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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (3 page)

BOOK: El símbolo perdido
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«Soy una obra de arte..., un icono en evolución.»

Dieciocho horas antes, un hombre mortal había visto desnudo a Mal'akh. Aterrorizado, el hombre había exclamado:

—¡Oh, Dios mío, eres un demonio!

—Si así es cómo me percibes... —había contestado Mal'akh, quien, como los antiguos, consideraba ángeles y demonios la misma cosa, arquetipos intercambiables, una simple cuestión de polaridad: el ángel guardián que vencía la batalla a tu enemigo éste lo percibía como un demonio destructor.

Mal'akh bajó la cabeza y contempló el reflejo oblicuo del centro de su cuero cabelludo. Ahí, dentro de la aureola que lo coronaba, relucía un pequeño círculo de carne pálida sin tatuar. Ese lienzo cuidadosamente protegido era la única piel virgen que le quedaba. El espacio secreto había esperado pacientemente... y esa noche sería por fin completado. Aunque todavía no poseía lo que necesitaba para ultimar su obra maestra, Mal'akh sabía que quedaba muy poco para el gran momento.

Excitado ante esa idea, le pareció sentir que ya crecía su poder. Se volvió a abrochar la bata y se dirigió hacia el ventanal para volver a mirar la mística ciudad que tenía ante sí. «Está enterrado ahí fuera, en algún lugar.»

Centrándose de nuevo en la tarea que tenía entre manos, Mal'akh se acercó al tocador y se aplicó cuidadosamente una base de maquillaje corrector en cara, cuero cabelludo y cuello, hasta que sus tatuajes fueron completamente invisibles. Luego se puso las prendas de ropa y los demás objetos que había preparado meticulosamente para esa noche. Cuando hubo terminado comprobó su aspecto en el espejo. Satisfecho, se pasó la palma por el suave cuero cabelludo y sonrió.

«Está ahí fuera —pensó—. Y esta noche, un hombre me ayudará a encontrarlo.»

Mientras salía de casa, Mal'akh se preparó para el acontecimiento que pronto haría temblar el Capitolio. Había pasado por muchas cosas hasta conseguir que esa noche todas las piezas estuvieran en su lugar.

Y ahora, por fin, el último peón había entrado en juego.

Capítulo 3

Robert Langdon estaba ocupado revisando sus notas cuando advirtió que el murmullo que los neumáticos del Town Car hacían sobre la carretera cambiaba de tono. Langdon levantó la mirada, sorprendido al ver dónde estaban.

«¿Ya vamos por el puente Memorial?»

Dejó a un lado sus notas y echó un vistazo a las tranquilas aguas del Potomac. Una espesa niebla se cernía sobre la superficie. Foggy Bottom, un nombre ciertamente adecuado, siempre le había parecido un emplazamiento de lo más peculiar para construir la capital de la nación. De todos los lugares del Nuevo Mundo, los padres fundadores habían escogido una ribera pantanosa para colocar la piedra angular de su utópica sociedad.

Langdon miró a la izquierda, al otro lado del Tidal Basin, en dirección a la elegante silueta redondeada del Jefferson Memorial, al que muchos llamaban Panteón de América. Directamente enfrente del coche, el Lincoln Memorial se alzaba con rígida austeridad, con sus líneas ortogonales reminiscentes del antiguo Partenón de Atenas. Pero fue un poco más lejos donde Langdon vio la obra central de la ciudad: la misma aguja que había visto desde el aire. Su inspiración arquitectónica era mucho, mucho más antigua que los romanos o los griegos.

«El obelisco egipcio de Norteamérica.»

La monolítica aguja del Monumento a Washington se erguía ante Langdon, su iluminada silueta se recortaba contra el cielo como si del majestuoso mástil de un barco se tratara. Desde el oblicuo ángulo desde el que lo veía parecía que el obelisco no tuviera base... y estuviera balanceándose en el sombrío cielo como si flotara sobre un agitado mar. Langdon también se sentía como descuajado. Su visita a Washington había sido absolutamente inesperada. «Me he despertado esta mañana anticipando un tranquilo domingo en casa... y ahora estoy a punto de llegar al Capitolio de Estados Unidos.»

Esa mañana, a las cuatro cuarenta y cinco, Langdon había comenzado el día como siempre lo hacía, nadando cincuenta largos en la desierta piscina de Harvard. Ya no tenía el físico de su época de miembro de la selección norteamericana de waterpolo amateur, pero todavía estaba delgado y tonificado; su aspecto era más que respetable para un hombre de cuarenta y tantos años. La única diferencia era el esfuezo que debía invertir para mantenerlo así.

Al llegar a casa, sobre las seis, Langdon se había entregado a su ritual matutino de moler a mano granos de café de Sumatra y saborear la exótica fragancia que inundaba la cocina. Esa mañana, sin embargo, se vio sorprendido por la parpadeante luz roja de su contestador automático. «¿Quién puede llamar a las seis de la mañana de un domingo?» Presionó el botón y escuchó el mensaje.

