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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (4 page)

BOOK: El sol de Breda
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Llovía en Flandes. Y voto a Dios que llovió bien a sus anchas todo aquel maldito otoño, y también durante el maldito invierno, convirtiendo en lodazal el suelo llano, movedizo y pantanoso, surcado en todas direcciones por ríos, canales y diques que parecían trazados por la mano del diablo. Llovió días, y semanas, y meses enteros hasta anegar el paisaje gris de nubes bajas: tierra extraña de lengua desconocida, poblada por gentes que nos odiaban y temían a un tiempo; campiña esquilmada por la estación y la guerra, falta incluso de con qué defenderse de los fríos, los vientos y el agua. Allí no había ni melocotones, ni higos, ni ciruelos, ni pimienta, ni azafrán, ni olivos, ni aceite, ni naranjos, ni romero, ni pinos, ni laureles, ni cipreses. Ni siquiera había sol, sino un disco tibio que se movía perezosamente tras el velo de nubes. El lugar de donde procedían nuestros hombres cubiertos de hierro y cuero, que pisaban recio mientras añoraban para su coleto los cielos claros del sur, estaba muy lejos; tan lejos como el fin del mundo. Y esos soldados rudos y soberbios, que de semejante modo devolvían a las tierras del norte la visita recibida siglos atrás, a la caída del imperio romano, se sabían pocos y a distancia de cualquier paisaje amigo. Ya había escrito Nicolás Maquiavelo que el valor de nuestra infantería procedía de la propia necesidad, reconociendo el florentino muy a su pesar —pues nunca tragó a los españoles—
«que peleando en una tierra extranjera, y pareciéndoles obligado morir o vencer por no darse a la fuga, resultan muy buenos soldados»
. Aplicado a Flandes, ello es del todo cierto: no pasaron jamás de 20.000 los españoles allí, y nunca estuvimos más de 8.000 juntos. Pero tal era la fuerza que nos permitió ser amos de Europa durante un siglo y medio: conocer que sólo las victorias nos mantenían a salvo entre gentes hostiles, y que, derrotados, ningún lugar adonde retirarse estaba lo bastante cerca para ir andando. Por eso nos batimos hasta el final con la crueldad de la antigua raza, el valor de quien nada espera de nadie, el fanatismo religioso y la insolencia que uno de nuestros capitanes, don Diego de Acuña, expresó mejor que nadie en su famoso, apasionado y truculento brindis:

Por España; y el que quiera

defenderla honrado muera;

y el que traidor la abandone

no tenga quien le perdone,

ni en tierra santa cobijo,

ni una cruz en sus despojos,

ni las manos de un buen hijo

para cerrarle los ojos.

Llovía, contaba a vuestras mercedes, y como si cayesen cántaros del cielo, la mañana en que el capitán Bragado hizo una visita de inspección a los puestos avanzados donde se alojaba su bandera. El capitán era un leonés del Bierzo, grande, de seis pies de estatura, y para salvar los barrizales había requisado en alguna parte un caballo holandés de labor: un animal apropiado a su tamaño, de fuertes patas y buena alzada. Diego Alatriste estaba apoyado en la ventana, observando los regueros de lluvia que se deslizaban por los gruesos cristales empañados, cuando lo vio aparecer por el dique a lomos del caballo, las faldas del sombrero vencidas por el agua y un capote encerado sobre los hombros.

—Calienta un poco de vino —le dijo a la mujer que estaba a su espalda.

Lo dijo en un flamenco elemental —«verwarm wijn», fueron sus palabras— y siguió mirando por la ventana mientras la mujer avivaba el miserable fuego de turba que ardía en la estufa y ponía encima una jarra de estaño. La cogió de la mesa donde unos mendrugos de pan con restos de col hervida estaban siendo despachados por Copons, Mendieta y los otros.

