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Authors: Carlos Ruiz Zafón

El prisionero del cielo (20 page)

BOOK: El prisionero del cielo
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Sentí como si mi mejor amigo me hubiese dado un puñetazo en la boca.

—No se enfade conmigo, Fermín…

Fermín negó.

—No me enfado.

—Sólo estoy intentado entender mejor todo esto. Déjeme hacerle una pregunta. Sólo una.

—¿Sobre Valls? No.

—Sólo una pregunta, Fermín. Se lo juro. Si no quiere no tiene por qué contestarme.

Fermín asintió a regañadientes.

—¿Es ese Mauricio Valls el mismo Valls en el que estoy pensando? —pregunté.

Fermín asintió.

—El mismo. El que fue ministro de Cultura hasta hace cuatro o cinco años. El que salía en la prensa día sí día no. El gran Mauricio Valls. Autor, editor, pensador y mesías revelado de la intelectualidad nacional. Ese Valls —dijo Fermín.

Comprendí entonces que había visto en la prensa la imagen de aquel individuo docenas de veces, que había escuchado su nombre y lo había visto impreso en el lomo de algunos de los libros que teníamos en la librería. Hasta aquella noche, el nombre de Mauricio Valls era uno de tantos en ese desfile de figuras públicas que forman parte de un paisaje desdibujado al que uno no presta especial atención pero que siempre está ahí. Hasta aquella noche, si alguien me hubiese preguntado quién era Mauricio Valls, hubiera dicho que era un personaje que me resultaba vagamente familiar, una figura destacada de aquellos años míseros en la que nunca me había fijado. Hasta aquella noche nunca se me hubiera pasado por la cabeza imaginar que algún día aquel nombre, aquel rostro, sería para siempre el del hombre que asesinó a mi madre.

—Pero… —protesté.

—Pero nada. Ha dicho una sola pregunta y ya se la he contestado.

—Fermín, no me puede dejar así…

—Escúcheme bien, Daniel.

Fermín me miró a los ojos y me agarró la muñeca.

—Le juro que, cuando sea el momento, yo mismo le ayudaré a encontrar a ese hijo de puta aunque sea la última cosa que haga en esta vida. Entonces ajustaremos cuentas con él. Pero no ahora. No así.

Le miré dudando.

—Prométame que no hará ninguna tontería, Daniel. Que esperará a que sea el momento.

Bajé la mirada.

—No puede usted pedirme eso, Fermín.

—Puedo y debo.

Asentí finalmente y Fermín me soltó el brazo.

13

C
uando llegué a casa eran casi las dos de la madrugada. Iba a enfilar el portal cuando vi que había luz en el interior de la librería, un resplandor débil tras la cortina de la trastienda. Entré por la puerta del vestíbulo del edificio y encontré a mi padre sentado en su escritorio, saboreando el primer cigarrillo que le había visto fumar en toda mi vida. Frente a él, en la mesa, había un sobre abierto y las cuartillas de una carta. Acerqué una silla y me senté frente a él. Mi padre me miraba en silencio, impenetrable.

—¿Buenas noticias? —pregunté, señalando la carta.

Mi padre me la tendió.

—Es de tu tía Laura, la de Nápoles.

—¿Tengo una tía en Nápoles?

—Es la hermana de tu madre, la que se fue a vivir a Italia con la familia materna el año que tú naciste.

Asentí ausente. No la recordaba, y su nombre apenas lo registraba entre los extraños que habían acudido al entierro de mi madre años atrás y a los que nunca había vuelto a ver.

—Dice que tiene una hija que viene a estudiar a Barcelona y pregunta si puede instalarse aquí durante una temporada. Una tal Sofía.

—Es la primera vez que oigo hablar de ella —dije.

—Ya somos dos.

La idea de mi padre compartiendo piso con una adolescente desconocida no resultaba muy creíble.

—¿Qué le vas a decir?

Mi padre se encogió de hombros, indiferente.

—No sé. Algo tendré que decirle.

Permanecimos en silencio casi un minuto, mirándonos sin atrevernos a hablar del tema que realmente nos ocupaba el pensamiento y no la visita de una prima lejana.

—Supongo que estabas con Fermín —dijo mi padre por fin.

Asentí.

—Hemos ido a cenar a Can Lluís. Fermín se ha comido hasta las servilletas. Al entrar me he encontrado al profesor Alburquerque, que estaba cenando allí, y le he dicho que a ver si se pasa por la librería.

El sonido de mi propia voz recitando banalidades tenía un eco acusador. Mi padre me observaba tenso.

—¿Te ha contado lo que le pasa?

—Yo creo que son nervios, por la boda y esas cosas que a él no le van nada.

—¿Y ya está?

