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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (4 page)

BOOK: El símbolo perdido
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—Buenas tardes, señor —dijo Núñez siguiendo el protocolo de seguridad, según el cual debía dirigirse verbalmente a cualquier visitante masculino que entrara solo.

—Hola —dijo el hombre, echando un vistazo alrededor. La entrada estaba prácticamente desierta—. Una noche tranquila.

—Es por las eliminatorias de la liga de fútbol americano —contestó Núñez—. Esta noche todo el mundo está viendo a los Redskins. —A Núñez también le hubiera gustado verlos, pero era su primer mes en ese trabajo y le había tocado la pajita más corta—. Deposite los objetos metálicos en la bandeja, por favor.

Mientras el visitante vaciaba torpemente los bolsillos del abrigo con su única mano hábil, Núñez aprovechó para observarlo con atención. El instinto humano solía mostrar especial indulgencia con los heridos y los minusválidos, pero Núñez había sido entrenado para hacer caso omiso de ese instinto.

Esperó hasta que el visitante hubo extraído de sus bolsillos la habitual colección de monedas, llaves y un par de teléfonos móviles.

—¿Un esguince? —preguntó Núñez con la vista puesta en la mano herida del visitante, que parecía estar envuelta en una serie de gruesas vendas elásticas.

El hombre calvo asintió.

—Resbalé en el hielo hace una semana. Todavía me duele muchísimo.

—Lo lamento. Pase, por favor.

Cojeando, el visitante pasó por debajo del detector y la máquina emitió un pitido.

El visitante frunció el ceño.

—Me lo temía. Bajo las vendas llevo un anillo. Tenía el dedo demasiado hinchado para poder sacármelo, así que los médicos me vendaron con él.

—No hay problema —dijo Núñez—. Utilizaré el detector manual.

Núñez pasó el detector de metales por la mano vendada del visitante. Tal y como esperaba, el único metal que encontró fue una gran protuberancia en su herido dedo anular. Núñez estuvo un buen rato pasando el detector de metales por cada centímetro del cabestrillo y el dedo del visitante. Sabía que seguramente su supervisor lo estaba monitorizando por el circuito cerrado del centro de seguridad del edificio, y Núñez necesitaba ese trabajo. «Siempre es mejor ser precavido.» Con cuidado, deslizó el detector manual por debajo del cabestrillo.

El visitante hizo una mueca de dolor.

—Lo siento.

—No pasa nada —dijo el hombre—. Hoy en día nunca se es suficientemente prudente.

—Y que lo diga.

A Núñez le gustaba ese tipo. Curiosamente, eso era algo que importaba mucho allí. El instinto humano era la primera línea de defensa contra el terrorismo en Norteamérica. Estaba demostrado que la intuición humana era un detector de peligro más preciso que todos los artilugios electrónicos del mundo: el «regalo del miedo», lo llamaba uno de sus libros de referencia sobre seguridad.

En ese caso, los instintos de Núñez no advirtieron nada que le causara miedo alguno. Lo único raro que había visto, ahora que estaban tan cerca, era que ese tipo de aspecto tan duro parecía usar una especie de maquillaje bronceador o corrector en la cara. «Pero bueno. Todo el mundo odia estar pálido en invierno.»

—Todo en orden —dijo Núñez al completar la revisión, y apartó el detector.

—Gracias —el hombre comenzó a recoger sus pertenencias de la bandeja.

Mientras lo hacía, Núñez se dio cuenta de que los dos dedos que sobresalían del vendaje estaban tatuados; en la punta del dedo índice tenía la imagen de una corona, y en la del pulgar, una estrella. «Parece que hoy en día todo el mundo va tatuado», pensó, si bien a él la almohadilla de los dedos le parecía un lugar demasiado doloroso.

—¿Esos tatuajes no le dolieron?

El hombre bajó la mirada hacia las puntas de sus dedos y se rió entre dientes.

—Menos de lo que se imagina.

—Qué suerte —respondió Núñez—. El mío me dolió un montón. Me hice una sirena en la espalda cuando estaba en el campamento militar.

—¿Una sirena? —El hombre calvo se rió entre dientes.

—Sí —dijo Núñez, algo avergonzado—. Un error de juventud.

—Sé a lo que se refiere —repuso el hombre calvo—. Yo también cometí un gran error en mi juventud. Ahora me despierto cada mañana con él.

Ambos se rieron mientras el visitante se alejaba.

«Un juego de niños», pensó Mal'akh mientras se distanciaba de Núñez en dirección a la escalera mecánica que lo llevaría al edificio del Capitolio. Entrar había sido todavía más fácil de lo que había previsto. La postura encorvada y la barriga acolchada habían ocultado su auténtica constitución, y el maquillaje de cara y manos, los tatuajes que cubrían su cuerpo. La verdadera genialidad, sin embargo, había sido el cabestrillo, que camuflaba el poderoso objeto que acababa de introducir en el edificio.

«Un regalo para el único hombre en la Tierra que me puede ayudar a obtener lo que busco.»

