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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

El profesor (8 page)

BOOK: El profesor
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Sabía que estaba hablando de veinticuatro rosas, no sólo de mi docena, y me dieron ganas de soltarle un grito y largarme, como un hombre de verdad.

No lo hice. Me quedé. Ella preparó chuletas de cerdo rellenas, con salsa de manzana y puré de patatas, y me supo a cartón. Nos fuimos a la cama, y yo no era capaz de pensar más que en mis rosas mezcladas con las de él, con las de ese hijo de perra que estaba en Vermont. Ella me dijo que le parecía bajo de energías, y a mí me dieron ganas de decirle que me gustaría estar muerto.

—No importa —dijo ella—. Las personas acaban por acostumbrarse unas a otras, eso es todo. Hay que mantener la frescura.

¿Era así como mantenía ella la frescura? ¿Jugando con dos a la vez, llenando su jarrón con flores de hombres diferentes?

Hacia el final del semestre de primavera me encontré con Seymour en Washington Square.

¿Cómo va eso? —me preguntó, y se rió como si supiera algo—. ¿Cómo está la preciosa June?

Yo balbucí y me revolví, inquieto.

—No te preocupes —dijo—. A mí también me lo hizo, pero sólo me tuvo dos semanas. Comprendí su juego y la mandé al diablo.

—¿Su juego?

—Es todo por el viejo Norm. Me lleva a su casa a mí, te lleva a ti, y lleva a Dios sabe quién más, y se lo cuenta todo a Norm.

—Pero Norm se va a Vermont.

—A Vermont, y una leche. En cuanto sales de su casa aparece él a sorber los detalles.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo contó él. Me aprecia. á le habla a ella de mí, ella le habla a él de ti, y saben que te estoy hablando a ti de los dos, y lo pasan divinamente. Hablan de ti y de que no sabes dónde tienes la mano derecha en nada.

Yo me aparté, y mientras me alejaba, él me dijo en voz alta:

—De nada, hombre, de nada.

Aprobé raspando el examen para la licencia de profesor. Todo lo pasaba raspando. Para aprobar el examen de docencia hacían falta sesenta y cinco puntos; yo saqué sesenta y nueve. Creo que los puntos que me sirvieron para aprobar se los debí a la bondad de un jefe de departamento de Lengua Inglesa de un instituto de Brooklyn que juzgó mi lección de demostración, y a la buena suerte de haber tenido un conocimiento somero de la poesía de la Primera Guerra Mundial. Un catedrático alcohólico de la Universidad de Nueva York me dijo en cierta ocasión, en plan amistoso, que yo era un estudiante zoquete. Me ofendí, hasta que lo pensé bien y caí en la cuenta de que tenía razón. Yo era un zoquete en todo, pero me prometí que me sobrepondría, que tendría enfoque, que me centraría, que llegaría a ser alguien, que me equilibraría, que me dominaría a mí mismo, que tendría personalidad, todo ello a la manera norteamericana de toda la vida.

Nos sentábamos en sillas en los pasillos del Instituto Técnico de Secundaria de Brooklyn, a esperar que nos hicieran entrevistas, a rellenar impresos, a firmar declaraciones de nuestra lealtad a Estados Unidos, asegurando al mundo entero que no éramos entonces ni habíamos sido nunca miembros del Partido Comunista.

La vi mucho antes de que se sentara a mi lado. Llevaba una bufanda verde y gafas oscuras, y cuando se quitó la bufanda hubo un resplandor de pelo rojo. Me sentí lleno de deseo hacia ella, pero no quise darle la satisfacción de volverme a mirarla.

—Hola, Frank.

Si yo hubiera sido un personaje de una novela o una película, me habría puesto de pie y me habría marchado lleno de orgullo. Volvió a decirme «hola». Y añadió:

—Pareces cansado.

Le contesté en tono cortante para hacerle ver que no estaba dispuesto a ser educado después de lo que me había hecho.

—No, no estoy cansado —dije.

Pero entonces me tocó la cara con los dedos.

Ese personaje de ficción habría retirado la cabeza para demostrar que no había olvidado, que no estaba dispuesto a ablandarse por dos saludos y unos toquecitos con la punta de los dedos. Ella sonrió y me tocó la mejilla otra vez.

Todos los que estaban en el pasillo la miraban, y pensé que se estaban preguntando qué hacía ella conmigo: con lo preciosa que era, yo no era objetivo digno de ella. Veían su mano sobre la mía.

—¿Cómo estás, en todo caso?

—Bien —refunfuñé.

Miré aquella mano y me la imaginé recorriendo el cuerpo de Norm.

—¿Estás nervioso por la entrevista? —preguntó.

Volví a contestar en tono cortante.

—No, no lo estoy.

—Serás un buen profesor.

—Me da igual.

—¿Que te da igual? Entonces ¿por qué estás pasando por todo esto?

—No tengo otra cosa que hacer.

—Ah.