Todo se veía sucio, el hollín de la estufa manchaba la pared y el techo, y el olor de los cuerpos encerrados entre las paredes de la casa, con la humedad filtrándose por las vigas y tejas, podía cortarse con cualquiera de las dagas o espadas que estaban por todas partes, junto a los arcabuces, los coletos de cordobán, las prendas de abrigo y la ropa sucia. Olía a cuartel, a invierno y a miseria. Olía a soldados, y a Flandes.

La luz grisácea de la ventana acentuaba cicatrices y oquedades en el rostro sin afeitar de Diego Alatriste, bajo el mostacho, enfriando más la claridad inmóvil de sus ojos. Estaba en mangas de camisa, con el jubón desabrochado puesto sobre los hombros, y dos cuerdas de arcabuz anudadas bajo sus rodillas le sostenían las cañas altas de las remendadas botas de cuero. Sin moverse de la ventana vio cómo el capitán Bragado desmontaba ante la puerta, empujaba ésta, y luego, sacudiéndose el agua del sombrero y del capote, entraba con un par de reniegos y un por vida de, maldiciendo del agua, del barro y de Flandes entera.

—Sigan comiendo vuestras mercedes —dijo—. Ya que tienen con qué.

Los soldados, que habían hecho gesto de levantarse, prosiguieron con su magra pitanza, y Bragado, cuyas ropas humearon al acercarse a la estufa, aceptó sin remilgos un poco de pan duro y una escudilla con restos de col que le alcanzó Mendieta. Luego miró detenidamente a la mujer mientras aceptaba la jarra de vino caliente que ésta le puso en las manos; y tras caldearse un poco los dedos con el metal bebió a cortos sorbos, mirando de reojo al hombre que seguía de pie junto a la ventana.

—Voto a Dios, capitán Alatriste —apuntó al poco—, que no están vuestras mercedes mal instalados aquí.

Era singular oírle al capitán de la bandera llamar de tan natural modo capitán a Diego Alatriste; y eso prueba hasta qué punto éste y su sobrenombre eran conocidos de todos, y respetados hasta por los superiores. De cualquier modo, Carmelo Bragado lo había dicho volviendo con codicia sus ojos a la mujer, que era una flamenca de treinta y tantos años, rubia como casi todas las de su tierra. No resultaba especialmente bonita, con las manos enrojecidas por el trabajo y los dientes poco parejos; pero tenía la piel blanca, caderas anchas bajo el delantal y pechos abundantes que mantenían bien tensos los cordones de su corpiño, al modo de las mujeres que por aquella misma época pintaba Pedro Pablo Rubens. Tenía, en suma, ese aspecto de oca sana que suelen tener las campesinas flamencas cuando aún siguen en sazón. Y todo eso —como el propio capitán Bragado y hasta el recluta más bobo podían adivinar con sólo ver el modo en que ella y Diego Alatriste se ignoraban públicamente— muy para desdicha de su marido, un campesino acomodado, flamenco cincuentón de cara agria, que andaba por allí esforzándose en ser servil con aquellos extranjeros hoscos y temibles, a quienes odiaba con toda su alma, pero que su mala fortuna le había adjudicado como portadores de boleta de alojamiento. Un marido que no tenía otro remedio que tragarse toda su ira y su despecho cada noche, cuando, tras sentir a su mujer deslizarse silenciosamente de su lado, escuchaba sus gemidos sordos, sofocados a duras penas entre el crujir del jergón de hojas de maíz donde se acostaba Alatriste. Por qué sucedía tal es algo que pertenece a la vida privada del matrimonio. De cualquier modo, el flamenco obtenía a cambio ciertas ventajas: su casa, hacienda y pescuezo seguían a salvo, cosa que no podía decirse de todas partes donde se alojaban españoles. Por muy cornudo que fuese aquel villano, su mujer tenía que habérselas con uno y de buen grado, y no con varios y por la fuerza. A fin de cuentas, en Flandes como en cualquier sitio y tiempo de guerra, el que no se consolaba era de mal contentar: el mayor alivio, para casi todo el mundo, siempre fue sobrevivir. Y aquel marido, al menos, era un marido vivo.

