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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (9 page)

BOOK: El sol de Breda
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Volvió a negar con la cabeza Alatriste.

—Eso fue por lo de la Montaña Blanca, Excelencia. Cuando con el señor capitán Bragado, que está ahí mismo, subimos tras el señor de Bucquoi hasta los fortines de arriba… En cuanto a los escudos, me los rebajaron a cuatro.

Lo de los escudos resbaló por la sonrisa de don Ambrosio como el que oye llover. Miraba alrededor, el aire distraído.

—Bien —zanjó—. De cualquier modo, celebro veros de nuevo… ¿Puedo hacer algo por vos?

Alatriste sonreía sin gesto alguno: apenas un reflejo de luz entre las arrugas que le cercaban los ojos.

—No creo, Excelencia. Hoy cobro seis medias pagas atrasadas, y no puedo quejarme.

—Me alegro. Y me place este encuentro de antiguos veteranos, ¿no os parece?… —había alargado una mano amistosa, como si fuese a palmear suavemente el hombro del capitán. Pero la mirada de éste, fija y burlona, pareció disuadirlo—… Me refiero a vos, y a mí.

—Naturalmente, Excelencia.

—Soldado y, ejem, soldado.

—Claro.

Don Ambrosio carraspeó de nuevo, sonrió por última vez y miró hacia los siguientes grupos. Su tono ya era ausente.

—Buena suerte, capitán Alatriste.

—Buena suerte, Excelencia.

Y siguió camino el marqués de los Balbases, capitán general de Flandes. Camino de la gloria y la posteridad que le iba a deparar, aunque él no lo sabía y a nosotros nos quedaba por hacer el trabajo duro, el magno lienzo de Diego Velázquez; pero también —los españoles siempre pusimos una cruz tras la cara de las monedas— camino de la calumnia y la injusticia de una patria adoptiva a la que tan generosamente servía. Porque mientras Spínola cosechaba victorias para un rey ingrato como todos los reyes que en el mundo han sido, otros segaban la hierba bajo sus pies en la Corte, bien lejos de los campos de batalla, desacreditándolo ante aquel monarca de gesto lánguido y alma pálida que, bondadoso de talante y débil de carácter, anduvo siempre lejos de donde podían recibirse honradas heridas, y en vez de aderezarse con arreos de guerra hacíalo para los bailes de Palacio, e incluso para las danzas villanas que en su academia enseñaba Juan de Esquivel. Y sólo cinco años después de estas fechas, el expugnador de Breda, aquel hombre inteligente y hábil, peritísimo militar, hombre de corazón y amante de España hasta el sacrificio, de quien don Francisco de Quevedo escribiría:

Todo el Palatinado sujetaste

al monarca español, y tu presencia

al furor del hereje fue contraste.

En Flandes dijo tu valor tu ausencia,

en Italia tu muerte, y nos dejaste,

Spínola, dolor sin resistencia.

… había en efecto de morir enfermo y desengañado por el pago recibido a sus trabajos; salario fijo que nuestra tierra de caínes, madrastra más que madre, siempre bajuna y miserable, depara a cuantos la aman y bien sirven: el olvido, la ponzoña engendrada por la envidia, la ingratitud y la deshonra. Y para mayor y particular sarcasmo, había de morirse el pobre dón Ambrosio teniendo por consuelo a un enemigo, Julio Mazarino, italiano como él de nacimiento, futuro cardenal y ministro de Francia, único que lo confortó a un paso de su lecho de muerte, y a quien nuestro pobre general confesaría, con senil delirio:
«Muero sin honor ni reputación… Me lo quitaron todo, el dinero y el honor.. Yo era un hombre de bien… No es éste el pago que merecen cuarenta años de servicios»
.