Capítulo 5

El museo más grande y tecnológicamente avanzado del mundo es también uno de sus secretos mejor guardados. Alberga más obras que el Hermitage, los Museos Vaticanos y el Metropolitano de Nueva York... juntos. Y a pesar de esa espléndida colección, poca gente es invitada a cruzar sus extremadamente vigilados muros.

Situado en el 4210 de Silver Hill Road, justo en las afueras de Washington, el museo es un gigantesco edificio con forma de zigzag que consta de cinco naves interconectadas, cada una de las cuales es más grande que un campo de fútbol. El exterior azul metálico apenas insinúa su extraño interior: un mundo alienígena que contiene una «zona muerta», una «nave húmeda», y más de ciento ochenta mil metros cuadrados de armarios de almacenaje.

Esa noche, la científica Katherine Solomon no podía evitar sentir una gran inquietud mientras conducía su Volvo blanco hacia la puerta principal del edificio.

El guardia sonrió.

—¿No le gusta el fútbol americano, señora Solomon? —Bajó el volumen del programa de televisión previo a la eliminatoria de los Redskins.

Katherine forzó una tensa sonrisa.

—Es domingo por la noche.

—Oh, es cierto. Su reunión.

—¿Ha llegado ya? —preguntó con ansiedad.

El guardia echó un vistazo a sus papeles.

—No veo su nombre en el registro.

—Llego temprano —dijo ella y, tras hacerle un amistoso gesto con la mano, Katherine siguió avanzando por el serpenteante camino de acceso hasta llegar al lugar en el que solía aparcar, al fondo del pequeño parking de dos niveles. Empezó a recoger sus cosas y, más por costumbre que por vanidad, se echó un rápido vistazo en el espejo retrovisor.

Katherine Solomon había sido bendecida con la piel mediterránea de sus antepasados, e incluso con cincuenta años seguía teniendo una suave tez aceitunada. Apenas se ponía maquillaje, y solía llevar su espesa cabellera negra suelta y natural. Al igual que su hermano mayor, Peter, tenía los ojos grises y una elegancia esbelta y patricia. «Podríais ser gemelos», solía decirles la gente.

Su padre había sucumbido a un cáncer cuando Katherine apenas tenía siete años, y ella casi no lo recordaba. Su hermano, ocho años mayor, y que contaba con quince cuando el padre de ambos murió, se vio obligado a comenzar el viaje para convertirse en el patriarca Solomon mucho antes de lo que nadie hubiera esperado. Aun así, Peter asumió el papel con la dignidad y la fortaleza correspondientes al nombre de su familia. Y todavía hoy protegía a Katherine como cuando eran niños.

A pesar de la ocasional insistencia de su hermano, y de haber tenido no pocos pretendientes, Katherine nunca se había casado. La ciencia se había convertido en su pareja, y finalmente su trabajo había demostrado ser más satisfactorio y excitante de lo que ningún hombre podría haber llegado a ser. No se arrepentía de nada.

El campo que había escogido —la ciencia noética— era prácticamente desconocido la primera vez que oyó hablar de él, pero en los últimos años había comenzado a abrir nuevas puertas para comprender el poder de la mente humana.

«El potencial todavía sin explorar es verdaderamente sorprendente.»

Los dos libros de Katherine sobre ciencia noética la habían situado como la principal figura de ese oscuro campo. Sus más recientes descubrimientos, cuando se publicaran, prometían convertir la materia en un tema de conversación corriente en todo el mundo.

Esa noche, sin embargo, la ciencia era la última cosa que tenía en la cabeza. Unas horas antes había recibido una noticia verdaderamente inquietante en relación con su hermano. «Todavía no me puedo creer que sea verdad.» No había podido pensar en otra cosa en toda la tarde.

El leve golpeteo de la suave lluvia sobre el parabrisas hizo que Katherine volviera en sí, y se apresuró a recoger todas sus cosas para entrar de una vez en el edificio. Estaba a punto de salir del coche cuando sonó su teléfono móvil.

Katherine miró el número que la llamaba y dejó escapar un profundo suspiro.

Luego se colocó el pelo por detrás de las orejas y aceptó la llamada.

A diez kilómetros de allí, Mal'akh deambulaba por los pasillos del edificio del Capitolio con un teléfono móvil en la oreja. Esperó pacientemente a que descolgaran.

Finalmente una voz de mujer contestó.

—¿Sí?

—Tenemos que volver a vernos —dijo Mal'akh.

Hubo una larga pausa.

—¿Va todo bien?

—Tengo nueva información —añadió él.

—Dígame.

Mal'akh respiró profundamente.

—Lo que su hermano cree que está escondido en Washington...

—¿Sí?

—Puede ser encontrado.

Katherine se quedó anonadada.

—¿Me está diciendo que es... real?

Mal'akh sonrió para sus adentros.

—A veces una leyenda que perdura durante siglos... lo hace por una razón.

Capítulo 6

—¿Esto es lo más cerca que puede aparcar? —Robert Langdon sintió una repentina oleada de ansiedad mientras su chófer estacionaba el coche en First Street, a casi medio kilómetro del edificio del Capitolio.

