Read El sol de Breda Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (7 page)

BOOK: El sol de Breda
2.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Al gesto del barrachel sonó el tambor mayor, y el corneta de don Pedro de la Daga dio un par de clarinazos para zanjar el asunto.

—¿Tienen los sentenciados algo que decir?

Un movimiento de expectación recorrió las compañías, y los bosques de picas parecieron inclinarse hacia adelante igual que el viento inclina espigas, cuando quienes las sostenían se esforzaron en tender la oreja. Entonces todos vimos cómo el barrachel, que se había acercado a los reos, ladeaba la cabeza escuchando algo que decía el de más edad, y luego miraba al maestre de campo, que asintió con un gesto; no por benevolencia, sino porque era protocolo al uso. Entonces, cuantos estábamos en la explanada pudimos oír al del pelo cano decir que él era soldado viejo y, como el otro camarada, cumplidor de su obligación hasta el presente día. Que morir iba de oficio; pero que hacerlo por enfermedad de soga, estuviese la rama verde, o seca, o demonios lo que le importaba, pardiez, era afrenta impropia en hombres que, como ellos, siempre se habían vestido por los pies. Así que, puestos a verse despachados, él y su camarada pedían serlo por bala de arcabuz, como españoles y hombres de hígados, y no colgados como campesinos. Y que si de ahorrar y hacer economías trataba a fin de cuentas la querella, ahorrárase también el señor maestre de campo las balas para arcabucearlos, que él mismo ofrecía las suyas propias, fundidas con buen plomo de Escombreras, y de las que sobrada provisión guardaba con su frasco de pólvora; que allí adonde lo enviaban., maldito para lo que le servirían una y otras. Mas quedara bien sentado que de cualquier manera, cuerda o arcabuz o cantándoles coplas, a su camarada y a él los aviaban sin pagarles medio año de atrasos.

Dicho lo cual, el veterano se encogió de hombros, el aire resignado, y escupió estoicamente y recto al suelo, entre sus botas. Y su compañero escupió también, y ya no hubo más palabras. Siguió un largo silencio; y luego, desde lo alto de su caballo, don Pedro de la Daga, siempre con el puño en la cadera y sin dársele un ardite las razones expuestas, dijo inflexible— «Ahórquenlos». Entonces se alzó un clamor entre las banderas que sobresaltó a los oficiales, y las filas empezaron a agitarse, y algunos soldados hasta salían de sus hileras y alzaban la voz, sin que las órdenes de los sargentos y capitanes bastaran a poner coto al tumulto. Y yo, que miraba admirado todo ese desorden, volvíme al capitán Alatriste, por ver qué partido tomaba. Y hallé que movía la cabeza muy lentamente, como si ya hubiera vivido otras veces todo aquello.

