El sol sangriento (7 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: El sol sangriento
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—¡No! No quiero problemas con un Comyn…

Kerwin se preguntó de qué demonios estaría hablando. El potencial adversario miró a su compañero, en quien no halló ningún estímulo, luego se puso un brazo sobre el rostro y murmuró algo que sonó como:


Su serva, vai dom…

Luego atravesó la habitación, esquivando las mesas como un sonámbulo, para zambullirse en la lluvia.

Kerwin advirtió que todos los que quedaban en el restaurante le miraban con fijeza, pero logró mirar directamente a los ojos del camarero durante el tiempo suficiente para alejarlo. Se sentó, asió su taza, que contenía el equivalente local del café —una infusión rica en cafeína que tenía un distante sabor a chocolate—, y tomó un sorbo. Estaba fría.

El darkovano bien vestido que quedaba, el pelirrojo, se incorporó, se acercó a la mesa y se sentó frente a Kerwin.

—¿Quién demonios eres tú?

Para sorpresa de Jeff, habló en terrano estándar, pero no muy bien, articulando cada sílaba con cuidado.

Kerwin apoyó su taza con gesto de fatiga.

—Nadie que tú conozcas, amigo. Será mejor que te vayas, ¿quieres?

—No, lo digo en serio —dijo el pelirrojo—. ¿Cómo te llamas?

—Ojo-maligno Fleegle, un dios muy antiguo —respondió—. Y siento cada milenio. Vete, o te haré víctima de la misma maldición que a tu amigo.

El pelirrojo esbozó una sonrisa…, una sonrisa burlona, poco amistosa.

—No es mi amigo —replicó—, y es obvio que tú no eres lo que pareces. Quedaste más sorprendido que nadie cuando él salió corriendo de aquí. Evidentemente, creyó que eras uno de nosotros… —Se interrumpió y corrigió—: Uno de mis parientes…

Kerwin dijo cortésmente:

—¿Qué es esto, la semana del Antiguo Hogar? No, gracias. Procedo de un extenso linaje de hombres-lagarto arturianos.

Tomó la taza de la infusión semejante al café y volvió a enterrar el rostro en el jarro, sintiendo no obstante la mirada perpleja del pelirrojo. Después, el hombre se alejó, mascullando:


Terrano.

Lo hizo en ese tono que convertía la palabra en un insulto mortal.

Ahora que era demasiado tarde, Kerwin deseó haberle respondido con mayor cortesía. Era la segunda vez, esa noche, que alguien había creído reconocerle. Si se parecía mucho a alguien de Thendara, ¿no era eso lo que había venido a averiguar aquí? Experimentó un tardío impulso de seguir al hombre y pedirle una explicación, pero el hecho de saber que eso sólo implicaría un nuevo rechazo lo detuvo. Sintiéndose frustrado, puso unas monedas en el mostrador, recogió el paquete del comercio del espaciopuerto… y volvió a salir.

Para entonces la lluvia se había transformado en un helado cierzo; las estrellas habían desaparecido. Estaba oscuro y frío y aullaba el viento. Kerwin avanzó con esfuerzo, temblando bajo la delgada chaqueta del uniforme. ¿Por qué no habría traído algo para abrigarse al oscurecer? ¡Sabía cómo era aquí el clima por las noches! Demonios…,

llevaba algo de abrigo. De aspecto un poco peculiar, tal vez, pero podría ponérselo hasta salir del viento. Con dedos rígidos, escarbó en el paquete y extrajo la capa bordada, con forro de piel. Con un solo movimiento se la echó sobre los hombros, sintiendo la flexible calidez de la piel que lo envolvía como una caricia.

Giró hacia una calle lateral, y allí estaba la plaza abierta frente al espaciopuerto, con las luces de neón del Sky Harbor Hotel frente a las puertas. Debería ir al Cuartel General para que le asignaran habitación; no se había presentado y ni siquiera sabía dónde dormiría. Traspuso las puertas, pero después, siguiendo un impulso, volvió en dirección al hotel para beber una última copa y darse un tiempo para pensar antes de regresar a ese mundo de paredes blancas y luces amarillas. Tal vez pidiera allí un cuarto, por esta noche.