—Traigo órdenes —dijo el oficial—. Una incursión por el camino de Geertrud—Bergen. Sin matar mucho… Sólo para tomar lengua del enemigo.

—¿Prisioneros? —preguntó Alatriste.

—Nos irían bien dos o tres. Por lo visto, nuestro general Spínola cree que los holandeses preparan un socorro con barcas a Breda, aprovechando que las aguas están subiendo con las lluvias… Convendría que la gente fuese una legua hacia allá y confirmara el asunto. Cosa hecha a la sorda, sin ruido. Cosa discreta.

A la sorda o con trompetas, una legua bajo aquella lluvia, por el barro de los caminos, no era cosa baladí; pero ninguno de los hombres que estaban allí se mostró sorprendido. Todos sabían que esa misma lluvia mantenía a los holandeses en sus casernas y trincheras, y que roncarían a pierna suelta mientras unos cuantos españoles se deslizaban bajo sus narices.

Diego Alatriste se pasó dos dedos por el mostacho.

—¿Cuándo salimos?

—Ahora.

—¿Número de hombres?

—Toda la escuadra.

Se oyó una blasfemia entre los sentados a la mesa, y volvióse el capitán Bragado, centelleantes los ojos. Pero todos permanecían con la cabeza baja. Alatriste, que había reconocido la voz de Curro Garrote, le dirigió al malagueño una silenciosa mirada.

—Tal vez —dijo Bragado muy despacio— alguno de estos señores soldados tenga algo que decir al respecto.

Había dejado la jarra de vino caliente sobre la mesa sin terminarla, y apoyaba la muñeca en el pomo de su espada. Los dientes, amarillentos y fuertes, asomaban bajo el bigote de manera harto desagradable. Parecían los de un perro de presa listo para morder.

—Nadie tiene nada que decir —repuso Alatriste.

—Más vale así.

Garrote alzó la cabeza, amostazado por aquel nadie. Era un rajabroqueles flaco y tostado de piel, con barba escasa, rizada como la de los turcos contra quienes había peleado en las galeras de Nápoles y Sicilia. Llevaba el pelo largo y grasiento, un aro de oroen la oreja izquierda, y ninguno en la derecha porque un alfanje turco —contaba— le había rebanado la mitad frente a la isla de Chipre; aunque otros lo atribuían a cierta pendencia a cuchilladas en una mancebía de Ragusa.

—Yo sí tengo tres cosas —apuntó— que decirle al señor capitán Bragado… Una es que al hijo de mi madre le da igual andar dos leguas con lluvia, con holandeses, con turcos o con la puta que los parió…

Hablaba firme, jaque, un punto desabrido; y sus compañeros lo miraban expectantes, algunos con visible aprobación. Todos eran veteranos y la disciplina ante la jerarquía militar les era natural; pero también les era natural la insolencia, pues el oficio de las armas a todos hacía hidalgos. Lo de la disciplina, nervio de los viejos tercios, habíalo reconocido incluso aquel inglés, el tal Gascoigne, cuando en
La furie espagnole
—esa relación suya sobre el saco de Amberes— escribía:
«Los valones y alemanes son tan indisciplinados cuanto admirables los españoles por su disciplina»
. Lo que ya es reconocer, por cierto, habiendo de por medio españoles y un autor inglés. En cuanto a la arrogancia, no es ocioso hilar aquí la opinión de don Francisco de Valdez, que fue capitán, sargento mayor y luego maestre de campo, y conocía por tanto el paño cuando afirmó en su
Espejo y disciplina militar
eso de
«Casi generalmente aborrecen el ir ligados a la orden, mayormente infantería española, que de complexión más colérica que la otra, tiene poca paciencia»
. Pues a diferencia de los flamencos, que eran pausados y flemáticos, no mentían ni se encolerizaban y hacían las cosas con mucho sosiego —aunque eran avaros en extremo, tan malos para reloj que por no dar no dieran ni las horas—, de siempre a los españoles de Flandes, la certeza de su valor y peligro, que junto al talante sufrido en la adversidad hacía el milagro de una disciplina de hierro en el campo de batalla, hízolos también poco suaves en otras materias, como el trato con los superiores, que debían andárseles con mucho tiento y mucha política; no siendo raro el caso en que, pese a la pena de horca, simples soldados acuchillaran a un sargento o a un capitán por agravios reales o supuestos, castigos humillantes o una mala palabra.