Un buen mentiroso sabe que la mentira más efectiva es siempre una verdad a la que se le ha sustraído una pieza clave.

—Bueno, me ha contado cosas de los viejos tiempos, de cuando estuvo en prisión y todo eso.

—Entonces supongo que te habrá hablado del abogado Brians. ¿Qué te ha contado?

No sabía a ciencia cierta qué sabía o sospechaba mi padre, y decidí andarme con pies de plomo.

—Me ha contado que lo tuvieron preso en el castillo de Montjuic y que consiguió escapar con la ayuda de un hombre llamado David Martín, alguien a quien al parecer tú conocías.

Mi padre guardó un largo silencio.

—Delante de mí nunca nadie se ha atrevido a decirlo, pero yo sé que hay gente que creía entonces, y que todavía lo cree, que tu madre estaba enamorada de Martín —dijo con una sonrisa tan triste que supe que él se contaba entre ellos.

Mi padre tenía ese hábito de algunas personas que sonríen exageradamente cuando quieren contener el llanto.

—Tu madre era una buena mujer. Una buena esposa. No me gustaría que pensaras cosas raras de ella por lo que Fermín te haya podido contar. Él no la conoció. Yo sí.

—Fermín no insinuó nada —mentí—. Sólo que a mamá y a Martín los unía una amistad y que ella intentó ayudarle a salir de la prisión contratando a ese abogado, Brians.

—Me imagino que también te habrá hablado de ese hombre, Valls…

Dudé antes de asentir. Mi padre reconoció la consternación en mis ojos y negó.

—Tu madre murió de cólera, Daniel. Brians, nunca entenderé por qué, se empeñó en acusar a ese hombre, un burócrata con delirios de grandeza, de un crimen del que no tenía ni indicios ni pruebas.

No dije nada.

—Tienes que quitarte esa idea de la cabeza. Quiero que me prometas que no vas a pensar en eso.

Permanecí en silencio, preguntándome si mi padre era realmente tan ingenuo como parecía o si el dolor de la pérdida le había cegado y le había empujado a la cobardía de los supervivientes. Recordé las palabras de Fermín y me dije que ni yo ni nadie teníamos derecho a juzgarlo.

—Prométeme que no harás ninguna locura ni buscarás a ese hombre —insistió.

Asentí sin convicción. Me agarró el brazo.

—Júramelo. Por la memoria de tu madre.

Sentí que un dolor me atenazaba el rostro y me di cuenta de que estaba apretando los dientes con tanta fuerza que casi se me rompen. Desvié la mirada pero mi padre no me soltaba. Lo miré a los ojos, y hasta el último momento pensé que podría mentirle.

—Te juro por la memoria de mamá que mientras vivas no haré nada.

—No es eso lo que te he pedido.

—Es todo lo que te puedo dar.

Mi padre hundió la cabeza entre las manos y respiró profundamente.

—La noche que murió tu madre, arriba, en el piso…

—Me acuerdo perfectamente.

—Tú tenías cinco años.

—Cuatro años y seis meses.

—Aquella noche Isabella me pidió que nunca te contase lo que había pasado. Ella creía que era mejor así.

Era la primera vez que le oía referirse a mi madre por su nombre de pila.

—Ya lo sé, papá.

Me miró a los ojos.

—Perdóname —murmuró.

Sostuve la mirada de mi padre, que a veces parecía envejecer un poco más sólo con verme y recordar. Me levanté y le abracé en silencio. Él me estrechó contra sí con fuerza y, cuando rompió a llorar, la rabia y el dolor que había enterrado en su alma todos aquellos años empezaron a correr como sangre a borbotones. Supe entonces, sin poder explicarlo con certeza, que lenta e inexorablemente mi padre había empezado a morir.

Cuarta parte

SOSPECHA

1

Barcelona, 1957

L
a claridad del alba me sorprendió en el umbral del dormitorio del pequeño Julián, que por una vez dormía lejos de todo y de todos con una sonrisa en los labios. Oí los pasos de Bea acercándose por el pasillo y sentí sus manos sobre la espalda.

—¿Cuánto llevas aquí? —preguntó.

—Un rato.

—¿Qué haces?

—Lo miro.

Bea se acercó a la cuna de Julián y se inclinó a besarle la frente.

—¿A qué hora llegaste ayer?

No respondí.

—¿Cómo está Fermín?

—Va tirando.

—¿Y tú? —Sonreí sin ganas—. ¿Me lo vas a contar? —insistió.

—Otro día.

—Pensaba que no había secretos entre nosotros —dijo Bea.

—Yo también.

Me miró con extrañeza.

—¿Qué quieres decir, Daniel?