—Me temo que sí —dijo el chófer—. Seguridad nacional. Los vehículos ya no pueden acercarse a los edificios emblemáticos. Lo siento, señor.

Langdon miró la hora y dio un respingo al ver que ya eran las 18.50. Una zona de obras alrededor del National Mall los había ralentizado, y ahora sólo quedaban diez minutos para el inicio de la conferencia.

—Está a punto de llover —dijo el chófer mientras salía del coche para abrirle la puerta a Langdon—. Será mejor que se dé prisa. —Langdon buscó su cartera para darle una propina al chófer, pero el hombre la declinó haciendo un gesto con la mano—. Su anfitrión ya ha añadido una propina muy generosa a mis honorarios.

«Típico de Peter», pensó Langdon mientras recogía sus cosas.

—Muy bien, gracias por la carrera.

Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer en cuanto Langdon llegó a lo alto de la explanada que descendía suavemente hasta la nueva entrada «subterránea» para visitantes.

El centro de visitantes del Capitolio había sido un proyecto costoso y controvertido. Descrito como una ciudad subterránea que no se alejaba demasiado de ciertas partes de Disneylandia, ese espacio subterráneo contaba con más de ciento cincuenta mil metros cuadrados llenos de exposiciones, restaurantes y auditorios.

Langdon tenía ganas de verlo, si bien no esperaba una caminata tan larga Se pondría a llover en cualquier momento, así que finalmente echó a correr, a pesar de que sus mocasines apenas ofrecían tracción sobre el cemento mojado. «¡Me he vestido para una conferencia, no para una carrera de cuatrocientos metros en pendiente y bajo la lluvia!»

Llegó a la entrada sin aliento y jadeante. Tras pasar por la puerta giratoria, Langdon se detuvo un momento en el vestíbulo para recobrar el aliento y secarse un poco. Mientras lo hacía, levantó la mirada para ver el recién finalizado espacio que tenía ante sí.

«Vaya, reconozco que estoy impresionado.»

El centro de visitantes del Capitolio no era para nada lo que había esperado. Como se encontraba bajo tierra, a Langdon le provocaba cierta aprensión la idea de pasar por él. De niño había tenido un accidente que le había dejado toda una noche en el fondo de un profundo pozo, y ahora sentía una casi incapacitante aversión a los espacios cerrados. Sin embargo, ese espacio subterráneo era... espacioso. «Es luminoso. Y está bien ventilado.»

El techo era una vasta extensión de cristal, con una serie de luces teatralmente dispuestas que emitían su apagado resplandor por todos los nacarados acabados del interior.

En circunstancias normales, Langdon se habría tomado una buena hora para admirar la arquitectura, pero apenas quedaban cinco minutos para el inicio de la conferencia, así que bajó la mirada y recorrió a toda prisa el vestíbulo principal en dirección al puesto de control y la escalera mecánica. «Relájate —se dijo—. Peter sabe que estás de camino. El evento no comenzará sin ti.»

En el puesto de control, un joven guardia hispano charló con él mientras vaciaba sus bolsillos y se quitaba su antiguo reloj.

—¿Mickey Mouse? —dijo el guardia en un tono ligeramente burlón.

Langdon asintió, acostumbrado a los comentarios sobre su reloj de Mickey Mouse. Esa edición de coleccionista había sido un regalo de sus padres por su noveno cumpleaños.

—Lo llevo como recordatorio de que hay que relajarse y no tomarse la vida tan en serio.

—Pues creo que no funciona —dijo el guardia con una sonrisa—. Parece tener usted mucha prisa.

Langdon sonrió y dejó su bolsa en la máquina de rayos X.

—¿Por dónde se va al Salón Estatuario?

El guardia le señaló la escalera mecánica.

—Ya verá los letreros.

—Gracias. —Langdon recogió su bolsa de la cinta transportadora y se dirigió hacia allí a toda prisa.

Mientras subía por la escalera mecánica respiró profundamente e intentó poner en orden sus pensamientos. A través del cristal, echó un vistazo a la montañosa forma de la iluminada cúpula del Capitolio, que quedaba justo encima de él. Era un edificio verdaderamente asombroso. En lo alto, a casi cien metros de altura, la estatua de la Libertad escudriñaba la neblinosa oscuridad cual fantasmal centinela. A Langdon siempre le había parecido irónico que los trabajadores que habían transportado hasta su pedestal cada una de las piezas de la estatua de bronce de seis metros de altura fueran esclavos (un secreto del Capitolio que rara vez incluían los programas de historia de enseñanza secundaria).

De hecho, todo el edificio era un tesoro oculto repleto de extraños misterios, entre los cuales se encontraba una «bañera asesina» responsable del neumónico asesinato del vicepresidente Henry Wilson, una escalera con una mancha de sangre permanente sobre la cual una exorbitante cantidad de visitantes parecía tropezar, o una cámara subterránea secreta en la que en 1930 unos trabajadores descubrieron el caballo disecado del general John Alexander Logan.

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