El restaurante del Fin del Mundo

BOOK: El restaurante del Fin del Mundo
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Armados de la Guía del autoestopista galáctico, los protagonistas del libro más divertido de la década continúan sus disparatadas aventuras, que les conducirán al asombroso Restaurante del fin del mundo. En esta segunda entrega de la trilogía de Douglas Adams (que por la magia de las paradojas espaciales permite ser leída en cualquier orden), Ford Perfect, Arthur Dent, Trillian, Zaphod Beeblebrx y Marvin, el Androide Paranoide, se enfrentan a la tetera automática de la que sólo mana un líquido asqueroso, al planeta condenado porque sus habitantes se empeñaron en tener más zapaterías de la cuenta, a un olvidado transporte espacial cuyos pasajeros, debido a toda clase de estúpidos retrasos, llevan novecientos años esperando que la nave arranque, y luego al Restaurante del fin del mundo, situado en el momento del tiempo en el que el universo entero llega a su estrepitoso final: un inusitado número de cabaret, amenizado por la música ligera de la orquesta del restaurante.

Douglas Adams

El Restaurante del Fin del Mundo

ePUB v1.2

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06.05.11

A Jane y James, muchas gracias.

A Geoffrey Perkins, por lograr lo improbable.

A Paddy Kingsland, Lisa Braun y Alick Hale Munro, por ayudarle.

A John Lloyd, por su ayuda en el guión original de Milliways.

A Simon Brett, por iniciar todo el asunto.

Al álbum
One Trick Poney
de Paul Simon, que escuché de manera incesante mientras escribía este libro. Cinco años es demasiado tiempo.

Y muy especialmente, gracias a Jacqui Graham por su paciencia infinita, afecto y comida en la adversidad

Hay una teoría que afirma que si alguien descubriera lo que es exactamente el Universo y el por qué de su existencia, desaparecería al instante y sería sustituido por algo aún más extraño e inexplicable.

Hay otra teoría que afirma que eso ya ha ocurrido.

1

Resumen de lo publicado:

Al principio se creó el Universo.

Eso hizo que se enfadara mucha gente, y la mayoría lo consideró un error.

Muchas razas mantienen la creencia de que lo creó alguna especie de dios, aunque los jatravártidos de Viltvodle VI creen que todo el Universo surgió de un estornudo de la nariz de un ser llamado Gran Arklopoplético Verde.

Los jatravártidos, que viven en continuo miedo del momento que llaman «La llegada del gran pañuelo blanco», son pequeñas criaturas de color azul y, como poseen más de cincuenta brazos cada una, constituyen la única raza de la historia que ha intentado el pulverizador desodorante antes que la rueda.

Sin embargo, y prescindiendo de Viltvodle VI, la teoría del Gran Arklopoplético Verde no es generalmente aceptada, y como el Universo es un lugar tan incomprensible, constantemente se están buscando otras explicaciones.

Por ejemplo, una raza de seres hiperinteligentes y pandimensionales construyeron en una ocasión un gigantesco superordenador llamado Pensamiento Profundo para calcular de una vez por todos la Respuesta a la Pregunta Ultima de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.

Durante siete millones y medio de años, Pensamiento Profundo ordenó y calculó, y al fin anunció que la respuesta definitiva era Cuarenta y dos; de manera que hubo de construirse otro ordenador, mucho mayor, para averiguar cuál era la pregunta verdadera.

Y tal ordenador, al que se le dio el nombre de Tierra, era tan enorme, que con frecuencia se le tomaba por un planeta, sobre todo por parte de los extraños seres simiescos que vagaban por su superficie, enteramente ignorantes de que no eran más que una parte del gigantesco programa del ordenador.

Cosa muy rara, porque sin esa información tan sencilla y evidente, ninguno de los acontecimientos producidos sobre la Tierra podría tener el más mínimo sentido.

