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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (8 page)

BOOK: El símbolo perdido
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Y lo que es más importante, la otra predicción que había hecho Peter también se había cumplido: los resultados de los experimentos de Katherine habían sido asombrosos. En particular, los de los últimos seis meses, avances que alterarían para siempre paradigmas completos de pensamiento. Katherine y su hermano estuvieron de acuerdo en mantener sus resultados en absoluto secreto hasta comprender todas sus implicaciones. Katherine sabía, sin embargo, que dentro de muy poco publicaría algunas de las revelaciones científicas más transformativas de la historia de la humanidad.

«Un laboratorio secreto en un museo secreto», pensó ella mientras insertaba su tarjeta de acceso en la puerta de la nave 5. El teclado se iluminó, y Katherine pulsó su número identificativo.

La puerta de acero se abrió con un silbido.

El ya familiar gemido apagado estaba acompañado por la misma ráfaga de aire frío. Como siempre, Katherine sintió cómo se le aceleraba el pulso.

«El trayecto al trabajo más extraño del mundo.»

Armándose de valor para iniciar la caminata, Katherine Solomon miró su reloj mientras se internaba en el vacío. Esa noche, sin embargo, un inquietante pensamiento la acompañaba: «¿Dónde está Peter?»

Capítulo 12

El jefe del cuerpo de seguridad del Capitolio, Trent Anderson, llevaba más de una década a cargo de la protección del edificio. Era un hombre corpulento, de torso robusto, rasgos marcados y pelo rojo cortado a máquina, lo que le confería un aire de autoridad militar. Llevaba un arma al cinto como advertencia a todo aquel que fuera tan ingenuo de cuestionar el alcance de su autoridad.

Anderson se pasaba la mayor parte del tiempo coordinando su pequeño ejército de agentes de policía en un centro de vigilancia de alta tecnología que estaba situado en el sótano del Capitolio. Desde allí supervisaba una plantilla de técnicos que no quitaban ojo a monitores visuales y lectores informáticos, y una centralita telefónica lo mantenía en contacto con el personal de seguridad que dirigía.

Esa tarde había sido inusualmente tranquila, lo cual alegraba a Anderson. Esperaba poder ver algo del partido de los Redskins en la televisión de pantalla plana de su despacho. Nada más empezar el partido, sin embargo, sonó su intercomunicador.

—¿Jefe?

Anderson gruñó y presionó el botón sin apartar los ojos de la pantalla de televisión.

—¿Sí?

—Hay algún problema en la Rotonda. Acabo de enviar a unos agentes, pero me parece que debería verlo usted también.

—De acuerdo. —Anderson se dirigió al centro neurálgico de seguridad; una compacta y neomoderna instalación repleta de monitores de ordenador—. ¿Qué tenemos aquí?

En el monitor del técnico había un vídeo digital en pausa.

—Es la cámara del balcón este de la Rotonda. Hace veinte segundos —Lo puso en marcha.

Anderson miró el vídeo por encima del hombro del técnico.

La Rotonda estaba casi desierta, apenas circulaban por ella unos pocos turistas. La entrenada mirada de Anderson se posó inmediatamente sobre la única persona que iba sola y se movía más de prisa que las demás. Cabeza afeitada. Abrigo militar verde. Brazo herido en cabestrillo. Ligera cojera. Postura encorvada. Hablando por un teléfono móvil.

Los pasos del hombre calvo se podían oír nítidamente en el canal de audio hasta que, de repente, al llegar al centro mismo de la Rotonda, se detenía en seco, colgaba el teléfono y se arrodillaba como si quisiera abrocharse los cordones del zapato. En vez de eso, sin embargo, sacaba algo del cabestrillo y lo depositaba en el suelo. Luego se volvía a poner en pie y, cojeando, se dirigía enérgicamente a la salida este.

Anderson se quedó mirando el extraño objeto que el hombre había dejado atrás. «¿Qué diablos...?» Medía unos veinte centímetros de alto y se mantenía vertical. Anderson se inclinó para acercarse a la pantalla y entornó los ojos. «¡No puede ser lo que parece!»

Mientras el hombre calvo se marchaba a toda prisa, desapareciendo por el pórtico este, se podía oír cómo un niño pequeño que andaba cerca decía: «Mamá, ese hombre ha dejado algo en el suelo.» Luego se acercaba al objeto pero de repente se detenía de golpe. Tras un largo y petrificado instante, lo señalaba y soltaba un ensordecedor grito.

Al instante, el jefe de seguridad dio media vuelta y se dirigió corriendo hacia la puerta vociferando sus órdenes.

—¡A todas las unidades! ¡Busquen al hombre calvo con cabestrillo y deténganlo! ¡AHORA!

Anderson salió a toda velocidad del centro de seguridad y subió de tres en tres los peldaños de la gastada escalera. Según las imágenes del canal de seguridad, el hombre calvo había salido de la Rotonda por el pórtico este. La ruta más corta para salir del edificio lo llevaría por el pasillo este-oeste, que tenía justo enfrente.

«Puedo interceptarlo.»