—Nada. No quiero decir nada. Estoy muy cansado. ¿Nos vamos a la cama?

Bea me tomó de la mano y me llevó al dormitorio. Nos tendimos en el lecho y la abracé.

—Esta noche he soñado con tu madre —dijo Bea—. Con Isabella.

El sonido de la lluvia empezó a arañar los cristales.

—Yo era una niña pequeña y ella me llevaba de la mano. Estábamos en una casa muy grande y muy antigua, con salones enormes y un piano de cola y una galería que daba a un jardín con un estanque. Junto al estanque había un niño igual que Julián, pero yo sabía que en realidad eras tú, no me preguntes por qué. Isabella se arrodillaba a mi lado y me preguntaba si te podía ver. Tú estabas jugando en el agua con un barco de papel. Yo le decía que sí. Entonces ella me decía que te cuidara. Que te cuidara para siempre porque ella tenía que irse lejos.

Permanecimos en silencio, escuchando el repiqueteo de la lluvia durante un largo rato.

—¿Qué te dijo Fermín anoche?

—La verdad —respondí—. Me dijo la verdad.

Bea me escuchaba en silencio mientras intentaba reconstruir la historia de Fermín. Al principio sentí cómo la rabia crecía de nuevo en mi interior, pero a medida que avanzaba en la historia me invadió una profunda tristeza y una gran desesperanza. Para mí todo aquello era nuevo y aún no sabía cómo iba a poder convivir con los secretos y las implicaciones de lo que Fermín me había desvelado. Aquellos sucesos habían tenido lugar hacía ya casi veinte años y el tiempo me había condenado al mero papel de espectador en una función en la que se habían tejido los hilos de mi destino.

Cuando acabé de hablar, advertí que Bea me observaba con preocupación e inquietud en la mirada. No era difícil adivinar lo que estaba pensando.

—Le he prometido a mi padre que mientras él viva no buscaré a ese hombre, Valls, y que no haré nada —añadí para tranquilizarla.

—¿Mientras
él
viva? ¿Y después? ¿No has pensado en nosotros? ¿En Julián?

—Claro que he pensado. Y no tienes por qué preocuparte —mentí—. Después de hablar con mi padre he comprendido que todo eso pasó hace ya mucho tiempo y no se puede hacer nada por cambiarlo.

Bea parecía poco convencida de mi sinceridad.

—Es la verdad —mentí de nuevo.

Me sostuvo la mirada unos instantes, pero aquéllas eran las palabras que ella quería oír y finalmente sucumbió a la tentación de creerlas.

2

A
quella misma tarde, mientras la lluvia seguía azotando las calles desiertas y encharcadas, la silueta torva y carcomida por el tiempo de Sebastián Salgado se perfiló a las puertas de la librería. Nos observaba con su inconfundible aire rapaz a través del escaparate, las luces del belén sobre su rostro. Llevaba el mismo traje viejo de su primera visita, empapado. Me acerqué a la puerta y se la abrí.

—Precioso el belén —dijo.

—¿No va a entrar?

Le sostuve la puerta y Salgado pasó cojeando. Se detuvo a los pocos pasos, apoyándose en su bastón. Fermín lo miraba con recelo desde el mostrador. Salgado sonrió.

—Cuánto tiempo, Fermín —entonó.

—Le creía muerto —replicó Fermín.

—Yo a usted también, como todo el mundo. Eso es lo que nos contaron. Que lo atraparon intentando fugarse y que le pegaron un tiro.

—No caerá esa breva.

—Si quiere que le diga la verdad, yo siempre tuve la esperanza de que se hubiera usted escabullido. Ya se sabe que mala hierba…

—Me conmueve usted, Salgado. ¿Cuándo ha salido?

—Hará un mes.

—No me diga que lo soltaron por buena conducta —dijo Fermín.

—Yo creo que se cansaron de esperar a que me muriera. ¿Sabe que me dieron el indulto? Lo tengo en una lámina firmada por el mismísimo Franco.

—Lo habrá hecho enmarcar, supongo.

—Lo tengo en un lugar de honor: sobre la taza del váter, por si se me acaba el papel.

Salgado se acercó unos pasos al mostrador y señaló una silla que quedaba en un rincón.

—¿Les importa si tomo asiento? Aún no estoy acostumbrado a caminar más de diez metros en línea recta y me canso con facilidad.

—Toda suya —lo invité.

Salgado se desplomó sobre la silla y respiró hondo, masajeándose la rodilla. Fermín lo miraba como quien observa una rata que acaba de trepar fuera de la taza del inodoro.

—Tiene narices que quien todos pensaban que iba a ser el primero en palmar fuese el último… ¿Sabe lo que me mantuvo vivo todos estos años, Fermín?

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