñas en el dorso de las manos. De las heridas brotó una energía brillante, divina, como si fuera sangre.

Jergal cogió el pergamino de luz de luna del trono y rápidamente flotó hacia el otro extremo de la cámara. Plegó la hoja reluciente y se la metió a Chess en la boca. Cyric seguía paseándose como una bestia enjaulada cuando el senescal volvió tras hacer callar a la cabeza cortada.

«Magnificentísimo señor
—solicitó Jergal con una profunda reverencia—,
¿querrías que yo transmitiera un mensaje a alguno de los miembros del panteón advirtiéndoles de tu ira?»

—Les mostraré la fuerza de mi furia con la acción. ¿Para qué malgastar veneno en alguna pulida misiva al Círculo? —bisbiseó Cyric.

El dios de los Muertos dio unas cuantas zancadas más y luego se quedó paralizado.

—Desde mi ascensión, han sido muchos los poderes que han actuado contra mí. Mystra busca vengarse por la muerte de Kelemvor. Oghma quiere evitar que el Cyrinishad eclipse lo que él considera el verdadero conocimiento. Los fieles de Bane, de Myrkul y de Bhaal, y los de Leira ahora, quieren volver atrás la arena en sus relojes y resucitar a tontos dioses caídos... Ahora vienen todos juntos, Jergal, lo presiento. Quieren despojarme de mi trono. Quieren quitarme el glorioso reino que he construido aquí, en el Hades, el reino que construiré en los reinos mortales.

Cyric cerró los puños y los alzó contra el techo.

—¡Tengo dos casas y los traidores pululan en ambas! Mis engendros no me traerán el alma de Kelemvor aunque esté escondida en algún lugar de la Ciudad de la Lucha. —Hizo un gesto impreciso hacia la cabeza del noble—. Zhentil Keep alberga alimañas cobardes como Chess, aunque he tratado de establecer allí mi casa en Faerun, aunque he tratado de elevarla por encima del resto del mundo con mi patrocinio.

«Los engendros y los mortales no pueden ver tu visión, amor mío, el glorioso sueño del universo unido bajo tu gobierno
—dijo
Godsbane
, cuya oscura presencia apaciguó la furia en la mente de Cyric—.
Y los que aspiran a la divinidad saben que tú eres el único dios del panteón con verdadera derecho al poder celestial. Te temen, por eso se encogen como ovejas ante la tormenta atronadora».

Jergal rodeó las velas con la cadena del símbolo sagrado.

«Si los dioses están uniendo sus fuerzas, señor, ¿por qué habrían de apuntar con el dedo acusador a la Ramera?»

—Seguramente ella no se ha unido a ellos —respondió Cyric—. O tal vez Mystra haya accedido a aceptar la carga de la vergüenza sabiendo que mi odio por ella ya no podía aumentar más... Sería más tonto que Torm si perdiera el tiempo tratando de adivinar sus motivos.

«Pues entonces haz que esta intriga se vuelque a tu favor
—propuso
Godsbane
—.
Tal vez puedas hacer que los conspiradores salgan de las sombras si das la impresión de culpar a la Ramera de toda esta cuestión del Perro del Caos».

—Sombras es la palabra precisa —murmuró el Príncipe de las Mentiras. Le arrebató las velas a Jergal y las aplastó—. Estas intrigas tienen el sello invisible de Máscara por todas partes. —Los fragmentos de cera cayeron sobre la alfombra dejando un disco de plata en la mano de Cyric—. Independientemente del símbolo sagrado que deje tras de sí.

«El señor de las Sombras era tu aliado
—observó Jergal sin mucha convicción—.
Te ayudó a ocultar al resto del panteón la destrucción de Leira, y cuando se te denegó el acceso al tejido te envió esos arcabuces para recordarte el poder del Herrero».

—Es evidente que Máscara tenía sus motivos para aparentar que seguía siendo nuestro aliado —dijo el Príncipe de las Mentiras—. Es ambicioso, nuestro señor de las Sombras. Le va que ni pintado ser el dios de la Intriga.

El espíritu de
Godsbane
se deslizaba placenteramente entre los pensamientos de Cyric.

«Tal vez su titulo debiera ser el próximo que sumaras a los tuyos
—propuso—.
Puede que él tenga talento para la intriga, pero tú eres el auténtico maestro».

—Y tú te estás aficionando demasiado a la adulación —dijo Cyric con voz tonante. Dejó que el comentario se cerniera ominoso en el aire durante un momento antes de dirigirse a Jergal—. Atacaré a Mystra por este ultraje, pero necesito una nueva fuerza que desatar entre los reinos mortales, algo para hacer salir al resto de las serpientes de su nido. Los materiales que solicité a los dioses servirán. Ya han traído lo que encargué, ¿verdad?

«Los materiales que solicitaste al Herrero acaban de llegar
—respondió Jergal—.
Sus emisarios han dejado nueve grandes cajas ante las puertas».

—Perfecto, haz que me las traigan de inmediato. —Cyric volvió a sentarse en el trono y luego, cuadrando los hombros, añadió:— Necesitaré nueve sombras para mover los mecanismos gondianos. Dejaré que tú elijas cuáles de los Falsos habrán de sacrificarse por mi causa.

Jergal hizo una señal de aceptación, pero no salió de la estancia retrocediendo como Cyric había esperado. El senescal flotó indeciso ante su oscuro señor un momento, retorciéndose las manos nerviosamente.

