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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (10 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—¡Dios mío! ¡Incluso describe cómo seis de las dimensiones están entrelazadas y actúan como una sola! —Asustada, retrocedió otro paso más—. ¡¿Qué libro es éste?!

Su hermano sonrió.

—Uno que espero que leas algún día.

Pasó las páginas hasta llegar a la del título, en la que una elaborada ilustración formaba tres palabras.

El Zohar completo.

Aunque Katherine no había leído el
Zohar,
sabía que era el texto fundacional del primitivo misticismo judaico, un texto que antaño se creía tan potente que estaba reservado únicamente para los rabinos más eruditos.

Katherine observó el libro.

—¿Me estás diciendo que los primeros místicos judíos sabían que el universo tenía diez dimensiones?

—Por supuesto.

Pasó más páginas hasta llegar a un diagrama que mostraba diez círculos entrelazados: el árbol de las sefirot.

—Obviamente, la nomenclatura es esotérica, pero la física es avanzada.

Katherine no sabía qué responder.

—Pero... ¿entonces por qué no hay más gente que estudia esto?

Su hermano sonrió.

—Lo harán.

—No lo entiendo.

—Katherine, hemos nacido en una época maravillosa. Se acerca un cambio. El ser humano se hallará en el umbral de una nueva etapa cuando vuelva la mirada a la naturaleza y a las antiguas formas de hacer las cosas..., cuando vuelva a las ideas que aparecen en libros como el
Zohar
y otros textos antiguos de todo el mundo. La verdad es poderosa y tiene su propia gravedad; finalmente, la gente se vuelve a sentir atraída por ella. Llegará un día en el que la ciencia moderna empezará a estudiar seriamente los conocimientos de la antigüedad... Ése será el día en el que la humanidad comenzará a encontrar respuestas a las grandes cuestiones que todavía se le escapan.

Esa noche, Katherine empezó a leer los textos antiguos de los que le había hablado su hermano, y rápidamente se dio cuenta de que tenía razón. «Los antiguos poseían un conocimiento científico profundo.» La ciencia moderna no hacía tanto «descubrimientos» como «redescubrimientos». Al parecer, antaño la humanidad había alcanzado a comprender la verdadera naturaleza del universo..., pero no la había retenido..., y se había olvidado de ella.

«¡La física moderna nos puede ayudar a recordarla!» Esta búsqueda se había convertido en la misión vital de Katherine: utilizaba ciencia avanzada para redescubrir el saber perdido de los antiguos. Lo que la mantenía motivada no era únicamente el empuje académico. Por debajo subyacía su convicción de que el mundo necesitaba ese conocimiento..., ahora más que nunca.

En la parte trasera del laboratorio, Katherine divisó la bata blanca de su hermano que colgaba de la percha junto a la suya. Entonces cogió su teléfono y comprobó si tenía algún mensaje. Nada. Una voz volvió a resonar en su memoria: «Lo que su hermano cree que está escondido en Washington... puede ser encontrado. A veces una leyenda que perdura durante siglos... lo hace por una razón.»

—No —exclamó Katherine en voz alta—. No puede ser real.

A veces una leyenda no era más que eso: una leyenda.

Capítulo 16

El jefe de seguridad Trent Anderson regresó a toda prisa a la Rotonda del Capitolio, furioso por el fallo de su equipo. Uno de sus hombres acababa de encontrar un cabestrillo y un abrigo militar en un recoveco cercano al pórtico este.

«¡Ese maldito se ha escapado tranquilamente!»

Anderson ya tenía a varios equipos revisando los vídeos del exterior, pero para cuando encontraran algo, ya haría demasiado rato que el tipo se habría largado.

Ahora, mientras entraba en la Rotonda para inspeccionar los daños, Anderson comprobó que la situación se había contenido de la mejor manera posible. Las cuatro entradas de la Rotonda habían sido cerradas con el método de control de multitudes más discreto que seguridad tenía a su disposición: una cortina de terciopelo, un guardia pidiendo disculpas y un letrero en el que se podía leer «Sala cerrada temporalmente por motivos de limpieza». Habían reunido a, más o menos, la docena de espectadores en el perímetro oriental de la sala, donde los guardias les estaban requisando los teléfonos móviles y las cámaras; la última cosa que Anderson necesitaba era que una de esas personas enviara una fotografía hecha con el móvil a la CNN.

Uno de los testigos que habían detenido, un hombre alto y moreno con una americana de tweed, estaba intentando apartarse del grupo para hablar con el jefe. En esos momentos mantenía una acalorada discusión con los guardias.

—Hablaré con él dentro de un rato —les dijo Anderson a sus hombres—. Por el momento, retengan a todo el mundo en el vestíbulo principal hasta que hayamos solucionado esto.

Anderson se volvió hacia la mano, que permanecía firme en el centro de la sala. «Por el amor de Dios.» En los quince años que llevaba en la seguridad del edificio del Capitolio había visto cosas extrañas, pero nada como eso.

«Será mejor que los forenses lleguen pronto y se lleven esto de mi edificio.»