Me dijo que ella iba a obtener la licencia de profesora para pasar un año ejerciendo la enseñanza y después escribir un libro contándolo. Se lo había sugerido Norm. Norm, el gran experto. Norm decía que la educación en Estados Unidos era un desastre, y que un libro de denuncia, escrito desde dentro del sistema escolar, sería un best seller. Ejerce la enseñanza durante un año o dos, quéjate de la terrible situación de los centros, y tienes un libro de gran éxito.

Me llamaron por mi nombre para que me presentara a la entrevista.

—¿Qué te parece si tomamos un café después? —dijo ella.

Si yo hubiera tenido el más mínimo orgullo o amor propio le habría dicho que no y me habría marchado, pero le dije «de acuerdo» y pasé a realizar mi entrevista con el corazón palpitándome.

Di los buenos días a los tres examinadores, pero a ellos les enseñan a no mirar a la cara a los candidatos a profesor. El hombre del centro dijo:

—Dispone de un par de minutos para leer la poesía que tiene delante, en la mesa. Cuando la haya leído, le pediremos que la analice y nos diga cómo la explicaría a una clase de instituto.

El título de la poesía era descriptivo de cómo me sentía yo en aquella entrevista: «Quisiera poder olvidar que soy quien soy».

El hombre calvo de la derecha me preguntó si reconocía la forma de la poesía.

—Sí, ah, sí. Es una sonata.

—¿Una qué?

—Ah, perdón. Un soneto. Catorce versos.

—¿Y la rima?

—Ah..., ah..., abba, abba, cdcdcd.

Se miraron unos a otros, y yo no supe si lo había dicho bien o mal.

—¿Y el poeta?

—Ah, creo que es Shakespeare. No, no: Wordsworth.

—Ni uno ni otro, joven. Es Santayana.

El calvo me miró con furia, como si le hubiera ofendido.

—Santayana, Santayana —dijo, y casi me sentí avergonzado de mi ignorancia.

Parecían severos, y me dieron ganas de declarar que hacer preguntas sobre Santayana era injusto e irrazonable, porque no figuraba en ningún libro de texto ni antología que hubiera visto yo en los cuatro años que había pasado dormitando en la Universidad de Nueva York. Aunque no me preguntaron nada, les ofrecí lo único que sabía de Santayana, que si no aprendemos de la historia estamos condenados a repetir nuestros errores. No parecieron impresionados, ni siquiera cuando les dije que conocía el nombre de pila de Santayana, que era George.

—Y bien —dijo el hombre del centro—. ¿Cómo explicaría usted esta poesía?

—Bueno... —balbucí—. Creo..., creo... que en parte trata del suicidio, y de que Santayana está harto, y les hablaría de James Dean, porque los adolescentes lo admiran, y de que probablemente se mató en moto por un impulso inconsciente, y sacaría a relucir el monólogo de Hamlet sobre el suicidio, «ser o no ser», y les haría hablar de sus propias opiniones sobre el suicidio, si es que las han tenido alguna vez.

El hombre de la derecha dijo:

—¿Qué haría usted como refuerzo?

—No lo sé. ¿Qué es el refuerzo?

El hombre enarcó las cejas y miró a los otros como procurando tener paciencia. Dijo:

—El refuerzo es una actividad, un enriquecimiento, un seguimiento, algún tipo de tarea con que se remata el aprendizaje de modo que quede incrustado en la memoria del estudiante. No es posible enseñar en el vacío. El buen profesor relaciona el material con la vida real. Lo entiende usted, ¿verdad?

Ah. Me sentía desesperado. Dije sin pensármelo:

—Les diría que escribieran una nota de despedida de ciento cincuenta palabras, como si fueran a suicidarse. Sería un buen modo de animarles a pensar en la vida en sí, pues Samuel Johnson dijo que pensar que nos van a ahorcar a la mañana siguiente centra la mente de una manera maravillosa.

—¿Qué? —exclamó el hombre del centro.

El de la derecha sacudió la cabeza.

—No estamos aquí para hablar de Samuel Johnson.

El de la izquierda dijo ceñudo:

—¿Una nota de despedida de suicida? No haría usted tal cosa. ¿Me ha oído? Está tratando con mentes tiernas. ¡Caramba! Puede retirarse.

—Gracias —dije, pero ¿de qué me serviría?

Estaba acabado. Se veía claramente que no les había gustado, ni mi ignorancia acerca de Santayana y del refuerzo, y estaba convencido de que la idea de la nota de despedida del suicida había sido la gota que había colmado el vaso. Eran jefes de departamento de instituto de secundaria, o tenían otros puestos importantes, y a mí me desagradaban, tanto como cualquier persona que ejerciera poder sobre mí —los jefes, los obispos, los catedráticos, los inspectores fiscales, los capataces en general—. Con todo, me pregunté por qué las personas como esos miembros del tribunal examinador son tan maleducadas que te hacen sentir indigno. Pensé que si yo estuviera en su lugar intentaría ayudar a los candidatos a superar sus nervios. Si los jóvenes quieren ser profesores, se les debería animar, y no intimidarlos con un tribunal que daba la impresión de creer que Santayana era el centro del universo.