Conocedor de todo eso volvióse Bragado a Diego Alatriste, como para interrogarlo en silencio; pero no halló más que un rostro impasible. Alatriste era de los que dejan que cada cual asuma la responsabilidad de lo que dice, y de lo que hace.

—Vuestra merced habló de tres cosas —dijo Bragado, tornándose de nuevo a Garrote con mucho cuajo y aún más amenazadora sangre fría—… ¿Cuáles son las otras dos?

—Hace mucho que no se reparte paño, y vestimos con harapos. —prosiguió el malagueño, sin disminuirse un punto—. Tampoco nos llega comida, y la prohibición de seguir saqueando nos reduce al hambre… Estos bellacos flamencos esconden sus mejores vituallas; y, cuando no, las cobran a peso de oro —señaló con rencor al huésped, que miraba desdel la otra habitación—. Estoy seguro de que si pudiéramos hacerle cosquillas con una daga, ese perro nos descubriría una buena despensa, o una orza enterrada con muy lindos florines dentro.

El capitán Bragado escuchaba paciente, en apariencia tranquilo, mas sin apartar la muñeca del pomo de su toledana.

—¿Y en cuanto a la tercera?…

Garrote alzó el tono un poco. Lo justo para ganar arrogancia sin ir demasiado lejos. También él sabía que Bragado no era hombre que tolerase una palabra más alta que otra, ni de sus soldados veteranos ni del papa. Del rey, como mucho, y que remedio.

—La tercera y principal, señor capitán, es que estos señores soldados, como con mucha razón y justicia nos llama vuacé, no han cobrado su paga desde hace cinco meses.

Esta vez' contenidos murmullos de aprobación corrieron a lo largo de la mesa. Sólo el aragonés Copons, entre los sentados, permaneció mudo, mirando el mendrugo de pan que tenía en las manos, que desmenuzaba en sopas y comía con los dedos dentro de su escudilla. El capitán volvióse a Diego Alatriste, quien seguía de pie junto a la ventana. Sin despegar los labios, Alatriste mantuvo su mirada.

—¿Sostiene eso vuestra merced? —le preguntó Bragado, hosco.

Impasible el rostro, Alatriste se encogió de hombros.

—Yo sostengo lo que yo digo —puntualizó—. Y a veces sostengo lo que mis camaradas hacen… Pero de momento, ni yo he dicho nada, ni ellos han hecho nada.

—Pero este señor soldado nos ha regalado con su opinión.

—Las opiniones son de cada cual.

—¿Por eso calláis y me miráis de ese modo, señor Alatriste?

—Por eso callo y os miro, señor capitán.

Bragado lo estudió despacio y luego asintió lentamente. Ambos se conocían bien, y además el oficial tenía buen juicio a la hora de distinguir entre firmeza y agravios. Así que al cabo retiró la muñeca de la espada para tocarse el mentón. Luego miró a los de la mesa, devolviendo otra vez la mano a la empuñadura.

—Nadie ha cobrado su paga —dijo al fin, y parecía dirigirse a Alatriste, como si fuese éste y no Garrote quien hubiera hablado, o quien mereciese la respuesta—. Ni vuestras mercedes, ni yo tampoco. Ni nuestro maestre de campo, ni el general Spínola… ¡Y eso que don Ambrosio es genovés y familia de banqueros!

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