—«Buenas noches, profesor Langdon, lamento mucho esta llamada tan temprana. —Se podía advertir cierta vacilación en la educada voz, así como un leve acento sureño—. Me llamo Anthony Jelbart, soy el asistente ejecutivo de Peter Solomon. El señor Solomon me ha dicho que suele despertarse usted muy temprano... Lleva toda la mañana intentando ponerse en contacto con usted. En cuanto reciba este mensaje, ¿sería tan amable de llamar directamente a Peter? Seguramente ya tiene su nuevo número privado, pero por si acaso, es el 202-329-5746.»

Langdon sintió una repentina punzada de preocupación por su viejo amigo. Peter Solomon era alguien de una educación y cortesía impecables, y desde luego no se trataba del tipo de persona que llama un domingo al amanecer a no ser que pase algo malo.

Langdon dejó su café a medio hacer y corrió a su estudio para devolver la llamada.

«Espero que esté bien.»

Peter Solomon había sido un amigo, un mentor y, aunque sólo tenía doce años más que Langdon, una suerte de figura paternal para éste desde que se conocieron en la Universidad de Princeton. En su segundo año, Langdon tuvo que atender una conferencia vespertina que daba el célebre joven historiador y filántropo. La pasión de Solomon era contagiosa, y su deslumbrante visión de la semiótica y la historia arquetípica despertó en Langdon lo que más adelante pasaría a ser la pasión de éste por los símbolos. Sin embargo, no fue la brillantez de Peter Solomon, sino la humildad de sus delicados ojos grises lo que motivó que Langdon se atreviera a escribirle una carta de agradecimiento. El joven estudiante de segundo año no contaba con que Peter Solomon, uno de los jóvenes intelectuales más ricos y fascinantes de Estados Unidos, le contestara. Pero lo hizo. Y ése fue el principio de una amistad verdaderamente gratificante.

Peter Solomon, un prominente académico cuyas tranquilas maneras disimulaban su poderoso linaje, descendía de la increíblemente rica familia Solomon, cuyos nombres aparecían en edificios y universidades de toda la nación. Al igual que los Rothschild en Europa, en Norteamérica el apellido Solomon poseía la mística de la realeza y del éxito. Peter había heredado el manto en su juventud, tras la muerte de su padre, y había desempeñado numerosos cargos de poder en la vida. Actualmente, con cincuenta y ocho años, ejercía de secretario de la institución Smithsonian. De vez en cuando, Langdon bromeaba con Peter diciéndole que la única mancha de su excelente pedigrí era el diploma de una universidad de segunda como Yale.

Ahora, mientras entraba en su estudio, a Langdon le sorprendió ver que también había recibido un fax suyo.

Peter Solomon

oficina del secretario

de la institución smithsonian

Buenos días, Robert:

Necesito hablar contigo inmediatamente.

Por favor, llámame cuanto antes al 202-329-5746.

Peter

Langdon marcó el número de inmediato y se sentó frente a su escritorio de roble tallado a mano a esperar que le cogieran el teléfono.

—Oficina de Peter Solomon —contestó la familiar voz del asistente—. Soy Anthony. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Hola, soy Robert Langdon. Antes me ha dejado usted un mensaje...

—¡Sí, profesor Langdon! —exclamó el joven, aliviado—. Gracias por devolverme tan rápidamente la llamada. El señor Solomon desea hablar con usted. Déjeme avisarle de que está usted al teléfono. ¿Puedo ponerlo un momento en espera?

—Por supuesto.

Mientras Langdon esperaba que Solomon se pusiera al teléfono, le echó un vistazo al nombre de Peter en el membrete del fax de la Smithsonian y no pudo evitar sonreír. «No hay muchos gandules en el clan de los Solomon.» El árbol genealógico de Peter estaba repleto de nombres de ricos magnates de los negocios, influyentes políticos y una gran cantidad de distinguidos científicos, algunos incluso miembros de la Royal Society de Londres. El único pariente vivo de Peter, su hermana Katherine, había heredado el gen científico y ahora era una destacada figura en una nueva e innovadora disciplina llamada ciencia noética.

«Algo que a mí me suena a chino», pensó Langdon al recordar la vez que Katherine intentó explicarle, infructuosamente, en qué consistía la ciencia noética. Fue durante una fiesta celebrada hacía un año en casa de su hermano. Langdon la estuvo escuchando atentamente y luego le contestó: «Parece más magia que ciencia.»

Katherine le guiñó juguetonamente un ojo. «Están más cerca de lo que piensas, Robert», repuso.

El asistente de Solomon se volvió a poner al teléfono.

—Lo siento, el señor Solomon está en plena teleconferencia. Las cosas son un poco caóticas esta mañana.

—No pasa nada. Puedo volver a llamar más tarde.

—En realidad me ha pedido que sea yo quien le comente el motivo de nuestra llamada. Si a usted no le importa, claro está.

—Por supuesto que no.

El asistente dio un profundo suspiro.

—Como seguramente ya sabe, profesor, cada año el consejo de la Smithsonian celebra aquí en Washington una gala privada como agradecimiento a nuestros generosos donantes. A ella asiste una gran parte de la élite cultural del país.

Langdon sabía que en su cuenta corriente no había ceros suficientes para ser considerado parte de la élite cultural, pero aun así se preguntó si Solomon no tendría la intención de invitarlo de todos modos.