Fue a pocos días de serenado el motín cuando me sobrevino una singular pendencia. Ocurrió el mismo día del reparto de pagas, cuando diose una jornada de licencia a nuestro tercio antes que éste volviera al canal Ooster. Todo Oudkerk era una fiesta española, y hasta los hoscos flamencos a quienes habíamos acuchillado meses antes despejaban ahora el ceño ante la lluvia de oro que se derramó sobre la población. La presencia de soldados con la faltriquera repleta hizo aparecer, como por ensalmo, vituallas que antes se había tragado la tierra; la cerveza y el vino —este último más apreciado por nuestras tropas, que llamaban a la otra, como también lo hizo el gran Lope,
orín de asno
— corrían por azumbres, y hasta el sol tibio ayudó a calentar la fiesta iluminando bailes en las calles, música y juegos. Las casas con muestras de cisne o de calabazas en las fachadas, y me refiero a mancebías y tabernas —en España usábamos ramos de laurel o de pino—, hicieron su agosto. Las mujeres rubias y de piel blanca recobraron la sonrisa hospitalaria, y no pocos maridos, padres y hermanos miraron aquel día, de más o menos buen grado, hacia otra parte mientras la legítima te almidonaba el faldón de la camisa; pues no hay peña por dura que sea que no ablande el oportuno tintineo del oro, campeador de voluntades y zurcidor de honras. Amén que las flamencas, liberales en su trato y conversación, eran muy diferentes al carácter mojigato de las españolas: se dejaban fácilmente asir de las manos y besar en el rostro, y no era muy cuesta arriba hacer amistad con las que profesaban fe católica, hasta el punto de que no pocas acompañaron a nuestros soldados a su regreso a Italia o España; aunque sin llegar a los extremos de Flora, la heroína de
El sitio de Bredá
, a la que Pedro Calderón de la Barca, sin duda exagerando un poco, dotó de unas virtudes, sentido castellano del honor y amor a los españoles que yo, a la verdad —y juraría que tampoco el mismo Calderón—, nunca topéme en flamenca alguna.

En fin. Contaba a vuestras mercedes que allí, en Oudkerk, también el cortejo habitual de las tropas en campaña, esposas de soldados, rameras, cantineros, tahúres y gente de toda laya, había montado sus tenderetes extramuros; y los soldados iban y venían entre su mercadillo y la población, remediados algunos harapos con prendas nuevas, plumas en los sombreros y otras bizarrerías al uso —lo que gana el sacristán, de cantar viene y en cantos se va—, quebrantando muy por lo menudo los diez mandamientos, sin dejar indemnes tampoco virtudes teologales ni cardinales. Aquello era, dicho en corto, lo que los flamencos llaman
kermesse
, y los españoles jolgorio. A decir de los veteranos, parecía Italia.

Mi alegre mocedad participó de todo ello muy a su guisa. Junto a mi camarada Jaime Correas anduve ese día de la ceca a la Meca, y aunque no era aficionado al vino, bebí de lo caro como todo el mundo, entre otras cosas porque beber y jugar eran cosas muy a lo soldado, y no faltaban conocidos que el vino lo ofrecieran gratis. En cuanto al juego, nada jugué, pues los mochileros no cobrábamos atrasos ni presentes, y nada tenía que jugar; pero estuve mirando los corros de soldados que se reunían alrededor de los tambores donde se echaban los dados o las barajas. Que, si hasta el último miles gloriosus de los nuestros era descreído de todos los diez mandamientos y apenas sabía leer ni escribir, si las letras se hicieran con ases de oros, todos habrían leído el libro del rezo tan de corrido como leían el de cuarenta y ocho naipes.