En cuanto llegó a lo alto de la escalera y dobló la esquina, Anderson inspeccionó el tranquilo vestíbulo que tenía ante sí. Una pareja de ancianos deambulaban a lo lejos, cogidos de la mano. Más cerca, un turista rubio con un
blazer
azul leía una guía y estudiaba los mosaicos del techo que había fuera de la Cámara de Representantes.

—Perdone, señor —le espetó Anderson mientras corría hacia él—. ¿Ha visto a un hombre calvo con el brazo en cabestrillo?

El hombre levantó la mirada del libro con expresión confundida.

—¡Un hombre con cabestrillo! —repitió Anderson con más firmeza—. ¿Lo ha visto?

El turista vaciló y se volvió nerviosamente hacia el extremo oriental del vestíbulo.

—Eh..., sí —dijo—. Creo que acaba de pasar por aquí corriendo... hacia esa escalera de ahí —y señaló el otro lado del vestíbulo.

Anderson cogió su radio y gritó por ella sus órdenes.

—¡A todas las unidades! El sospechoso se dirige a la salida sureste. ¡Diríjanse hacia allí! —Volvió a guardar la radio y sacó el arma de su funda al tiempo que echaba a correr hacia la salida.

Treinta segundos después, en una tranquila salida del lado este del Capitolio, el fornido hombre rubio con el
blazer
azul salía a la noche, saboreando el húmedo frescor nocturno con una amplia sonrisa.

«Transformación.»

Había sido tan fácil.

Hacía apenas un minuto había salido cojeando de la Rotonda ataviado con un abrigo militar. Tras ocultarse en un recoveco oscuro, se había quitado el abrigo, quedándose únicamente con el
blazer
que llevaba debajo. Antes de abandonar el abrigo militar, había cogido una peluca rubia del bolsillo y se la había ajustado bien a la cabeza. Luego se había erguido, había extraído del
blazer
una delgada guía de Washington y había salido tranquilamente del hueco con un andar elegante.

«Transformación. Ése es mi don.»

Mientras sus mortales piernas lo llevaban hacia la limusina, Mal'akh arqueó la espalda y echó los hombros hacia atrás, irguiendo su metro noventa de estatura. Respiró profundamente, dejando que el aire llenara sus pulmones. Sintió cómo el fénix que llevaba tatuado en el pecho extendía sus alas.

«Si conocieran mi poder... —pensó mientras contemplaba la ciudad—. Esta noche completaré mi transformación.»

Mal'akh había jugado bien sus cartas dentro del edificio del Capitolio. Había mostrado reverencia a todos los antiguos protocolos. «La
antigua invitación
ha sido entregada.» Si Langdon todavía no había caído en cuál era su papel allí esa noche, pronto lo haría.

Capítulo 13

A Robert Langdon, la Rotonda del Capitolio —al igual que la basílica de San Pedro— siempre conseguía sorprenderle. A pesar de saber que la sala era tan grande que en ella cabía perfectamente la estatua de la Libertad, siempre que volvía le parecía más grande y espaciosa de lo que había anticipado, como si hubiera espíritus en el aire. Esa noche, sin embargo, sólo había caos.

Los agentes de seguridad del Capitolio habían acordonado la Rotonda mientras intentaban alejar de la mano a los consternados turistas. El niño pequeño seguía llorando. En un momento dado se pudo ver un brillante flash: un turista había tomado una fotografía de la mano. Varios guardias detuvieron inmediatamente al hombre, le requisaron la cámara y lo escoltaron a la salida. En medio de la confusión, el mismo Langdon permanecía como en trance, deslizándose entre la multitud, acercándose lentamente a la mano.

La cercenada mano derecha de Peter Solomon permanecía erguida, con la muñeca ensartada en un pequeño pedestal de madera. Tenía tres de los dedos cerrados, mientras que el pulgar y el índice permanecían completamente extendidos, apuntando hacia lo alto de la cúpula.

—¡Atrás todo el mundo! —exclamó un agente.

Langdon estaba suficientemente cerca para ver la sangre seca de la muñeca que se había coagulado en la base de madera. «Las heridas post mórtem no sangran..., lo que significa que Peter está vivo.» Langdon no sabía si sentirse aliviado o asqueado. «¿Le han cercenado la mano estando vivo?» Notó bilis en la garganta. Pensó en todas las veces que su querido amigo había extendido esa misma mano para chocársela u ofrecerle un afectuoso abrazo.

Durante unos segundos, Langdon pareció quedarse con la mente en blanco, como un televisor mal sintonizado. La primera imagen clara que volvió a vislumbrar fue completamente inesperada.

«Una corona... y una estrella.»

Langdon se arrodilló para observar mejor las puntas de los dedos pulgar e índice de Peter. «¿Tatuajes?» Por increíble que pareciera, el monstruo que había hecho eso le había tatuado unos pequeños símbolos en la punta de los dedos.

En el pulgar, una corona. En el índice, una estrella.

«No puede ser.» Langdon reconoció al instante ambos símbolos, convirtiendo esa ya de por sí horrorosa escena en algo sobrenatural. Esos dos símbolos habían aparecido juntos muchas veces en la historia, y siempre en el mismo lugar: en las puntas de los dedos de una mano. Era uno de los iconos más codiciados y esotéricos del mundo antiguo.

