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Authors: Carlos Ruiz Zafón

El prisionero del cielo (8 page)

BOOK: El prisionero del cielo
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Fermín auscultó la sombra y registró aquellos dos ojos brillantes que lo observaban desde el camastro de la otra celda.

—Sin miedo, que el pobre ya no puede hacerle daño a nadie —aseguró la voz.

Fermín asintió y se aproximó de nuevo al saco, preguntándose cómo iba a llevar a cabo la operación.

—Usted disculpe —le murmuró al difunto—. Descanse en paz y que Dios lo tenga en su gloria.

—Era ateo —informó la voz de la celda de enfrente.

Fermín asintió y se dejó de ceremoniales. El frío que inundaba el cubículo cortaba hasta el hueso y parecía insinuar que allí las cortesías estaban de más. Contuvo la respiración y se puso manos a la obra. La ropa olía igual que el muerto. El rigor mortis había empezado a extenderse por el cuerpo y la tarea de desnudar el cadáver resultó más difícil de lo que había supuesto. Tras desplumar al difunto de sus galas, Fermín procedió a cubrirlo de nuevo con el saco y a cerrarlo con un nudo marinero con el que no hubiera podido lidiar ni el gran Houdini. Finalmente, ataviado con aquella muda deshilachada y pestilente, Fermín se recogió de nuevo sobre el camastro y se preguntó cuántos usuarios habrían vestido aquel mismo uniforme.

—Gracias —dijo al fin.

—No se merecen —respondió la voz al otro lado del corredor.

—Fermín Romero de Torres, para servirle a usted.

—David Martín.

Fermín frunció el ceño. El nombre le resultaba familiar. Estuvo barajando recuerdos y ecos por espacio de casi cinco minutos cuando se le encendió la luz y recordó tardes robadas en un rincón de la biblioteca del Carmen devorando una serie de libros con portadas y títulos subidos de tono.

—¿Martín, el escritor? ¿El de
La Ciudad de los Malditos
?

Un suspiro en la sombra.

—Ya nadie respeta los pseudónimos en este país.

—Disculpe la indiscreción. Es que mi devoción por sus libros era escolástica, y de ahí que me conste que era usted quien sostenía la pluma del insigne Ignatius B. Samson…

—Para servirle a usted.

—Pues mire, señor Martín, es un placer conocerle a usted aunque sea en estas infaustas circunstancias, porque yo hace años que soy gran admirador suyo y…

—A ver si nos callamos, tortolitos, que aquí hay gente intentando dormir —bramó una voz agria que parecía venir de la celda contigua.

—Ya habló la alegría de la casa —atajó una segunda voz, algo más lejana en el corredor—. No le haga ni caso, Martín, que aquí se duerme uno y se lo comen vivo las chinches, empezando por la pudenda. Ande, Martín, ¿por qué no nos cuenta una historia? Una de las de Chloé…

—Eso, para que te la menees como un mico —replicó la voz hostil.

—Amigo Fermín —informó Martín desde su celda—. Tengo el gusto de presentarle al número 12, al que todo le parece mal, sea lo que sea, y al número 15, insomne, culto e ideólogo oficial de la galería. El resto habla poco, sobre todo el número 14.

—Hablo cuando tengo algo que decir —intervino una voz grave y helada que Fermín supuso que debía de pertenecer al número 14—. Si todos aquí hiciésemos lo mismo, tendríamos las noches en paz.

Fermín consideró tan particular comunidad.

—Buenas noches a todos. Mi nombre es Fermín Romero de Torres y es un placer conocerles.

—El placer es todo suyo —replicó el número 12.

—Bienvenido y espero que su estancia sea breve —dijo el número 14.

Fermín echó otro vistazo al saco que albergaba el cadáver y tragó saliva.

—Ése era Lucio, el anterior número 13 —explicó Martín—. No sabemos nada de él porque el pobre era mudo. Una bala le voló la laringe en el Ebro.

—Lástima que fuese el único —repuso el número 19.

—¿De qué murió? —preguntó Fermín.

—Aquí se muere uno de estar —respondió el número 12—. No hace falta mucho más.

3

L
a rutina ayudaba. Una vez al día, durante una hora, conducían a los prisioneros de las dos primeras galerías al patio del foso para que les diese el sol, la lluvia o lo que se terciase. La comida era un tazón medio lleno de un engrudo frío, grasiento y grisáceo de naturaleza indeterminada y gusto rancio al que pasados unos días, y con los calambres del hambre en el estómago, uno acababa acostumbrándose. Se repartía a media tarde y con el tiempo los prisioneros aprendían a anhelar su llegada.

Una vez al mes los prisioneros entregaban sus ropas sucias y recibían otras que, en principio, habían sido sumergidas durante un minuto en un caldero con agua hirviendo, aunque las chinches no parecían haber recibido confirmación de aquel extremo. Los domingos se oficiaba una misa de recomendada asistencia que nadie se atrevía a perderse porque el cura pasaba lista y si faltaba algún nombre lo apuntaba. Dos ausencias se traducían en una semana de ayuno. Tres, vacaciones de un mes en una de las celdas de aislamiento que había en la torre.

