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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (5 page)

BOOK: El sol de Breda
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Díego Alatriste lo escuchó en silencio y no dijo nada. Sus ojos claros seguían fijos en los del oficial. Bragado no había servido en Flandes antes de la tregua de los Doce Años, pero Alatriste sí. Y entonces los motines estaban a la orden del día.

Ambos sabían que éste había vivido de cerca varios de ellos, al negarse las tropas a combatir por llevar meses y años sin cobrar la soldada; pero nunca contóse entre quienes se amotinaban, ni siquiera cuando la precaria situación de las finanzas de España llegó a institucionalizar el motín como único medio para que las tropas obtuviesen sus atrasos. La otra alternativa era el saqueo, como en Roma y Amberes:

Pues sin comer he llegado,

y si me atrevo a pedillo,

me muestran ese castillo

de mil flamencos armado.

Sin embargo, en aquella campaña, salvo en caso de lugares tomados por asalto y en el calor de la acción, la política del general Spínola era no causar demasiadas violencias a la población civil, por no enajenarse sus ya escasas simpatías. Breda, si alguna vez caía, no iba a ser saqueada; y las fatigas de quienes la asediaban no alcanzarían recompensa. Por eso, ante la perspectiva de verse sin botín y sin haberes, los soldados empezaban a poner mala cara y a murmurar en corrillos. Hasta el más menguado podía advertir los síntomas.

—Además, que yo sepa —añadió Bragado—, únicamente los de otras naciones reclaman sus pagas antes del combate.

Aquello también era muy cierto. A falta de dinero, quedaba la reputación; y es sabido que siempre los tercios españoles tuvieron muy a punto de honra no exigir sus atrasos ni amotinarse antes de una batalla, porque no se dijera lo hacían por miedo a batirse. Incluso en las dunas de Nieuport y en Alost, tropas ya amotinadas suspendieron sus reclamaciones para entrar en combate. A diferencia de suizos, italianos, ingleses y alemanes, que con frecuencia pedían los sueldos atrasados como condición para pelear, los soldados españoles sólo se amotinaban después de sus victorias.

—Creía —remató Bragado— habérmelas con españoles, y no con tudescos.

La pulla hizo su efecto, y los hombres se removieron inquietos en sus asientos mientras oíase a Garrote mascullar «vive Dios» como si le hubieran mentado a la madre. Ahora la mirada glauca de Diego Alatriste insinuaba una sonrisa. Porque aquellas palabras fueron mano de santo: no volvió a escucharse protesta alguna entre los veteranos sentados a la mesa, y viose al oficial, ya relajado, sonreírle también a Alatriste. De perro viejo a perro viejo.

—Vuestras mercedes salen ahora mismo —zanjó Bragado.

Alatriste volvió a pasarse dos dedos por el mostacho. Luego miró a sus camaradas.

—Ya habéis oído al capitán —dijo.

Los hombres empezaron a levantarse; a regañadiente, Garrote, resignados los otros. Sebastián Copons, pequeño, flaco, nudoso y duro como un sarmiento, hacía rato que estaba en pie endosándose sus arreos, sin esperar órdenes de nadie y como si todos los atrasos, y todas las pagas, y el tesoro del rey de Persia lo trajeran al fresco: fatalista como los moros a quienes pocos siglos antes aún degollaban sus antepasados almogávares. Diego Alatriste lo vio ponerse sombrero y capa y luego salir para avisar a los demás soldados de la escuadra, alojados en el casar vecino. Habían estado juntos en muchas campañas, desde los tiempos de Ostende hasta Fleurus, y ahora Breda, y en todos esos años apenas le oyó pronunciar treinta palabras.

—Voto a tal, que lo olvidaba —exclamó Bragado.

Había cogido otra vez su jarra de vino y la vaciaba mirando a la flamenca, que recogía los desperdicios de la mesa. Sin dejar de beber, sosteniendo la jarra en alto, rebuscó en su jubón, extrajo una carta y se la dio a Diego Alatriste.