«La mano de los misterios.»

Era un icono que ya casi no se veía, pero a lo largo de la historia había simbolizado una poderosa llamada a la acción. Ahora Langdon se esforzaba por comprender el grotesco objeto que tenía ante sí. «¿Alguien ha recreado la mano de los misterios en la mano de Peter?» Costaba de creer. Tradicionalmente, ese icono se esculpía en piedra o madera, o bien se representaba en un dibujo. Langdon nunca había visto antes una mano de los misterios hecha de carne. La idea era aberrante.

—¿Señor? —dijo un guardia detrás de Langdon—. Retroceda, por favor.

Él apenas lo oyó. «Hay más tatuajes.» Aunque no podía ver bien los dedos que estaban cerrados, Langdon sabía que cada una de las puntas estaba decorada con su propia marca. Ésa era la tradición. Cinco símbolos en total. A lo largo del milenio, los símbolos en las puntas de los dedos de la mano de los misterios habían sido siempre los mismos..., al igual que lo había sido su propósito icónico.

«La mano representa... una invitación.»

Langdon sintió un repentino escalofrío al recordar las palabras del hombre que lo había llevado allí: «Profesor, esta noche recibirá la invitación de su vida.» En la antigüedad, la mano de los misterios representaba la más codiciada invitación. Recibir ese icono era una convocatoria sagrada para unirse a un grupo de élite: aquellos que custodiaban el saber secreto de todas las épocas. La invitación no era sólo un gran honor, significaba asimismo que un maestro lo creía a uno merecedor de ese saber oculto. «La mano del maestro tendida al iniciado.»

—Señor —dijo el guardia, tocando con firmeza el hombro de Langdon—. Haga el favor de retroceder, por favor.

—Sé lo que significa —profirió Langdon—. Puedo ayudarlos.

—¡Ahora! —replicó el guardia.

—Mi amigo está en problemas. Tenemos que...

Langdon sintió que unos fuertes brazos tiraban de él y lo alejaban de la mano. Él no opuso resistencia..., se sentía demasiado desconcertado para protestar. Le acababan de extender una invitación formal. Alguien convocaba a Langdon a abrir un portal místico que revelaría un mundo de antiguos misterios y sabiduría oculta.

Pero era todo una locura.

«Delirios de un lunático.»

Capítulo 14

La larga limusina de Mal'akh se alejó del Capitolio de Estados Unidos y se dirigió hacia el este por Independence Avenue. Una joven pareja que iba por la acera intentó ver su interior por una de las tintadas ventanillas traseras, esperando vislumbrar a algún vip.

«Voy delante», pensó Mal'akh, sonriendo para sí.

A Mal'akh le encantaba la sensación de poder que obtenía al conducir a solas ese enorme vehículo. Ninguno de sus otros cinco coches le podía ofrecer lo que necesitaba esa noche: garantía de privacidad. Total privacidad. En esa ciudad, las limusinas disfrutaban de una especie de inmunidad tácita. «Son embajadas con ruedas.» Con las limusinas, los policías que trabajaban cerca de la colina del Capitolio nunca estaban seguros de qué agente de poder podían hacer parar por equivocación, de modo que preferían no arriesgarse.

Nada más cruzar el río Anacostia y entrar en Maryland, Mal'akh sintió cómo se iba acercando a Katherine, como si la gravedad del destino estuviera tirando de él. «Siento la llamada de mi segunda tarea de esta noche..., una que no había previsto.» La noche anterior, cuando Peter Solomon le contó el último de sus secretos, Mal'akh descubrió la existencia de un laboratorio secreto en el que Katherine Solomon había estado realizando milagros, y obteniendo unos avances tan asombrosos que —Mal'akh era consciente de ello— de hacerse públicos cambiarían el mundo.

«Su trabajo podría revelar la verdadera naturaleza de todas las cosas.»

Durante siglos, las «mentes brillantes» de la Tierra habían ignorado las ciencias antiguas, considerándolas meras supersticiones, y armándose en su lugar de engreído escepticismo y deslumbrantes nuevas tecnologías; herramientas que únicamente los habían alejado todavía más de la verdad. «La tecnología de cada generación pone en entredicho los avances de la anterior.» Así había sucedido en todas las épocas. Cuanto más aprendía el ser humano, más se daba cuenta de que no sabía nada.

Durante milenios, la humanidad había vagado en la oscuridad..., pero ahora, tal y como había sido profetizado, se avecinaba un cambio. Tras vagar a ciegas por la historia, la humanidad había llegado a una encrucijada. Ese momento había sido predicho hacía mucho, profetizado por los textos antiguos, los primitivos calendarios e incluso las mismas estrellas. Había una fecha concreta, su llegada era inminente. Estaría precedida por una brillante explosión de saber..., un destello de claridad que iluminaría la oscuridad y ofrecería a la humanidad una última oportunidad para apartarse del abismo y tomar el sendero de la sabiduría.

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