El principe de las mentiras (39 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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Máscara hizo un alto y de pronto le soltó:

—¿Sólo dos dioses?

—Bhaal y Leira —confirmó Fzoul—. ¿Qué otros?

—Ah, bueno, ninguno —dijo el dios de las Sombras, cortante, al tiempo que hacía un gesto vago hacia la habitación—. Si tanto quieres tener el
Cyrinishad
, Fzoul, trata de hacerte con él. De todos modos, espera hasta después de la ceremonia. Si ella te mata, sería muy difícil reemplazarte con tan poco tiempo de preaviso.

Máscara se escurrió en la sombra del clérigo y desapareció.

Rinda permaneció quieta como una estatua en el centro de la habitación. Había envuelto el
Cyrinishad
en varios trapos y los había atado apretadamente con un trozo de cuerda deshilachada. A simple vista, el bulto no parecía ni más ni menos importante que el hatillo de cualquier otro mendigo. Cuando Fzoul dio un paso hacia ella, la escriba levantó una mano como advertencia, pero no apartó la vista de la sombra del clérigo en la que había desaparecido Máscara.

—No te preocupes —la tranquilizó Fzoul—. Creo que Máscara tiene razón. Dejaremos por ahora las cosas como están, pero después de la batalla...

Rinda se limitó a seguir observando.

—¿Dónde está el error?

—Ya lo has oído. Máscara sabe que Cyric no mató a Bane y a Myrkul, como proclama el
Cyrinishad
. Pero casi estuvo en desacuerdo contigo. —La escriba apartó de sí el astroso hatillo como si estuviera cubierto de arañas venenosas—. Cyric hizo el libro para que su encantamiento alcance también a los dioses.

17. Gigantes a las puertas

Donde se le ofrece a Gwydion el Veloz la espada mágica que lo pone en el principio del camino del Hades, Xeno Mirrormane recibe su justa recompensa por servir al Príncipe de las Mentiras, y un libro de la verdad derriba las murallas de Zhentil Keep con la decisiva ayuda de un ejército de monstruos.

—Es un lunático —opinó Adon—. Sinceramente. Cyric pertenece a este lugar más que algunos de sus habitantes —prosiguió con un gesto hacia una cama vacía—. Tal vez podamos encontrarle habitación, pero estoy bastante seguro de que él no le gustaría a muchos.

Mystra esbozó una sonrisa ante el fervor de su patriarca, ante la ira que reflejaban sus ojos cuando hacía referencia al complot del dios de la Muerte para unificar Zhentil Keep.

—En este momento, los planes de Cyric no parecen tan descabellados como los nuestros —suspiró la señora de los Misterios—. Para que el levantamiento en la Ciudad de la Lucha tenga una mínima posibilidad de éxito, los gigantes y los dragones deben saquear Zhentil Keep. Tenemos que asegurarnos la victoria de los monstruos, lo cual significa que los inocentes van a sufrir. Eso es lo que me trastorna.

Adon se arrodilló para limpiar la cara del hombre de mirada salvaje al que Mystra había llamado Talos.

—¿Otra vez te cuesta trabajo dormirte, amigo? Ya sabes que es más de medianoche.

Desde que la diosa de la Magia había traído por primera vez a Adon al refugio, hacía ya más de un mes, la situación de la Casa de la Pluma Dorada había mejorado notablemente. El sacerdote había dedicado mucho tiempo —y una parte no pequeña de los bienes de la iglesia— para acondicionar el lugar. Gracias a sus esfuerzos, el apestoso y oscuro pozo se había convertido en un confortable hogar para aquellos cuyas mentes estaban extraviadas por encantamientos fallidos. Pese a todo, el asilo seguía siendo frío y estaba lleno de corrientes de aire, y las ratas se aferraban obstinadamente a sus nidos secretos. Sin embargo, las camas calientes y la ropa tibia se habían convertido en una norma, y los bondadosos novicios de la Iglesia de los Misterios local prestaban voluntariamente sus servicios como enfermeros de los internos.

Por lo general, el cuidado de Talos habría estado a cargo de uno de aquellos jóvenes clérigos, pero Adon les había prohibido que se le acercasen a la vista de la llegada de Mystra. Con el avatar de la diosa paseándose por el recinto, no debían ocuparse de ninguna otra tarea que no fuera reverenciarla y rezar.

El patriarca terminó finalmente su tarea. Cuando se puso de pie volvió hacia la diosa los ojos embargados por la preocupación.

—¿Cuántos crees que quedarán en la ciudad? Me refiero a los inocentes.

—Quinientos quince, para ser exactos. La mayoría de los fieles de otros dioses diferentes de Cyric han abandonado Zhentil Keep hace años. Los que se quedaron, o bien ocultan su fe o bien fueron acusados de herejes. En el ejército hay algunos fieles secretos de Tempus. Un reducido número de magos zhentarim me rezan a mí o rezan a Azuth.

—Entonces rescátalos tú misma —planteó Adon—. Acércate hasta allí y sácalos antes de que comience la batalla.