—¿Y bien? —dijo Cyric con sequedad.

«Ha-hay multitud de cosas que requieren tu atención, magnificentísimo señor
—empezó a decir Jergal con voz entrecortada—.
¿Te has ocupado últimamente de la concentración que está teniendo lugar a las puertas del Castillo de los Huesos?»

—¿Los grupos que acuden a presenciar las ejecuciones? ¿Qué ocurre con ellos?

«Hay cierta inquietud entre los engendros. Se sienten traicionados por las ejecuciones de los de su clase. Los engendros son tus fieles y...»

—Y en ningún caso deberían cuestionar mis acciones. Si quieren poner fin a las ejecuciones, lo que tienen que hacer es encontrar el alma de Kelemvor —dijo el Príncipe de las Mentiras.

«Ten cuidado, amor mío
—le advirtió
Godsbane
—.
No tienes magia para protegerte contra un levantamiento en la Ciudad de la Lucha. No tomes esos rumores a la ligera».

«Y si Chess da la pauta de los traidores que pueden encontrarse entre tus adoradores en los reinos mortales
—añadió Jergal—,
puedes encontrar renegados de la misma estatura aquí, en el Hades».

El señor de los Muertos consideró las advertencias. Tamborileó con los dedos contra el trono y el
staccato
fue creciendo en intensidad y en sonoridad mientras sopesaba las profundidades de su función.

—Tráeme las cajas del Herrero, Jergal, pero antes crea para mí un portal de escudriñamiento. Yo mismo buscaré a las sombras con que animar los artilugios. Las escogeré entre la chusma que acude a las ejecuciones —dijo Cyric con una sonrisa cínica—. Estos artefactos gondianos me darán un control absoluto sobre las armas aprisionadas en su interior. ¿Quiénes pueden ser más adecuadas que las sombras que alientan el descontento?

El senescal se pasó las puntas de los dedos por la mejilla produciendo un corte rápido y recto. Por lo profundo de la herida, estaba claro que las uñas eran tan afiladas como los dientes de un dragón.

Del corte rezumó un líquido amarillo que empezó a correr por la tersa cara de Jergal. La sangre cayó al suelo en coágulos malolientes que formaron un pequeño estanque. La brillante superficie del líquido que se extendía lentamente presentó una imagen del gentío reunido fuera.

Cyric examinó la espantosa ventana, repasando los rostros de las sombras y los engendros mientras ellos, a su vez, observaban cómo torturaban y mataban a sus compañeros. Enfocó las facetas de su mente alterada sobre la multitud. Con un millón de oídos escuchó todas las palabras que decían. Igual número de ojos observaban minuciosamente cada gesto que hacían.

Después de un rato, el señor de los Muertos sacó a
Godsbane
y apuntó con ella a un grupo de sombras.

—La inquisición ha encontrado a sus primeros herejes —dijo con voz cargada de furia—, y también a sus primeros inquisidores.

Los guardias esqueléticos alineados en lo alto de la muralla que rodeaba el Castillo de los Huesos apretaban sus lanzas en las manos huesudas. Cruelmente se ensañaban con los engendros encadenados a la pared diamantina que había por debajo de ellos. Trozos de carne de engendro caían en la aceitosa y negra agua del río Slith que rodea el recinto circular a modo de foso. Allí los fragmentos se encendían y se hundían. Unas formas sinuosas se removían bajo la superficie engullendo los repugnantes bocados antes de que se disolvieran totalmente.

Al igual que los Fieles, aprisionados en el interior de la gran muralla que circunda la Ciudad de la Lucha, y los Falsos, atrapados en los ruidosos confines del reino, los engendros habían sido creados a partir de las almas mortales. Sin embargo, sólo ellos residían de buena gana en los dominios de Cyric. Su recompensa por la devoción moral al dios de la Muerte era una penosa transformación en una apariencia que nada tenía de humano, por más que tenían una fuerza y una agilidad pasmosas. Y los engendros, como todas las almas, eran casi imposibles de destruir. Sólo tres cosas podían aniquilarlos irremisiblemente: la mano de un dios; un ser maléfico antiguo y eterno como la Serpiente Nocturna o el Perro del Caos, o un lugar de indescriptible corrupción.

El río Slith sin duda era un ejemplo de esto último.

Algunos eruditos mortales sostenían que el río Slith nacía en el corazón hendido de un malvado dragón enterrado muy por debajo de la superficie del mundo. Al principio brotaba como un arroyuelo, pero pronto otras fuentes de corrupción vertían en él sus aguas: las lágrimas de los sacrificados conducidos hacia los altares manchados de sangre, la tinta derramada en la redacción de órdenes asesinas, la matanza de perros rabiosos y la bilis de monarcas crueles y ávidos de poder. El riachuelo se transformaba en un ancho río que se abría camino lentamente cargado de restos y de veneno. Recorría un curso tortuoso a través de los planos, emponzoñando los reinos por los que pasaba. Una gota de sus oscuras aguas era capaz de matar a cualquier mortal. Cualquier sombra que se hundiera en el Slith quedaba destruida para siempre. De las cosas limosas, aparentemente indestructibles, que se movían bajo la superficie del agua, ni siquiera los propios dioses se atrevían a pronunciar el nombre.

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