Lamentablemente, sin embargo, poco antes de la lectura de datos, la Tierra fue inesperadamente demolida por los vogones con el fin, según afirmaron, de dar paso a una vía de circunvalación; y de ese modo se perdió para siempre toda esperanza de descubrir el sentido de la vida.

O eso parecía.

Sobrevivieron dos de aquellas criaturas extrañas, semejantes a los monos.

Arthur Dent se escapó en el último momento porque de pronto resultó que un viejo amigo suyo, Ford Prefect, procedía de un planeta pequeño situado en las cercanías de Betelgeuse y no de Guilford, tal como había manifestado hasta entonces; y además, conocía la manera de que le subieran en platillos volantes.

Tricia McMillan, o Trillian, se había fugado del planeta seis meses antes con Zaphod Beeblebrox, por entonces Presidente de la Galaxia.

Dos supervivientes.

Son todo lo que queda del mayor experimento jamás concebido: averiguar la Pregunta Ultima y la Respuesta Ultima de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.

Y a menos de setecientos cincuenta mil kilómetros del punto donde su nave espacial deriva perezosamente por la impenetrable negrura del espacio, una nave vogona avanza despacio hacia ellos.

2

Como todas las naves vogonas, aquélla no parecía responder a un diseño, sino a una súbita coagulación. Los deformes edificios y protuberancias amarillas que sobresalían en ángulos desagradables, habrían desfigurado el aspecto de la mayoría de las naves, pero en este caso era lamentablemente imposible. Se han divisado cosas más feas en el firmamento, pero no por testigos de confianza.

En realidad, para ver algo mucho más feo que una nave vogona, habría que entrar en una y mirar a un vogón. No obstante, eso es precisamente lo que evitaría cualquier ser prudente, porque el vogón común no lo pensará dos veces para hacerle a uno algo tan increíblemente horrible, que se desearía no haber nacido; o, si se es un pensador más clarividente, que el vogón no hubiera nacido.

De hecho, el vogón común ni siquiera lo pensaría una sola vez, probablemente. Son criaturas estúpidas, obstinadas, de mentalidad deformada, y desde luego no tienen disposición para pensar. Un examen anatómico de los vogones revela que en un principio su cerebro era un hígado disóptico, muy amorfo y mal situado. Por tanto, lo mejor que puede decirse en su beneficio es que saben lo que les gusta; eso generalmente entraña el hacer daño a la gente y, siempre que sea posible, enfadarse mucho.

Algo que no les gusta es dejar un trabajo sin acabar, en especial a este vogón, y en particular— por varias razones— este trabajo.

Tal vogón era el capitán Prostetnic Vogon jeltz, del Consejo Galáctico de Planificación Hiperespacial y responsable de los trabajos de demolición del supuesto «planeta» Tierra.

Torció el cuerpo, monumental y abominable, en su asiento estrecho e inadecuado, y miró fijamente a la pantalla del monitor, que no dejaba de proyectar la imagen de la astronave
Corazón de Oro
.

Poco le importaba que el
Corazón de Oro
, propulsado por su Energía de la Improbabilidad Infinita, fuese la nave más bella y revolucionaria que jamás se hubiera construido. La estética y la tecnología eran libros cerrados para él y, de estar en sus manos, también serían libros quemados y enterrados.

Aún le importaba menos el que Zaphod Beeblebrox estuviera a bordo. Zaphod Beeblebrox ya era ex Presidente de la Galaxia, y aunque en aquellos momentos todo el cuerpo de la Policía galáctica le estuviera persiguiendo a él y a la nave que había robado, el vogón no tenía el menor interés en ello.

Tenía cosas más importantes que hacer.

Se ha dicho que los vogones no están por encima de los pequeños sobornos y de la corrupción, de la misma manera en que el mar no está por encima de las nubes, y esto resultaba particularmente cierto en el caso de Prostetnic, que cuando oía las palabras «integridad» o «rectitud moral» cogía el diccionario, y cuando oía el tintineo del dinero en grandes cantidades cogía el código legal y lo tiraba a la basura.