Los motines de Flandes, hijos de la indisciplina originada por el mal gobierno, fueron la enfermedad que minó el prestigio de la monarquía española; cuyo declive en las provincias rebeldes, e incluso en las que se mantuvieron fieles, debió más agravios a las tropas amotinadas que a los propios sucesos de la guerra. Ya en mi tiempo ésa era la única forma de cobrar las pagas; con el agravante de que un soldado español allá arriba no podia desertar y exponerse a una población hostil de la que tenía tanto que precaverse como del enemigo. Asi que los amotinados tomaban una cíudad atrincherándose en ella, y algunos de los peores saqueos realizados en Flandes lo fueron por tropas que buscaban satisfacción de los sueldos pendientes. De cualquier modo, justicia es apuntar que no fuimos los únicos; porque si los españoles, tan sufridos como crueles, nos condujimos a sangre y fuego, otro tanto hicieron las tropas valonas, italianas o tudescas, que además llegaron al colmo de la infamia vendiendo al enemigo los fuertes de San Andrés y Crevecoeur, cosa que los españoles no hicieron nunca; no ciertamente por falta de ganas, sino por reputación y por vergüenza. Que una cosa es el degüello y el saqueo por no cobrar, y otra —no digo mejor o peor, pardiez, sino otra— la bajeza y la felonía en puntos de honra. Y sobre este particular aún hubo sucesos como el de Cambrai, donde las cosas iban tan mal que el conde de Fuentes pidió con buenas palabras a las señoras tropas amotinadas en Tierlemont
«que le hicieran el obsequio de ayudarle»
a tomar la ciudadela; y aquella hueste, de pronto otra vez disciplinada y temible, atacó en perfecto orden y ganó la ciudadela y la plaza. O cuando las tropas amotinadas soportaron lo peor de la pelea en las dunas de Nieuport, donde pidieron el puesto de más peligro porque una mujer, la infanta Clara-Eugenia, había rogado que la socorriesen. Y también es fuerza mencionar a los amotinados de Alost, que se negaron a aceptar las condiciones ofrecidas en persona por el conde de Mansfeld y dejaban pasar sin estorbo regimientos y más regimientos holandeses que estaban a pique de causar espantoso desastre en los Estados del rey. Esas mismas tropas, que al recibir por fin las pagas y ver que no venían enteras rechazaron tomar un solo maravedí, negandose a pelear aunque se hundieran Flandes y la Europa misma, cuando conocieron que en Amberes seis mil holandeses y catorce mil vecinos estaban a punto de exterminar a los ciento treinta españoles que defendían el castillo, se pusieron en marcha a las tres de la madrugada, cruzaron a nado y en barcas el Escalda, y calándose ramos verdes como anticipada señal de victoria en sombreros y morriones, juraron comer con Cristo en el Paraíso o cenar en Amberes. Al cabo, puestos de rodillas en la contraescarpa, su alférez Juan de Navarrete tremoló la bandera, apellidaron todos a Santiago y a España, se alzaron a una, y acometiendo las trincheras holandesas, rompieron, acuchillaron, degollaron cuanto se les puso por delante, y cumplieron su palabra: Juan de Navarrete y otros catorce comieron, en efecto, con Cristo o con quien coman los valientes que mueren de pie, y el resto de sus camaradas cenó aquella noche en Amberes. Que si es mucha verdad que nuestra pobre España no tuvo nunca ni justicia, ni buen gobierno, ni hombres públicos honestos, ni apenas reyes dignos de llevar corona, nunca le faltaron, vive Dios, buenos vasallos dispuestos a olvidar el abandono, la miseria y la injusticia, para apretar los dientes, desenvainar un acero y pelear, qué remedio, por la honra de su nación. Que a fin de cuentas, no es sino la suma de las menudas honras de cada cual.

Pero volvamos a Oudkerk. Aquél fue el primero de los muchos motines que también yo conocería más tarde, en los veinte años de aventuras y vida militar que habrían de llevarme hasta el último cuadro de la infantería española en Rocroi, el día que el sol de España se puso en Flandes. En el tiempo que narro, este tipo de alboroto habíase convertido ya en institución ordinaria de nuestras tropas; y su proceso, viejo de cuando el gran emperador Carlos, se llevó a cabo con arreglo a ritual conocido y preciso. Dentro de algunas compañías, los más exaltados empezaron a gritar «pagas, pagas», y otros «motín, motín», entrando en alboroto, la primera, la del capitán Torralba, a la que pertenecían los dos condenados a muerte. Lo cierto es que, al no haber antes carteles ni conspiración, todo vino a hilarse espontaneo, con opiniones contrapuestas: algunos eran partidarios de conservar la disciplina, mientras otros se afirmaban en abierta rebeldía. Pero lo que agravó el negocio fue el talante de nuestro maestre de campo. Otro más flexible habría puesto velas a Dios y al diablo, obsequiando a los soldados con palabras que quisieran oír; pues nunca, que yo sepa, hubo verbos que al más avaro le dolieran en la bolsa. Me refiero a algo del tipo señores soldados, hijos míos, etcétera; argumentos que tan buena tajada dieron al Duque de Alba, a don Luis de Requeséns y a Alejandro Farnesio, que en el fondo eran tan inflexibles y despreciaban tanto a la tropa como el propio don Pedro de la Daga. Pero jiñalasoga era fiel a su apodo, y además se le daban públicamente un ardite sus señores soldados. Así que ordenó al barrachel y a la escolta de tudescos que llevaran a los dos reos al primer árbol que hubiese a mano, seco o verde ya daba lo mismo; y a su compañía de confianza, ciento y pico arcabuceros de los que el maestre de campo era capitán efectivo, que se viniera al centro del rectángulo con las cuerdas de mecha encendidas y bala en caño. La compañía, que tampoco estaba pagada pero gozaba de ventajas y privilegios, obedeció sin rechistar; y aquello calentó más los animos.