Anderson se acercó y advirtió que la ensangrentada muñeca estaba ensartada en una base de madera para que se mantuviera vertical. «Madera y carne —pensó—. Invisible a los detectores de metales.» El único metal era un anillo de oro, que —Anderson supuso— debía de haber sido inspeccionado con el detector manual o bien extraído del dedo por el sospechoso como si fuera suyo.

Anderson se arrodilló para examinar la mano. Por su aspecto, parecía pertenecer a un hombre de unos sesenta años. En el anillo sobresalía una especie de elaborado sello con un pájaro bicéfalo y el número 33. Anderson no lo reconoció. Lo que realmente le llamaba la atención eran los pequeños tatuajes en las puntas de los dedos pulgar e índice.

«Esto es un maldito espectáculo de monstruos.»

—¿Jefe? —Uno de los guardias se acercó corriendo a él y le tendió un teléfono—. Llamada personal para usted. La centralita acaba de pasarla.

Anderson lo miró como si estuviera loco.

—Ahora estoy ocupado —gruñó.

El guardia estaba lívido. Cubrió el micrófono con la mano y susurró:

—Es la CIA.

Anderson tardó un segundo en reaccionar. «¡¿La CIA ya se ha enterado de esto?!»

—Lo llaman de la Oficina de Seguridad.

Anderson se puso tenso. «¡Joder!». Miró con inquietud el teléfono que el guardia sujetaba en su mano.

En el vasto océano de agencias de seguridad que había en Washington, la Oficina de Seguridad de la CIA era una especie de Triángulo de las Bermudas: una región misteriosa y peligrosa que todo aquel conocedor de su existencia evitaba en la medida de lo posible. Con un mandato aparentemente autodestructivo, la OS había sido creada por la CIA con un extraño propósito: espiar a la propia CIA. Como si de una poderosa oficina de asuntos internos se tratara, la OS monitorizaba a todos los empleados de la CIA en busca de comportamientos ilícitos: apropiación indebida de fondos, venta de secretos, robo de tecnología clasificada o uso de tácticas de tortura ilegales, entre muchas otras.

«Espían a los espías de Norteamérica.»

Poseedora de carta blanca en todo lo que respectaba a la seguridad nacional, el alcance de la OS era largo y poderoso. A Anderson no se le ocurría a qué podía deberse su interés en ese incidente en el Capitolio, o cómo se habían enterado tan rápidamente. Aunque, claro, se rumoreaba que la OS tenía ojos en todas partes. Que Anderson supiera, tenían acceso directo a las cámaras de seguridad del Capitolio. El incidente no parecía encajar con las directivas de la OS en modo alguno, pero que llamaran justamente ahora parecía demasiado casual para no ser algo relacionado con esa mano cercenada.

—¿Jefe? —El guardia sostenía el teléfono como si fuera una patata caliente—. Ha de atender esta llamada ahora. Es... —se quedó callado un momento y luego susurró dos sílabas—: SA-TO.

Anderson se lo quedó mirando con los ojos entornados. «Está de broma. —Sintió que el sudor le humedecía las palmas de las manos—. ¿Sato en persona está al mando de esto?»

Inoue Sato, la directora de la Oficina de Seguridad, era una leyenda en la comunidad del espionaje. Había nacido detrás de las cercas de un campo de internamiento de Manzanar, California, poco después de Pearl Harbor. Sato nunca había olvidado los horrores de la guerra y los peligros de una inteligencia militar insuficiente. Ahora que ocupaba uno de los cargos más secretos y poderosos del trabajo de espionaje en Estados Unidos, Sato había demostrado su patriotismo, así como ser alguien temible para todo aquel que se le opusiera. Más leyenda que realidad para muchos, desde su posición de directora de la OS Sato surcaba las profundas aguas de la CIA como el leviatán que emerge únicamente para devorar a su presa.

Anderson había visto a la mujer en persona sólo una vez, y el recuerdo de sus fríos ojos negros era suficiente para agradecer que esa conversación fuera telefónica.

Anderson cogió el aparato y se lo llevó a la oreja.

—Sato —dijo en un tono de voz lo más amigable posible—. Aquí el jefe Anderson. ¿En qué puedo...?

—En su edificio hay un hombre con el que tengo que hablar inmediatamente —la voz de Sato era inconfundible, parecía gravilla rechinando sobre una pizarra. Un cáncer de garganta le había dejado un tono de voz profundamente enervante, así como una repulsiva cicatriz a juego—. Quiero que lo encuentre de inmediato.

«¿Eso es todo? ¿Quiere que encuentre a alguien?» Esperanzado, Anderson pensó que quizá esa llamada no era más que una coincidencia.

—¿A quién está buscando?

—Se llama Robert Langdon. Si no me equivoco, ahora mismo está dentro de su edificio.

«¿Langdon?» El nombre le resultaba vagamente familiar, pero Anderson no lo situaba. Se preguntó si Sato se había enterado de lo de la mano.

—Ahora mismo estoy en la Rotonda —dijo—, hay unos cuantos turistas... Un momento. —Bajó el teléfono y se dirigió al grupo—: ¿Hay alguien aquí llamado Langdon?