Rodaban los huesos, fustas y brochas sobre el parche y barajábase con destreza la desencuadernada como si aquello fuese Potro de Córdoba o patio de los Naranjos sevillano: todo era echar dineros y naipes al rentoy, las quínolas, la malilla y las pintas, y el real del campamento era un inmenso garito de vengos y vois con más tacos que artilleros, eche vuacé, malhaya la puta de oros, votos a Dios y a su santísima madre; que en estos lances siempre hablan más alto los que en batalla lucen más miedo que hierro, pero aMontonan, eso sí, muy linda valentía en la retaguardia, y clavan mejor una sota de espadas que la propia. Hubo quien jugóse aquel día los seis meses de paga por los que se había amotinado, perdiéndolos en golpes de azar mortales como cuchilladas. Que no siempre eran metafóricas, pues de vez en cuando se descornaba alguna flor de fullería, sota raspada, caballo sin jarretes o dado cargado con azogue; y entonces llovían los por vida de tal y por vida de cual, los mentís por la gola y los etcéteras, con descendimientos de manos, rasguños de dagas, sopetones de la blanca y sangrías de a palmo que nada tenían que ver con el barbero ni con el arte de Hipócrates:

¿Qué chusma es ésta? ¿Es gente de provecho?

Soldados y españoles: plumas, galas,

palabras, remoquetes, bernardinas,

arrogancias, bravatas y obras malas.

Ya dije en algún momento a vuestras mercedes que por tales fechas mi virtud, como otras cosas, llevósela Flandes. Y sobre ese particular terminé acudiendo aquel día con Jaime Correas a cierto carromato donde, al cobijo de una lona y unas tablas, cierto padre de mancebía, oficio piadoso donde los haya, aliviaba con tres o cuatro feligresas los varoniles pesares:

Hay seis o siete maneras

de mujeres pecadoras

que andan, Otón, a estas horas

por estas verdes riberas.

De una de tales maneras era cierta moza muy jarifa, linda de visaje, con razonable juventud y buen talle; y en ella habíamos invertido mi camarada y yo buena parte del botín obtenido cuando el saqueo de Oudkerk. Estábamos ayunos de sonante aquel día; pero la moza, una medio española y medio italiana que se hacía llamar Clara de Mendoza —nunca conocí a una daifa que no blasonara de Mendoza o de Guzmán aunque trajese estirpe de porqueros—, nos miraba con buenos ojos por alguna razón que se me escapa, de no ser la insolencia de nuestra juventud y la creencia, tal vez, de que quien hace un cliente mozo y agradecido guárdalo para toda la vida. Fuímonos a garbear por su rumbo, como digo, más a mirar que facultados de bolsa para el consumo; y la tal Mendoza, pese a que andaba ocupada en lances propios de su Oficio, tuvo asaduras para dedicarnos una palabra cariñosa y una sonrisa deslumbrante, aunque de boca no andara muy pareja la moza. Tomóselo a mal cierto soldado matasiete que en su trato andaba, valenciano, zaíno de bigotes y atraidorado de barba, muy poco paciente y muy jayán. Y a su váyanse enhoramala unió el hecho a la palabra, con una coz para mi camarada y una bofetada para mí, con lo que entrambos quedamos servidos a escote. Dolióme el mojicón más en la honra que en la cara; y mi juventud, que la vida casi militar había vuelto poco sufrida en materia de sinrazones, incluida la razón de aquella sinrazón que a mi razón se hacía, respondió cumplidamente: la mano diestra se me fue por su cuenta a la cintura en la que cargaba, atravesada por atrás de los riñones, mi buena daga de Toledo.

—Agradezca vuestra merced —dije— la desigualdad de personas que hay entre los dos.