Las galerías, patio y espacios que transitaban los prisioneros estaban fuertemente vigilados. Un cuerpo de centinelas armados de fusiles y pistolas patrullaba la prisión y, cuando los internos estaban fuera de sus celdas, era imposible mirar en cualquier dirección y no ver por lo menos a una docena de ellos ojo avizor y arma a punto. A ellos se les unían, de forma menos amenazante, los carceleros. Ninguno de ellos tenía aspecto de militar y la opinión generalizada entre los presos era que se trataba de un grupo de infelices que no había podido encontrar mejor empleo en aquellos días de miseria.

Cada galería tenía asignado un carcelero que, armado de un manojo de llaves, hacía turnos de doce horas sentado en una silla al extremo del corredor. La mayoría evitaba confraternizar con los prisioneros, o incluso dirigirles la palabra o la mirada más allá de lo estrictamente necesario. El único que suponía una excepción era un pobre diablo al que apodaban Bebo y que había perdido un ojo en un bombardeo aéreo cuando era vigilante nocturno en una fábrica del Pueblo Seco.

Se decía que Bebo tenía un hermano gemelo preso en alguna cárcel de Valencia y que, tal vez por eso, trataba con cierta amabilidad a los reclusos y, cuando nadie lo veía, les daba agua potable, algo de pan seco o lo que fuera que podía arañar de entre el botín en el que los centinelas convertían los envíos de las familias de los presos. A Bebo le gustaba arrastrar su silla hasta las proximidades de la celda de David Martín y escuchar las historias que a veces el escritor les contaba a los demás presos. En aquel particular infierno, Bebo era lo más parecido a un ángel.

Lo habitual era que, tras la misa de los domingos, el señor director dirigiese unas palabras edificantes a los presos. Todo lo que se sabía de él era que su nombre era Mauricio Valls y que antes de la guerra había sido un modesto aspirante a literato que trabajaba como secretario y correveidile de un autor local de cierto renombre y eterno rival del malogrado don Pedro Vidal. A ratos libres mal traducía clásicos del griego y del latín, editaba junto con un par de almas gemelas un panfleto de alta ambición cultural y baja circulación, y organizaba tertulias de salón donde un batallón de eminencias afines deploraba el estado de las cosas y profetizaba que si algún día ellos agarraban la sartén por el mango el mundo iba a ascender al olimpo.

Su vida parecía encaminada a esa existencia gris y amarga de los mediocres a quienes Dios, en su infinita crueldad, ha bendecido con los delirios de grandeza y la soberbia de los titanes. Sin embargo, la guerra había reescrito su destino al igual que el de tantos y su suerte había cambiado cuando, en un trance a medio camino entre la casualidad y el braguetazo, Mauricio Valls, enamorado hasta entonces tan sólo de su prodigioso talento y su exquisito refinamiento, había contraído matrimonio con la hija de un poderoso industrial cuyos tentáculos sostenían buena parte del presupuesto del general Franco y sus tropas.

La novia, ocho años mayor que Mauricio, estaba postrada en una silla de ruedas desde los trece, carcomida por una enfermedad congénita que le devoraba los músculos y la vida. Ningún hombre la había mirado jamás a los ojos ni la había tomado de la mano para decirle que era hermosa y preguntarle su nombre. Mauricio, que como todos los literatos sin talento era en el fondo un hombre tan práctico como vanidoso, fue el primero y el último en hacerlo, y un año después la pareja contraía matrimonio en Sevilla con la asistencia estelar del general Queipo de Llano y otras lumbreras del aparato nacional.

—Usted hará carrera, Valls —le pronosticó el mismísimo Serrano Súñer en una audiencia privada en Madrid a la que Valls había acudido a mendigar el puesto de director de la Biblioteca Nacional.

»España vive momentos difíciles y todo español bien nacido debe arrimar el hombro para contener las hordas del marxismo, que ambicionan corromper nuestra reserva espiritual —anunció el cuñado del Caudillo, flamante en su uniforme de almirante de opereta.

—Cuente conmigo, su excelencia —se ofreció Valls—. Para lo que sea.

«Lo que sea» resultó ser un puesto de director, pero no de la prodigiosa Biblioteca Nacional, como él deseaba, sino de un penal de lúgubre reputación aupado sobre un peñasco que sobrevolaba la ciudad de Barcelona. La lista de allegados y paniaguados por colocar en puestos de prestigio era larga y prolija, y Valls, pese a sus empeños, estaba en el tercio inferior.

—Tenga paciencia, Valls. Sus esfuerzos se verán recompensados.

Aprendió así Mauricio Valls su primera lección en el complejo arte nacional de maniobrar y ascender tras cualquier cambio de régimen: miles de acólitos y convertidos se habían incorporado a la escalada y la competencia era durísima.