—Bueno, libraré a mis fieles de la contienda —respondió la diosa—. Pero eso no ayudará a los fieles de Tymora, de Tempus o de Lathander.

—¿Acaso no puedes salvarlos aprovechando tu presencia allí?

—¿Estás dispuesto a soportar la ira del Círculo porque yo me exceda de las atribuciones propias de mi oficio? —La señora de los Misterios acompañó su pregunta de un movimiento dubitativo de la cabeza—. Amenazaron con una sanción total, Adon. No crecerán las plantas en los huertos de la iglesia ni lucirá el sol en el cielo. Todo excepto la magia les será negado a los de mi fe hasta que yo deje de interferir en los asuntos terrenales.

—Pero ¿acaso no puedes hacer valer tu derecho a impedir que una horda de gigantes arrase Zhentil Keep? ¿Y tu derecho a iniciar una revuelta en la Ciudad de la Lucha? —insistió el patriarca mientras se acercaba a la siguiente cama.

El hombre que la ocupaba estaba profundamente dormido, cubierto por las tibias sábanas blancas que habían donado los señores de Aguas Profundas.

»Me temo que la lógica divina me sobrepasa —susurró.

Mystra rió sin estridencia.

—El conjuro que Cyric sacó de la biblioteca de Oghma pertenece a la magia prohibida, una brujería creada por un antiguo dios que estaba aún más loco que Bane, Máscara y Cyric juntos, si eso es posible. Los gigantes y la revuelta en el Reino de la Muerte son los modos que yo tengo de evitar que se desate esa magia. El Círculo no pondría objeciones a ese razonamiento.

Ambos se alejaron de las camas en dirección al centro de la sala.

—Tienes que convencer a los demás dioses de que es conveniente que caiga Zhentil Keep, pero sólo en el caso de que rescaten a sus fieles —insistió Adon—. Plantea el asunto ante el panteón en términos que no tengan más remedio que aceptar.

El sacerdote señaló a Talos. El lunático había sido bañado y llevaba puesta una bata nueva, pero no se arrancaba los cabellos ni se quitaba la ropa como hubiera sido de esperar de su locura. Su mente estaba centrada en un delgada pieza de tela que sostenía entre las manos. No importaba lo rápido que la rompiera, un conjuro menor restablecía la trama a su estado original.

—No encontrábamos el modo de evitar que se hiciera daño —dijo el patriarca—, pero entonces recordé lo que me dijiste acerca de los dioses: sólo pueden ver el mundo que su mente crea. —Se encogió de hombros de manera displicente—. Si Talos tiene que destrozar cosas aquí, tenemos que darle algo que sustituya a su ropa o a su piel.

La señora de los Misterios abrazó fuertemente al sacerdote, haciendo aparecer un ligero rubor en sus mejillas.

—Por supuesto —exclamó ella—. ¡Es todo un hallazgo! Gracias, Adon.

Mystra desapareció en un torbellino de luz blanquiazul. Algunos de los residentes gritaron en sueños debido al repentino estallido de magia. Incluso en estado inconsciente, sus descarriadas mentes rehuían aterrorizadas aquello que les había hecho un daño tan espantoso.

Mientras Adon se detuvo un instante para echar una ojeada a la sala, un escalofriante pensamiento se abrió paso en su mente, una idea nacida de la conjunción entre lo avanzado de la madrugada y los extraños gemidos de los enfermos. Kelemvor había ido a parar a la cárcel con una condena de diez años debido a un asunto de magia. ¿Cabría la posibilidad de que pudiera despreciar el Arte, o incluso temerlo tanto como las pobres almas acogidas en el asilo? Y si fuera ése el caso, ¿podría Mystra arriesgarlo todo para rescatar a alguien que tal vez no pudiese soportar su presencia?

El patriarca apartó de su cabeza estos oscuros pensamientos y se dio prisa en buscar a los novicios que trabajaban en otras partes del edificio. La locura no es contagiosa, no al menos como lo proclaman algunos en las granjas que rodean a la Pluma Dorada, pero Adon había descubierto que la compañía de los locos produce extrañas fantasías. Después de un mes de estar atendiendo a los internos del asilo, sabía que era mejor no permanecer en las salas después de medianoche.

De igual manera, esperaba que Mystra tuviera suficiente juicio como para no permanecer demasiado tiempo en la mente de otros dioses, por más que sólo fuera para convencerlos de su plan. Cyric había proporcionado la prueba de que la locura no se reducía sólo a los reinos de los mortales. La señora de los Misterios haría muy bien en recordarlo.

* * *

Incluso con la ayuda de sus innumerables encarnaciones, a Mystra le llevó horas visitar a cada miembro del panteón de Faerun. La señora de los Misterios informó a los dioses y diosas del destino que esperaba a Zhentil Keep, de cómo la ciudad santa se revolvería contra su patrono y de cómo se había permitido a los gigantes que no dejasen piedra sobre piedra del maldito lugar. Planteó su implicación en el complot tal como se lo había expuesto a Adon: como guardiana de la magia, era responsabilidad suya evitar que Cyric utilizase brujerías prohibidas. Nadie se opuso.