—Hace una semana llegó para vos.

Venía sellada con lacre, y las gotas de lluvia habían hecho correrse un poco la tinta del sobrescrito. Alatriste leyó el remite consignado en el dorso:
De don Francisco de Quevedo Villegas, en la posada de la Bardiza, de Madrid
.

La mujer lo rozó al pasar, sin mirarlo, con uno de sus senos abundantes y firmes. Brillaban los aceros al introducirse en las vainas, relucía el cuero bien engrasado. Alatriste cogió su coleto de piel de búfalo y se lo ciñó despacio, antes de requerir el tahalí con espada y daga. Afuera, el agua seguía golpeando en los cristales.

—Dos prisioneros, al menos —insistió Bragado.

Los hombres estaban listos. Mostachos y barbas bajo los sombreros y los pliegues de las capas enceradas, llenas de zurcidos y malos remiendos. Armas ligeras propias de lo que iban a hacer, nada de mosquetes ni picas ni embarazos, sino buen y simple acero de Toledo, Sahagún, Milán y Vizcaya: espadas y dagas. También alguna pistola cuya culata abultaba bajo las ropas, pero que resultaría inútil con la pólvora mojada por tanta lluvia. Mendrugos de pan, un par de cuerdas para maniatar holandeses. Y aquellas miradas vacías, indiferentes, de soldados viejos dispuestos a encarar una vez más los azares de su oficio, antes de volver un día a su tierra recosidos de cicatrices, sin hallar cama en que acostarse, ni vino que beber, ni lumbre para cocer pan. Eso si no conseguían —la jerga soldadesca los llamaba terratenientes— siete lindos palmos de tierra flamenca donde dormir eternamente con la nostalgia de España en la boca.

Bragado terminó el vino, Diego Alatriste lo acompañó hasta la puerta y el oficial se fue sin más charla; nadie hizo frases ni hubo despedidas. Lo vieron alejarse sobre el dique a lomos de su penco, cruzándose con Sebastián Copons, que venía de regreso.

Sentía Alatriste los ojos de la mujer fijos en él, pero no se volvió a mirarla. Sin dar explicaciones sobre si partían para unas horas o para siempre, empujó la puerta y salió al exterior, bajo la lluvia, sintiendo entrar el agua por las suelas agrietadas de sus botas; la humedad calaba hasta la médula de los huesos, reavivándole el malestar de las viejas heridas. Suspiró quedo y echó a andar, oyendo a su espalda el chapoteo en el barro de sus compañeros, que lo seguían en dirección al dique donde Copons aguardaba inmóvil como una estatua menuda y firme, bajo el aguacero.

—Mierda de vida —dijo alguien.

Y sin más palabras, con la cabeza gacha y envueltos en sus capas empapadas, la fila de españoles se adentró en el paisaje gris.

De don Francísco de Quevedo Villegas a don Diego Alatriste y Tenorio

Tercio Viejo de Cartagena. Posta militar de Flandes.

Espero, querido capitán, que al recibo de la presente esté v.m. sano y de una pieza. En lo que a mí respecta, os escribo recién salido de una mala condición de humores que, determinada en calenturas, túvome quebrantado varios días. Ahora gracias a Dios estoy bueno y puedo mandaros mi afecto constante y mis saludos.

Supongo que andaréis en lo de Breda, que es negocio que en la Corte viaja de boca en boca, por lo mucho que importa al futuro de nuestra monarquía y a la fe católica, y porque se dice que el aparato y máquina militar puesto en obra no tiene igual desde los tiempos en que Julio César asediaba Alesia. Aquí se aventura que la plaza se ha de ganar sin remedio a los holandeses y caerá como fruta madura; aunque no falta quien apunta que don Ambrosio Spínola se lo toma con mucha flema, y que la fruta madura, o se come en sazón, o se agusana. De cualquier modo, puesto que corazón nunca os faltó, os deseo buena suerte en los asaltos, trincheras, minas y contraminas y demás invenciones diabólicas en que tanto abundan negocios ruidosos como el que os ocupa.