Tras un breve silencio, una profunda voz proveniente de la multitud de turistas contestó.

—Sí. Yo soy Robert Langdon.

«Sato lo sabe todo.» Anderson estiró el cuello para intentar divisar a la persona que había hablado.

El mismo hombre que había estado intentando hablar con él se apartó de los demás. Parecía afligido..., pero extrañamente familiar.

Anderson volvió a llevarse el teléfono a la oreja.

—Sí, el señor Langdon está aquí.

—Que se ponga —respondió Sato con tosquedad.

Anderson respiró tranquilo. «Mejor él que yo.»

—Espere un momento. —Le indicó a Langdon que se acercara.

Mientras lo hacía, Anderson de repente se dio cuenta de por qué le sonaba su nombre. «Acabo de leer un artículo sobre este tipo. ¿Qué diablos está haciendo aquí?»

A pesar del metro ochenta de altura y la constitución atlética de Langdon, Anderson echó en falta el aspecto frío y endurecido que esperaba en un hombre famoso por haber sobrevivido a una explosión en el Vaticano y a una cacería en París. «¿Este tipo eludió a la policía francesa... en mocasines?» Se lo hubiera imaginado más leyendo a Dostoievski a la luz de la chimenea de alguna biblioteca universitaria de la Ivy League.

—¿Señor Langdon? —dijo Anderson, echando a andar para encontrarse con él a mitad de camino—. Soy el jefe Anderson. Estoy al mando de la seguridad de este lugar. Tiene una llamada.

—¿Es para mí? —Los ojos azules de Langdon revelaban su desasosiego y perplejidad.

Anderson le tendió el teléfono.

—Es la Oficina de Seguridad de la CIA.

—Nunca he oído hablar de ella.

Anderson esbozó una inquietante sonrisa.

—Bueno, señor, ellos sí han oído hablar de usted.

Langdon se llevó el teléfono a la oreja.

—¿Sí?

—¿Robert Langdon? —la áspera voz de Sato atronó en el pequeño auricular a un volumen tan alto que incluso Anderson pudo oírla.

—¿Sí? —contestó Langdon.

Anderson se acercó para oír mejor lo que Sato decía.

—Soy Inoue Sato, señor Langdon. Estoy tratando de impedir una crisis y, por lo que sé, cuenta usted con una información que me podría ayudar.

Langdon pareció sentirse esperanzando.

—¿Es en relación con Peter Solomon? ¿Sabe dónde está?

«¿Peter Solomon?» Anderson no entendía nada de nada.

—Profesor —respondió Sato—, aquí quien hace las preguntas soy yo.

—¡Peter Solomon se encuentra en grave peligro! —exclamó Langdon—. Un loco acaba...

Anderson se encogió. «Menuda metedura de pata.» Interrumpir el interrogatorio de un mando de la CIA era un error que sólo un civil podía cometer. «Pensaba que Langdon era un tipo listo.»

—Escuche atentamente —dijo Sato—. En estos momentos, la nación se enfrenta a una grave crisis. Estoy al tanto de que posee usted información que me puede ayudar a impedirla. Se lo voy a volver a preguntar: ¿qué información posee?

Langdon parecía confundido.

—Escuche, no tengo ni idea de a qué se refiere. Lo único que me preocupa en estos momentos es encontrar a Peter y...

—¿No tiene ni idea? —lo desafió Sato.

Anderson hizo una mueca de dolor. «Mal, mal, mal.» Robert Langdon acababa de cometer un gravísimo error con Sato.

Con gran sorpresa, Anderson se dio cuenta de que ya era demasiado tarde. Para su asombro, Sato había aparecido por un extremo de la Rotonda, y se dirigía hacia Langdon a toda velocidad. «¡Sato está en el edificio! —Anderson contuvo la respiración y se preparó para el impacto—. Langdon no sabe lo que le espera.»

La oscura figura de Sato se fue acercando a ellos con el teléfono todavía en la oreja, posando sus ojos negros sobre la espalda de Robert Langdon como si de dos láseres se tratara.

Langdon apretó con fuerza el teléfono del jefe de seguridad y sintió cómo crecía su frustración ante la presión de Sato.

—Lo siento, señor —dijo Langdon, lacónico—, pero no puedo leer su mente. ¿Qué quiere de mí?

—¿Qué quiero de usted? —crepitó en el altavoz del teléfono de Langdon la irritante voz de Sato, chirriante y apagada, como la de un hombre moribundo y aquejado de faringitis.

Mientras hablaba, Langdon sintió que alguien le daba una palmadita en el hombro. Se volvió y, al bajar la mirada, vio el rostro de una menuda mujer japonesa. Su expresión era severa, la tez manchada, el pelo ralo, los dientes amarillos por el tabaco, y una perturbadora cicatriz blanca le recorría el cuello. La nudosa mano de la mujer sostenía un teléfono contra su oreja, y cuando sus labios se movieron, Langdon oyó su rasposa voz por el auricular del móvil.

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