Por lo que se refería a la propia destrucción de la ciudad, Mystra pasó revista a los pensamientos de cada deidad y utilizó esa perspectiva para describir la caída de Zhentil Keep como algo positivo. Para la señora de la Floresta, los gigantes se convertían en un azote que iba a derribar las murallas y le iba a permitir sumar esas tierras a los bosques. Para Lathander, dios de la Renovación, el fin de la ciudad ofrecía la posibilidad de que surgiese un nuevo y glorioso reino de las casas en llamas y de las columnas derribadas. Talos veía la prometedora destrucción de Zhentil Keep como algo deseable en sí mismo, en tanto que Tyr consideraba que la aniquilación de la fe de Cyric era un castigo justo por su desprecio de la ley y de la justicia. El proceso resultaba agotador y a veces aburrido, pero en poco tiempo los miembros del panteón estaban convencidos de que la lucha contra Cyric era una gloriosa victoria para la causa de cada uno y para su fe.

Ahora, cuando la noche había empezado a retirarse de Faerun, la señora de los Misterios se encontraba en el patio de armas de su palacio celestial. El castillo y las murallas que lo protegían provenían de la mágica trama, de la radiación blanquiazul palpitante que parpadeaba como un fuego fatuo en una ciénaga de medianoche. Brillantes penachos chasqueaban y aleteaban desde un número infinito de elevadas espiras. Cada bandera portaba el sello de un mago o de un sabio al que se le había dado cobijo en el reino de Mystra. En sus torres se encontraban los talleres, lugares maravillosamente extraños y arcanos donde los fieles investigaban libremente los secretos más recónditos de la brujería que les eran negados dentro de los límites de la vida mortal.

Dragones de plata y oro encaramados en las elevadas almenas, y unicornios que vagan por exuberantes y verdes praderas. Otras criaturas de la magia también consideran el palacio su casa. Los basiliscos pueblan los jardines, con los ojos velados por encantamientos especiales que impiden que conviertan en piedras a los incautos. Una esfinge con cabeza de carnero está encaramada cerca de la puerta principal, intercambiando acertijos con un coatí. La serpiente emplumada ríe cualquier broma y bate el aire con sus alas de alabastro.

Estos animales no eran desconocidos en los reinos mortales, pero para Gwydion, de pie en el centro del patio de armas, todos ellos eran gloriosamente nuevos.

En su época de soldado, Gwydion había escuchado relatos sobre dragones y esfinges. Eran criaturas que estaban presentes en las historias de los mercenarios borrachos y de los guerreros curtidos, de los hombres y mujeres que habían viajado más allá de los confines civilizados de ciudades como Suzail. Algunos de estos relatos eran verdaderos. Otros se quedaban en la más pura fantasía; eran cuentos en los que la mera visión de las huellas de una mantícora se adornaba hasta convertirla en una lucha sangrienta a muerte contra tres de los animales con cola de escorpión.

Las historias de ese tipo habían llevado a Gwydion a dejar su vida en el ejército de Cormyr, atrayéndolo al inverosímil papel de mercenario. Y a pesar de que había vencido a no pocos animales exóticos, nunca había conocido criaturas tan singulares y maravillosas como las que ahora se mostraban reunidas a su vista. Cuando vio a un fénix elevarse por encima del palacio y desplegar sus poderosas alas, la sombra comprobó que ni las historias de los bardos ni su imaginación habían hecho justicia a las criaturas encantadas. Incluso después de todo el dolor, de toda la sangre derramada, la mera visión de estas maravillas era prueba suficiente para recordarle que la terrible ciudad de Cyric era sólo una pequeña parte de un universo inconmensurable y a menudo glorioso.

Ninguno de los que se encontraban en el patio de armas compartía la admiración de la sombra con respecto al entorno.

—¡Fuera, marchaos a dar la lata a otro, maldita sea! —gritó Gond.

El dios de los Oficios blandió una llave de tuercas grasienta sobre la cabeza, pero los duendes que allí se arremolinaban evitaron fácilmente los torpes golpes. Tan pronto como el Hacedor de Maravillas volvió a su trabajo sobre la armadura de Gwydion, se le echaron encima de nuevo. Los duendes le tiraron del pelo a Gond y se amontonaron sobre los gólems autómatas que lo ayudaban, formando cadenas de margaritas alrededor de sus cabezotas. Danzaban en círculo alrededor de las otras ocho sombras que Cyric había encerrado en armaduras inquisitoriales.

—Porque estoy a punto de terminar algo bien hecho —farfulló para sus adentros el barbado dios de pelos como púas—, que si no ya os tendría yo a raya con una pala matamoscas.

Un duende aterrizó justo sobre la calva de Gond, burlándose en silencio del fornido dios. Gwydion no pudo por menos que echarse a reír cuando el diminuto espíritu arrugó el dulce rostro frunciendo el entrecejo y curvó las alitas transparentes en una imitación realmente buena del gesto y de los anchos hombros del Hacedor de Maravillas.

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