En realidad sólo la cuarta parte de los soldados quería el motín; pero los revoltosos hallábanse muy repartidos por las banderas y llamaban a la sedición, y muchos hombres se veían indecisos. En la nuestra era Curro Garrote quien más alentaba el desorden, hallando coro en no pocos camaradas. Eso hizo que, pese a los esfuerzos del capitán Bragado, amenazasen con romper casi toda la formación, como ocurría ya en parte de las otras compañías. Corrimos los mochileros a las nuestras, resueltos a no perdernos aquello, y Jaime Correas y yo mismo nos abrimos paso entre los soldados que vociferaban en todas las lenguas de las Españas, algunos con el acero desnudo en la mano; y como de costumbre, según esas mismas lenguas y sus tierras de origen, tomaban partido unos contra otros, valencianos a una parte y andaluces de la otra, leoneses frente a castellanos y gallegos, catalanes, vascongados y aragoneses cerrando para sí mismos y por su cuenta, y los portugueses, que alguno teníamos, viéndolas venir agrupados y en rancho aparte. De modo que no había dos reinos o regiones de acuerdo; y mirando hacia atrás, uno no lograba explicarse lo de la Reconquista salvo por el hecho de que los moros también eran españoles. En cuanto al capitán Bragado, tenía en una mano una pistola y en la otra la daga, y con el alférez Coto y el sotalférez Minaya, que llevaba el asta de la bandera, intentaban calmar a la gente sin lograrlo. Empezaron a pasar entonces de compañía en compañía los gritos de «guzmanes fuera», voz muy significativa del curioso fenómeno que siempre se dio en estos desórdenes: los soldados ostentaban muy a gala su condición de tales, decíanse todos hijosdalgos, y siempre querían dejar claro que el motín iba contra sus jefes, no contra la autoridad del rey católico. Así que, para evitar que esa autoridad quedara en entredicho y el tercio deshonrado por el suceso, se permitía de mutuo acuerdo entre la tropa y los oficiales que estos últimos saliesen de filas con las banderas y con los soldados particulares que no querían desobedecer. De ese modo, oficiales y enseñas quedaban sín menoscabo de honra, el tercio conservaba su reputación, y los amotinados podían retornar después disciplinadamente bajo una autoridad de la que, en lo formal, nunca habían renegado. Nadie quería repetir lo del tercio viejo de Leiva, que tras un motín fue disuelto en Tilte, y los alféreces rompían entre lágrimas las astas y las banderas quemándolas por no entregarlas, y los soldados veteranos desnudaban los pechos acribillados de cicatrices, y los capitanes arrojaban a tierra quebradas las jinetas, y todos aquellos hombres rudos y temibles lloraban de deshonra y de vergüenza.

De modo que retiróse de las filas muy a su pesar el capitán Bragado, llevándose la bandera con Soto, Minaya y los sargentos, y lo siguieron algunos cabos y soldados. Mi amigo Jaime Correas, encantado con el zafarrancho, andaba de un lado para otro e incluso llegó a vocear lo de afuera guzmanes. Yo veíame fascinado por la algarada y en algún momento grité con él, aunque se me retiró la voz cuando vi que de veras los oficiales dejaban la compañía. En cuanto a Diego Alatriste,diré que estaba muy cerca de mí con sus camaradas de escuadra; y tenía grave semblante, con ambas manos descansadas en la boca del arcabuz cuyo mocho se apoyaba en el suelo. En su grupo nadie cambiaba palabra ni se descomponía lo más mínimo; excepción hecha de Garrote, que ya había formado concierto con otros soldados y llevaba la voz cantante. Por fin, cuando Bragado y los oficiales salieron, mi amo volvióse a Mendieta, Rivas y Llop, que se encogieron de hombros, sumándose al grupo de amotinados sin más ceremonia. Por su parte, Copons echó a andar tras la bandera y los oficiales, sin encomendarse a nadie. Alatriste emitió un suave suspiro, se echó al hombro el arcabuz e hizo ademán de ir detrás. Fue entonces cuando reparó en que yo me hallaba cerca, encantado de estar allí adentro y sin la menor intención de moverme; de modo que me dió un pescozón bien recio en el cogote, forzándome a seguirlo.