—Este año, como es costumbre —prosiguió el asistente—, la cena estará precedida por un discurso de apertura. Hemos tenido la suerte de poder contar con el Salón Estatuario para la celebración de ese discurso.

«La mejor sala de todo Washington», pensó Langdon, recordando una conferencia sobre política que había tenido lugar en el espectacular salón semicircular. Era difícil de olvidar quinientas sillas plegables dispuestas en un arco perfecto, rodeadas por treinta y ocho estatuas de tamaño natural, en una sala que antaño había alojado la original Cámara de Representantes.

—El problema es el siguiente —dijo el hombre—. Nuestra oradora se ha puesto enferma y nos acaba de informar de que no podrá dar el discurso. —El asistente hizo una incómoda pausa—. Esto significa que necesitamos desesperadamente que alguien la reemplace. Y al señor Solomon le gustaría que usted lo considerara.

Langdon tardó un segundo en reaccionar.

—¿Yo? —Eso no se lo esperaba para nada—. Estoy seguro de que Peter puede encontrar un sustituto mejor.

—Es usted la primera elección del señor Solomon, profesor, no sea tan modesto. Los invitados de la institución estarán encantados de escucharlo. El señor Solomon ha pensado que quizá podría usted pronunciar la misma conferencia que dio en el canal de televisión Bookspan hace unos años. Así no tendría que preparar nada. Me ha dicho que la charla versaba sobre el simbolismo arquitectónico de la capital de la nación. Parece algo absolutamente perfecto, teniendo en cuenta el lugar en el que se celebra.

Langdon no estaba tan seguro.

—Si no recuerdo mal, esa conferencia tenía más que ver con la historia masónica del edificio que con...

—¡Exactamente! Como sabe, el señor Solomon es masón. Y también lo son muchos de los profesionales que asistirán a la gala. Estoy seguro de que les encantará oírlo hablar sobre ese tema.

«He de reconocer que sería fácil.» Langdon guardaba las notas de todas las charlas que había dado.

—Supongo que podría considerarlo... ¿Cuándo se celebra el evento?

El asistente se aclaró la garganta, y con cierta incomodidad dijo:

—Bueno... El caso, señor, es que se celebra esta noche.

Langdon dejó escapar una carcajada.

—¿Esta noche?

—A eso se debe la agitación de esta mañana. La Smithsonian se encuentra en una situación francamente difícil... —Ahora el asistente hablaba con mayor premura—. El señor Solomon le enviaría un avión privado a Boston. El vuelo sólo dura una hora, y usted estaría de vuelta en casa antes de medianoche. ¿Conoce la terminal de vuelos privados del aeropuerto Logan de Boston?

—Sí, la conozco —admitió Langdon a regañadientes. «No es de extrañar que Peter siempre se salga con la suya.»

—¡Fantástico! ¿Podría usted coger el vuelo a las, digamos..., cinco en punto?

—No me deja usted muchas opciones, ¿no? —dijo Langdon tras soltar una risa ahogada.

—Sólo quiero hacer feliz al señor Solomon, señor.

«Peter tiene ese efecto en las personas.» Langdon lo consideró un momento, pero no veía otra opción.

—Está bien. Dígale que puedo hacerlo.

—¡Extraordinario! —exclamó el asistente, profundamente aliviado. Luego le dio a Langdon el número de matrícula del avión y demás información básica.

Cuando finalmente colgó, Langdon se preguntó si alguna vez alguien le había dicho que no a Peter Solomon.

Al retomar la preparación de su café, metió algunos granos más en el molinillo. «Un poco de cafeína extra para esta mañana —pensó—. Hoy va a ser un día muy largo.»

Capítulo 4

El edificio del Capitolio se yergue regiamente en el extremo oriental del National Mall, sobre una meseta elevada que el diseñador de la ciudad Pierre l'Enfant describió como «un pedestal a la espera de monumento». La gigantesca planta del edificio mide más de doscientos treinta metros de ancho por ciento seis de profundidad. Ocupa más de seis hectáreas de tierra, y contiene la sorprendente cantidad de 541 habitaciones. La arquitectura neoclásica está meticulosamente diseñada para rememorar la grandeza de la antigua Roma, cuyos ideales fueron la inspiración para los fundadores de Norteamérica a la hora de establecer las leyes y la cultura de la nueva república.

El nuevo puesto de control para turistas está situado en el interior del recientemente finalizado centro de visitantes subterráneo, bajo una espléndida claraboya de cristal que enmarca la cúpula del Capitolio. El guardia de seguridad Alfonso Núñez, contratado hacía poco, estudió atentamente al hombre que se acercaba al punto de control. Era un tipo con la cabeza afeitada que hacía rato que deambulaba por el vestíbulo, finalizando una llamada telefónica antes de entrar al edificio. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo y andaba con una ligera cojera. Vestía un maltrecho abrigo del ejército, cosa que, junto con la cabeza afeitada, le hizo suponer a Núñez que se trataba de un militar. Los ex miembros de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos se encontraban entre los visitantes más habituales de Washington.

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