Al emprender de manera tan implacable la destrucción de la Tierra y de todo lo relacionado con ella, sobrepasó un poco las atribuciones de su deber profesional. Incluso existían ciertas dudas sobre si se construiría realmente la susodicha vía de circunvalación, pero ese asunto ya ha sido comentado.

Prostetnic soltó un repelente gruñido de satisfacción.

—Ordenador— graznó—, ponme con mi especialista cerebral.

Al cabo de unos segundos, el rostro de Gag Mediotroncho apareció en la pantalla con la sonrisa de aquel que se sabe a diez años luz de la cara del vogón a quien está mirando. En algún punto de la sonrisa había también un destello de ironía. Aunque Prostetnic se refería a él de manera invariable como «mi especialista cerebral particular», no había mucho cerebro que tratar, y en realidad era Mediotroncho quien contrataba al vogón. Le pagaba una enorme cantidad de dinero por realizar un trabajo verdaderamente sucio: Al ser uno de los psiquiatras más destacados y famosos de la Galaxia, Mediotroncho y un grupo de colegas se encontraban bien dispuestos a gastar muchísimo dinero en un momento en que todo el futuro de la psiquiatría podría verse amenazado.

—Bien— dijo—; hola, Prostetnic, mi capitán de los vogones, ¿qué tal nos encontramos hoy?

El capitán vogón le dijo que durante las últimas horas había flagelado a casi la mitad de su tripulación en un ejercicio disciplinario.

La sonrisa de Mediotroncho no tembló ni un instante.

—Bueno— repuso—, me parece que es un comportamiento absolutamente normal para un vogón, ¿sabes? Una canalización natural y saludable de los instintos agresivos en actos de violencia sin sentido.

—Eso es lo que dices siempre— rugió el vogón.

—Pues me sigue pareciendo que, para un psiquiatra, es un comportamiento enteramente normal— contestó Mediotroncho—. Bien. Es evidente que nuestras actitudes mentales están hoy perfectamente sincronizadas. Y dime, ¿qué noticias tienes de la misión?

—Hemos localizado la nave.

—¡Maravilloso— exclamó Mediotroncho—, estupendo! ¿Y los ocupantes?

—Está el terráqueo.

—¡Excelente! ¿Y...?

—Una hembra del mismo planeta. Son los únicos.

—Bien, bien— comentó Mediotroncho, rebosante de alegría—. ¿Quién más?

—Ese tal Prefect.

—¿Sí?

—Y Zaphod Beeblebrox.

La sonrisa de Mediotroncho temblequeo por un instante.

—Ah, sí— dijo—. Ya me lo esperaba. Es muy lamentable.

—¿Es un amigo personal?— inquirió el vogón, que una vez había oído esa expresión en alguna parte y decidió emplearla.

—Ah, no— replicó Mediotroncho—; ya sabes que en nuestra profesión no tenemos amigos personales.

—¡Ah!— Gruño el vogón—. Distanciamiento profesional.

—No— dijo alegremente Mediotroncho—, es sólo que no tenemos gancho para eso.

Hizo una pausa. Sus labios continuaron sonriendo, pero sus ojos fruncieron levemente el ceño.

—Pero ya sabes que Beeblebrox es uno de mis clientes más provechosos. Tiene unos problemas de personalidad que superan los sueños de cualquier analista.

Jugueteó un poco con esa idea antes de desecharla de mala gana.

—Pero ¿estás preparado para tu tarea?— preguntó.

—Sí.

—Bien. Destruye esa nave inmediatamente.

—¿Qué hay de Beeblebrox?

—Pues Zaphod no es más que lo que te he dicho, ¿sabes?— dijo Mediotroncho en tono vivaz.

Desapareció de la pantalla.

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