—Tu rey es tu rey —dijo.

Luego caminó sin prisa, yéndose por entre los soldados que le abrían plaza y de los que nadie, viéndolo retirarse, osaba hacerle reproches. Así fue a situarse conmigo en la explanada, cerca del grupo de diez o doce hombres formado por Bragado y los leales; aunque lo mismo que Copons, quien se estaba allí quieto y callado como si nada fuera con él, procuró mantenerse un poco aparte, casi a medio camino entre ellos y la compañía. Y así apoyó de nuevo el arcabuz en el suelo, puso las manos sobre la boca del caño, y con la sombra del chapeo en los ojos glaucos se estuvo muy quieto, mirando lo que pasaba.

Jiñalasoga no daba su brazo a torcer. A los dos reos los estaban colgando los tudescos entre gran alboroto de la tropa, de la que otras banderas y oficiales habían salido también afuera. Pude contar cuatro compañías amotinadas de las doce que formaban el tercio, y los revoltosos empezaban a juntarse unos con otros, con gritos y amenazas. Oyóse un tiro, que no sé quién disparó, y que no dio a nadie. Entonces el maestre de campo ordenó a su bandera calar arcabuces y mosquetes en dirección a los amotinados, y a las otras leales maniobrar para situarse también frente a ellos. Hubo órdenes, redobles de cajas, clarinazos, y el propio don Pedro de la Daga hízose un par de gallardas cabalgadas de un lado a otro del campo, poniendo las cosas en su sitio; y he de reconocer que con muchas asaduras, pues cualquiera de los descontentos podía haberle enviado lindamente una rociada de arcabuz que lo dejase listo de papeles sobre la silla. Pero no siempre el valor y la hideputez andan reñidos. El caso es que a trancas y barrancas, las más de las veces con manifiesta desgana, las compañías leales vinieron a situarse en línea frente a los amotinados. Hubo entonces más redobles y toques de corneta, ordenando a los oficiales y soldados fieles unirse a las compañías escuadronadas; y allá se fueron Bragado y los otros. Copons estaba junto a Diego Alatriste y yo mismo, como dije algo separados del resto— y al oír la orden y comprobar que el tercio se situaba frente a los rebeldes armas en mano y humeando las cuerdas de mecha, los dos veteranos dejaron sus arcabuces en el suelo, se despojaron de los doce apóstoles —el correaje con doce cargas de pólvora que llevaban en una pretina cruzada al pecho— y de ese modo echaron a andar detrás de su bandera.

Yo nunca había visto nada semejante. Al escuadronarse en batalla los leales del tercio, las cuatro compañías amotinadas terminaron juntándose a su vez; y también ellas adoptaron la formación de combate, piqueros en el centro y mangas de arcabuces a los ángulos, viéndose reordenar susfilas, en ausencia de oficiales, a cabos de escuadra e incluso a simples soldados. Con instinto natural de veteranos, los amotinados conocían de sobra que el desorden era su pérdida, y que, paradojas de la milicia, sólo la disciplina podía salvarlos de su indisciplina. Así que sin disminuirse un punto ejecutaron sus maniobras al uso que solían, hilándose muy uno por uno en sus puestos de combate; y pronto llegó hasta nosotros el olor de sus cuerdas de arcabuz encendidas, y las horquillas de mosquetes empezaron a afirmarse en tierra con las armas listas para hacer fuego.

BOOK: El sol de Breda
2.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Flood by Ian Rankin
Belzhar by Meg Wolitzer
Pick Your Poison by Leann Sweeney
Early Autumn by Robert B. Parker
The Girl in the Woods by Gregg Olsen
Harper's Bride by Alexis Harrington
Only the Animals by Ceridwen Dovey