4

É
sa era, al menos, la leyenda. Este cúmulo no confirmado de sospechas, conjeturas y rumores de tercera mano había llegado a oídos de los presos gracias a las malas artes del anterior director, depuesto tras apenas dos semanas al mando y envenenado de resentimiento contra aquel advenedizo que venía a robarle el título por el que había estado luchando toda la guerra. El saliente carecía de conexiones familiares y arrastraba el fatídico precedente de haber sido sorprendido ebrio y profiriendo comentarios jocosos sobre el Generalísimo de todas las Españas y su sorprendente parecido con Pepito Grillo. Antes de que lo sepultaran en un puesto de subdirector de una prisión en Ceuta, se había dedicado a echar pestes sobre don Mauricio Valls a quien quisiera oírlas.

Lo que estaba más allá de toda duda era que a nadie se le permitía referirse a Valls bajo ningún otro apelativo que el de señor director. La versión oficial, promulgada por él mismo, contaba que don Mauricio era un hombre de letras de reconocido prestigio, poseedor de un cultivado intelecto y una fina erudición cosechada durante sus años de estudios en París y que, más allá de aquella estancia temporal en el sector penitenciario del régimen, tenía por destino y misión, con la ayuda de un selecto círculo de intelectuales afines, educar al pueblo llano de aquella España diezmada y enseñarle a pensar.

Sus discursos a menudo incluían extensas citas de los escritos, poemas o artículos pedagógicos que asiduamente publicaba en la prensa nacional sobre literatura, filosofía y el necesario renacimiento del pensamiento en Occidente. Si los presos aplaudían con fuerza al término de estas sesiones magistrales, el señor director tenía un gesto magnánimo y los carceleros repartían cigarrillos, velas o algún otro lujo de entre el lote de donaciones y paquetes que enviaban las familias a los presos. Los artículos más apetecibles habían sido previamente confiscados por los carceleros, que se los llevaban a casa o a veces los vendían entre los internos, pero menos daba una piedra.

Los fallecidos por causa natural o vagamente inducida, normalmente de uno a tres por semana, se recogían a medianoche, excepto los fines de semana o fiestas de guardar; entonces el cadáver permanecía en la celda hasta el lunes o el siguiente día laborable, habitualmente haciendo compañía al nuevo inquilino. Cuando los presos daban la voz de que uno de sus compañeros había pasado a mejor vida, un carcelero se acercaba, comprobaba el pulso o la respiración y lo metía en uno de los sacos de lona que se usaban para tal fin. Una vez atado el saco, yacía en la celda a la espera de que las pompas fúnebres del contiguo cementerio de Montjuic pasaran a recogerlo. Nadie sabía qué hacían con ellos y, cuando se lo habían preguntado a Bebo, éste se había negado a contestar y había bajado la mirada.

Cada quince días se celebraba un juicio militar sumarísimo y a los condenados se los fusilaba al alba. A veces el pelotón de fusilamiento no acertaba a alcanzar algún órgano vital a causa del mal estado de los fusiles o de la munición y los lamentos de agonía de los fusilados caídos en el foso se oían durante horas. En alguna ocasión se oía una explosión y los gritos se silenciaban de golpe. La teoría que circulaba entre los presos era que alguno de los oficiales los había rematado con una granada, pero nadie estaba seguro de que aquélla fuese la explicación.

Otro de los rumores que circulaba entre los presos era que el señor director solía recibir a mujeres, hijas, novias o incluso tías y abuelas de los presos en su despacho los viernes por la mañana. Desprovisto de su anillo de casado, que confinaba en el primer cajón de su escritorio, escuchaba sus súplicas, sopesaba sus ruegos, ofrecía un pañuelo para sus llantos, y aceptaba sus regalos y favores de otra índole, otorgados bajo la promesa de mejor alimentación y trato o de la revisión de turbias sentencias que nunca llegaban a resolución alguna.

En otras ocasiones, Mauricio Valls simplemente les servía pastas de té y un vaso de moscatel y, si pese a las miserias de la época y a la mala nutrición aún estaban de buen ver y pellizcar, les leía algunos de sus escritos, les confesaba que su matrimonio con una enferma era un calvario de santidad, se deshacía en palabras sobre lo mucho que detestaba su puesto de carcelero y les contaba la humillación que suponía que hubiesen confinado a un hombre de tan alta cultura, refinamiento y exquisitez a aquel puesto trapacero cuando su destino natural era formar parte de las élites del país.

Los veteranos del lugar aconsejaban no mentar al señor director y, a ser posible, no pensar en él. La mayoría de los presos preferían hablar de las familias que habían dejado atrás, de sus mujeres y de la vida que recordaban. Algunos tenían fotos de novias o esposas que atesoraban y defendían con la vida si alguien trataba de arrebatárselas. Más de un preso le había explicado a Fermín que lo peor eran los primeros tres meses. Luego, una vez que se perdía toda esperanza, el tiempo empezaba a correr de prisa y los días sin sentido adormecían el alma.

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