Una vez escuché decir a v.m. que la guerra es límpia; y os entendí de modo sobrado, hasta el punto de que a veces no puedo sino daros la razón. Aquí en la Villa y Corte el enemigo no viste peto y morrión, síno toga, sotana o jubón de seda, y nunca ataca por derecho, sino emboscado. En ese particular sabed que todo sigue como siempre, pero peor.

Aún confío en la voluntad del conde—duque, mas temo que ni eso,baste; a los españoles nos faltarán primero lágrimas que causas de llorar, pues trabajos son vanos ofrecer al ciego luz, al sordo palabras, al bruto ciencia y a los monarcas honradez. Aquí medran los de siempre, el rubio y poderoso caballero sigue siendo sota, caballo, rey de cualquier asunto, y todo hombre honesto tiene que hacerse violencia de contínuo. En cuanto a mí, sigo sin progresos en el eterno pleito sobre la Torre de Juan Abad, lidiando cada día con esta justicia venal y miserable que, harto de poner abortos en el infierno, tuvo a bíen darnos Dios. Y os aseguro, capitán, que nunca vime frente a tanto bellaco como el que se encuentra en la plaza de la Providencia. Justamente sobre ello permitiréis que os obsequie con un soneto que estos mis recientes descalabros han inspirado:

Las leyes con que juzgas, vil cochino,

menos bien las estudias que las vendes;

lo que te compran solamente entiendes;

más que Jasón te agrada el Vellocino.

El humano derecho y el divíno

cuando los interpretas, los ofendes,

y al compás que la encoges o la extiendes

tu mano para el fallo se previno.

No sabes escuchar ruegos baratos,

y sólo quien te da te quita dudas;

no te gobíernan textos, sino tratos.

Pues que de intento y de interés no mudas,

o lávate las manos con Pilatos,

o, con la bolsa, ahórcate con Judas.

Todavía estoy puliendo el primer endecasílabo, pero confío en que os guste. En cuanto a mis otros asuntos, versos y justicia terrena aparte, van bien. En la Corte sigue en ascenso la estrella de vuestro amigo Quevedo, de lo que no me quejo, y soy otra vez bienquísto en casa del conde—duque y en Palacio, quizá porque en los últimos guardo lengua y espada en recaudo, pese al natural impulso de desembarazar una y otra. Pero hay que vivir; y puesto.que de destierros, pleítos, prisiones y quebrantos mucho conozco, no creo desdoro darme tregua y sosegar un poco mi esquiva fortuna. Por eso intento recordar cada día que a reyes y poderosos hay que darles gracias, aunque no se tenga de qué, y nunca quejas, aunque se tenga de qué.

Pero digo que tengo a recaudo la toledana, y no digo toda la verdad; porque lo cierto es que desnudéla hace unos días para golpear de plano, como a criado y gente baja, a cierto poetastro servil y miserable, un tal Garciposadas, que en unos versos infames desacreditó al pobre Cervantes, que en gloria esté, alegando que El Quijote lo había escrito con la mano manca y que era libro hebén y de poca substancia, mala prosa y escasa literatura, y que lo que mucha gente lee es propio del vulgo, y poco aprovecha, y nadie recordará el día de mañana. Semejante cagatintas es uña y carne de ese bujarrón de Góngora, con lo que está dicho todo. Así que una noche en que yo iba más inclinado a filosofar en vino que a filosofar en vano, topéme al bellaco a la puerta de la taberna de Longinos, famosa aguja de navegar cultos, baluarte de fulgores, triclinios, purpurancias y piélagos undosos de la onda umbría, acompañado por dos rascapuertas culteranos que le llevan la botija: el bachiller Echevarría y el licenciado Ernesto Ayala; unos tiñalpas que mean bilis, y que sostienen que la auténtica poesía es la jerigonza, o jerigóngora, que nadie aprecia salvo los elegidos, o sea, ellos y sus compadres; y pasan la vida afeando los conceptos que escribimos otros, siendo por su parte incapaces de hilar catorce versos para un soneto. El caso es que iba yo con el duque de Medinaceli y otros jóvenes caballeros embozados, todos de la cofradía de San Martín de Valdeiglesias, y pasamos un buen rato desorejando un poco a los muy villanos (que encima no tienen ni media estocada) hasta que llegaron los corchetes a poner paz, y fuímonos, y no hubo nada.