No llegué a desembarazar, pero el gesto fue muy de uno nacido en Oñate. En cuanto a la desigualdad, lo cierto es que me refería a que yo era un mozalbete mochilero y él todo un señor soldado; pero el mílite se lo tomó por la tremenda, creyendo que cuestionaba su calidad. El caso es que la presencia de testigos picó al valiente; que además cargaba delantero, o sea, llevaba entre pecho y espalda varios cuartillos de lo fino que se le traslucían en el aliento. Así que, sin más preámbulos, todo fue acabar yo de decírselo y venirse él a mí como loco, metiendo mano a su durindana. Abrió campo la gente y nadie se interpuso, creyendo sin duda que yo empezaba a ser lo bastante mozo para sostener con hechos mis palabras; y mal rayo mande Dios a quienes en tal trance me dejaron, que bien cruel es la condición humana cuando hay espectáculo de por medio, y nadie entre los curiosos estimábase redentor de vocación. Y yo, que a esas alturas del negocio ya no podía envainar la lengua, no tuve otra que desenvainar también la daga a fin de poner las cosas parejas, o al menos procurar no terminar mi carrera soldadesca como pollo en espetón. La vida junto al capitán Alatriste y el ejercicio en Flandes me habían procurado ciertas mañas, y era mozo vigoroso y de razonable estatura; además la Mendoza estaba mirando. Así que retrocedí ante la punta de la espada sin perderle la cara al valenciano, que muy a sus anchas empezó a tirarme cuchilladas con los filos, de esas que no matan pero te dejan bien aviado. La huida me estaba vedada por el qué dirán, y afirmarme era imposible por lo desparejo de aceros. Habría querido tirarle la daga; pero guardaba mi cabeza tranquila, a pesar del agobio, y advertí que sería quedarme a oscuras si la erraba. Seguía viniéndome encima el otro con las del turco, y retrocedí yo sin dejar de saberme inferior en armas, en cuerpo, en pujanza y destreza, porque él usaba toledana, era de buen pulso estando sobrio, muy diestro, y yo un garzón con una daga a quien los hígados no iban a servirle de broquel. Eché cuentas de por lo menos una cabeza rota —la mía— como botín de aquella campaña.

—Ven aquí, bellaco —dijo el marrajo.

Al hablar, el vino de su estómago le hizo dar un traspié; de modo que sin hacérmelo repetir dos veces fui a él, en efecto. Y como pude, con la agilidad de mis pocos años, esquivé su acero tapándome la cara con la zurda por si me la cortaba a medio camino, y le metí un muy lindo golpe de daga de derecha a izquierda y de abajo arriba que, de haber podido alargarlo una cuarta, habría dejado al rey sin un soldado y a Valencia.sin un hijo predilecto. Pero harto afortunado salí con salirme para atrás sin daño propio, habiéndole sólo rozado a mi adversario la ingle —que era adonde tiré la cuchillada—, arrancándole una agujeta y un
«Cap de Deu!»
que levantó risas entre los testigos y también algún aplauso que, a modo de parco consuelo, indicó que la concurrencia estaba de mi parte.

De cualquier modo, mi ataque había sido un error; pues todos habían visto que yo no era un pobrecillo indefenso, y ahora nadie terciaba, ni iba a terciar, y hasta el camarada Jaime Correas me jaleaba encantado con mi papel en la pendencia. Lo malo era que al valenciano el golpe de daga habíale borrado el vino de golpe, y ahora, con mucha firmeza, cerraba de nuevo dispuesto a darme un piquete morcillero con la punta, lo que ya eran palabras y estocadas mayores. De modo que, horrorizado por irme sin confesión al otro barrio, pero sin otra que elegir para mi provecho, resolví jugármela por segunda y última vez, trabándome de cerca entre la espada del valenciano y su barriga, asirme allí como pudiera, y acuchillar y acuchillar hasta que él o yo saliéramos despachados con cartas para el diablo; con el que, a falta de absolución y santos óleos, ya ingeniaría yo las explicaciones pertinentes. Y es curioso: años más tarde, cuando leí a un francés eso de «el español, decidida la estocada que ha de dar, la ejecuta así lo hagan pedazos», pensé que nadie expresó mejor la decisión que yo tomé en aquel momento frente al valenciano. Pues retuve aliento, apreté los dientes, aguardé el final de uno de los mandobles que tiraba mi enemigo, y cuando la punta de su toledana describió el extremo del arco que estimé más alejado de mí, quise arrojarme sobre él con la daga por delante. Y bien lo hubiera hecho, pardiez, de no haberme agarrado de pronto por el pescuezo y por el brazo unas manos vigorosas, al tiempo que un cuerpo se interponía frente al enemigo. Y cuando alcé el rostro, sobrecogido, vi los ojos glaucos y fríos del capitán Alatriste.

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