Eso sentía yo entonces, pero es que no sabía cómo funcionaba el mundo. No sabía que la gente de allí arriba tiene que protegerse de la gente de aquí abajo. No sabía que la gente mayor tiene que protegerse de la gente joven, que quiere apartarla de la faz de la tierra.

Cuando salí de mi entrevista, ella ya estaba en el pasillo, atándose la bufanda bajo la barbilla y diciéndome:

—Ha estado tirado.

—Nada de eso. Me han preguntado sobre Santayana.

—¿De verdad? A Norm le encanta Santayana.

¿Es que esa mujer no tenía el menor sentido común, para echarme a perder el día con Norm y ese condenado Santayana?

—Me importa una mierda Norm. Y otra Santayana.

—Uy, uy. Qué elocuencia. ¿El irlandés tiene una rabieta?

Sentí el impulso de llevarme las manos al pecho para calmar mi rabia. Pero sólo me marché, y no me volví ni siquiera cuando ella me dijo en voz alta: «Frank, Frank, podríamos ir en serio».

Crucé el puente de Brooklyn, repitiéndome «podríamos ir en serio» durante todo el camino, hasta llegar al bar de McSorley, en la calle 7 Este. ¿Qué habría querido decir?

Me bebí una cerveza tras otra, comí embutido de hígado y cebolla con galletas saladas, oriné soberanamente en los imponentes urinarios del McSorley, la llamé desde un teléfono público, colgué cuando se puso Norm, sentí lástima de mí mismo, me dieron ganas de volver a llamar a Norm, de retarle a una pelea en la acera, cogí el teléfono, lo dejé, me marché a casa, sollocé abrazado a la almohada, me desprecié a mí mismo, me llamé imbécil hasta que caí en un sueño alcohólico.

Al día siguiente, con resaca y sufriendo, viajé hasta el instituto de secundaria del Distrito Este de Brooklyn para realizar el examen práctico de pedagogía, el último paso para la licencia. Yo debía llegar una hora antes de la lección, pero me equivoqué de metro y llegué media hora tarde. El jefe del departamento de Lengua Inglesa me dijo que podía volver en otro momento, pero yo quería quitármelo de encima, sobre todo teniendo en cuenta que sabía que, en todo caso, iba camino del suspenso.

El jefe de departamento me entregó unas hojas de papel con el tema de mi lección: «Poesías de guerra». Yo me sabía las poesías de memoria, «¿Tiene importancia?» de Siegfried Sassoon y el «Himno para la juventud condenada» de Wilfred Owen.

Cuando impartes clases en Nueva York, se te exige que sigas un plan de la lección. En primer lugar debes expresar tu objetivo. Luego has de motivar a la clase, porque, como todo el mundo sabe, esos chicos no quieren aprender nada.

Motivo a esta clase hablándoles del marido de mi tía, que respiró gases en la Primera Guerra Mundial y, cuando volvió a su casa, no encontró más trabajo que el de echar paletadas de carbón, coque y cisco en las calderas de la fábrica de gas de Limerick. La clase se ríe, y el jefe de departamento sonríe levemente, buena señal.

No basta con explicar la poesía. Tienes que «provocar y evocar», hacer que tus estudiantes se comprometan con la materia. Tienes que excitarlos. Es la palabra que usa el Consejo de Educación. Tienes que formular preguntas trascendentes para fomentar la participación. Un buen profesor es capaz de plantear las suficientes preguntas trascendentes como para que la clase marche a buen ritmo durante tres cuartos de hora.

Algunos chicos hablan de la guerra y de sus familiares que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial y a la de Corea. Dicen que no era justo cómo volvieron algunos a sus casas, sin cara o sin piernas. Perder un brazo no era tan grave, porque siempre te quedaba otro. Perder los dos brazos era una verdadera desgracia, porque tenía que darte de comer otra persona. Perder la cara ya era otra cosa. Sólo tenías una, y cuando la perdías, se acabó, nene. Una chica con un tipo precioso y una blusa rosada de encaje dice que su hermana está casada con un tipo que cayó herido en Pyongyang y que ahora no tiene brazos, ni siquiera unos muñones de donde puedan colgarle unos brazos postizos. De modo que su hermana tiene que darle de comer y afeitarle y hacerle todo, y lo único que quiere él es sexo. Sexo, sexo, sexo, es lo único que quiere, y su hermana se está quedando agotada.

Desde el fondo del aula, el jefe de departamento dice «Helen», con tono de advertencia, y ella dice a toda la clase:

—Bueno, pues es verdad. ¿Os gustaría tener a una persona a la que tienes que bañar y dar de comer y después acostarte con ella tres veces al día?

Algunos chicos sueltan risitas, pero se callan cuando Helen añade:

—Lo siento, me pone muy triste lo de mi hermana y Roger, porque ella me ha dicho que no puede seguir así. Lo dejaría, pero entonces él tendría que ingresar en el hospital de veteranos. Él dice que si le pasara eso, se mataría. —Se vuelve para dirigirse al jefe de departamento, que sigue al fondo del aula—. Siento lo que he dicho del sexo, pero fue lo que pasó, y no he pretendido faltar al respeto.

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