Por cierto, y a cuento de bellacos, las nuevas sobre vuestro muy aficionado Luis de Alquézar son que el señor secretario real sigue en punto de privanza en Palacio, que se ocupa de asuntos de estado cada vez más notorios, y que viene haciéndose, cual todo el mundo, una fortuna por vía extremadamente rápida. Y además como sabéis tiene una sobrina que ya es niña lindísima y menina de la reina. En cuanto al tío, por ventura os halláis lejos; pero a la vuelta de Flandes deberéis guardaros de él. Nunca sabe uno hasta dónde alcanza el veneno que escupen los reptiles.

Y ya que parlo de reptiles, debo contar a v.m. que hace unas semanas creí cruzarme con ese italiano al que os ligan, según creo, cuentas pendientes. Ocurrió ante el mesón de Lucio, en la Cava Baja; y si de veras fue él, parecióme gozar de buena salud; eso me hace discurrir que estará mejorado de vuestras últimas conversaciones. Miróme un instante, cual si me conociera, y luego anduvo camino sin más. Siniestro individuo, dicho sea al paso; enlutado de pies a cabeza, con la cara marcada de viruelas y esa tizona enorme que carga al cinto. AlgUien, con quien conversé discretamente del asunto, me dijo que rige una parva cuadrilla de jaques y rufianes que Alquézar mantiene ahora con sueldo fijo, y que le ofician de evangelistas para golpes de mano zurda. Negocio este, barrunto, que de un modo u otro deberá encarar un día v.m.; que quien deja vivo al ofendido, deja viva su venganza.

Sigo asiduo de la taberna del Turco, desde la que vuestros amigos me encargan os desee sigáis bueno, con grandes recomendaciones de Caridad la Lebrijana; que, según dice, y no tengo pruebas para un mentís, os guarda ausencia y también vuestro antiguo cuarto en la corrala de la calle del Arcabuz. Sigue lozana, que no es poco. Por cierto, Martín Saldaña convalece de cierta refriega nocturna con unos escarramanes que pretendían acogerse en San Ginés. Diéronle una estocada, de la que sanará. Según cuentan, mató a tres.

No quiero robaros más tiempo. Sólo os pido transmitáis mi afecto al joven Íñigo, que ya será cuerdo mozo y gallardo émulo de Marte, teniendo como tiene a v.m. para oficiarle al tiempo de Virgilio y de Aquiles. Refrescadle pese a todo, si os place, mi soneto sobre la juventud y la prudencia; añadiéndole, si gustáis, estos otros versos con los que ando a vueltas:

Heridas son lesión al desdichado,

no mérito a su fama verdadera;

servir no es menester, sino quimera

que entretiene la vida del soldado.

… Aunque, de cualquier modo, qué voy a decir sobre eso, querido capitán, que v.m. no conozca muy cumplidamente y de sobra.

Que Dios os guarde siempre, amigo mío.

Vuestro

Fran.
co
de Quevedo Villegas.

PS: Se os echa de menos en las gradas de San Felipe y en los estrenos de Lope. También olvidaba contaros que recibí carta de cierto mozo que tal vez recordéis, último de una infortunada familia. Por lo visto, tras aparejar a su modo negocios pendientes en Madrid, pudo pasar bajo otro nombre sin quebranto a las Indias. Imaginé que os holgaría saberlo.

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