El empleado, ocupado revisando los registros, apenas si le dirigió una mirada.

—Por allí —le indicó con brusquedad y volvió a sus libros.

Kerwin, sobresaltado —¿el Servicio Civil habría reservado alojamiento aquí?—, empezó a protestar; luego se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta que le habían indicado.

Se detuvo, porque había entrado en una habitación preparada para una reunión privada: había una larga mesa puesta en el centro con una cena fría y flores en altos jarrones de cristal; en el otro extremo de la estancia, un alto hombre pelirrojo que llevaba una larga capa bordada le miraba vacilante… Entonces Kerwin advirtió que la pared negra era un panel de vidrio que reflejaba la noche y que la oscuridad que había detrás la convertía en un espejo: el darkovano de capa era él mismo. Se miró como si nunca antes se hubiera visto: un hombre alto, con el pelo aplastado por la lluvia y un rostro solitario e introspectivo, el rostro de un aventurero al que por algún motivo le han birlado las aventuras. La visión de su propio rostro emergiendo de la capa darkovana le produjo una súbita y extraña oleada de… ¿de recuerdos? ¿Cuándo se había visto vestido de este modo antes? ¿O… o a
algún otro?

Frunció el ceño, impaciente. Por supuesto que resultaba familiar para sí mismo. ¿Qué le ocurría? Además, ésa era también la respuesta: simplemente, el empleado lo había tomado por darkovano, tal vez por alguien a quien conocía de vista, y por eso le había indicado la habitación reservada. En realidad, eso explicaría también la actitud de Ragan y la del pelirrojo del restaurante; tenía un doble, o casi un doble, en Darkover, algún alto pelirrojo que tendría su misma estatura y color, y eso confundía a las personas que tan sólo le echaban un vistazo.

—Has llegado temprano,
com'ii
—dijo una voz detrás de él.

Kerwin giró y la vio. Al principio pensó que era una muchacha terrana, a causa de su cabello rojo-dorado recogido en rizos sobre la cabeza. Era pequeña y menuda y llevaba un simple vestido que marcaba sus curvas. Rápidamente, Kerwin desvió la vista —mirar con fijeza a una darkovana en público es una insolencia que se castiga con una paliza o algo peor, si es que alguno de los parientes de la mujer están cerca y se sienten ofendidos—, pero ella le devolvió la mirada con franqueza, concediéndole una sonrisa de bienvenida. Por eso, incluso como segunda impresión, él creyó por un momento que la joven era terrana, a pesar de que le habló en darkovano.

—¿Cómo llegaste aquí? Creí que habíamos decidido que cada uno vendría con su respectiva Torre —dijo.

Kerwin se quedó mirándola. Sintió que el calor invadía su rostro, y no por culpa del fuego, y balbuceó en el idioma de su infancia:

—Mis disculpas,
domna
. No advertí que ésta era una habitación privada. Me enviaron aquí por error. Perdona mi intrusión. Me marcharé de inmediato.

Ella lo miró fijamente, mientras su sonrisa desaparecía.

—Pero, ¿en qué estás pensando? —le preguntó—. Tenemos muchas cosas que discutir… —Se interrumpió. Luego prosiguió, con voz insegura—: ¿He cometido un error?

Kerwin respondió:

—Alguien lo ha cometido, eso es seguro.

Su voz se demoró en las últimas palabras, al advertir que ella
no
le había hablado en el idioma de Thendara, sino en algún otro idioma que él nunca había escuchado antes. Sin embargo, la había comprendido, y tan bien que por un momento no había advertido que la joven le hablaba en un idioma desconocido.

La joven quedó atónita y dijo:

—En nombre del Hijo de Aldones y de su divina Madre, ¿quién eres?

Kerwin empezó a decir su nombre, después advirtió que no tendría ningún significado para ella y ese ciego impulso de ira, dominado por unos momentos tan sólo porque estaba hablando con una bella mujer, volvió a apoderarse de él. Era la segunda vez esa noche… No, la tercera. ¡Maldición! Ese doble suyo debía de ser alguien de verdad, si lo reconocían simultáneamente en un tugurio del espaciopuerto y en la suite privada reservada por la aristocracia darkovana… Porque era imposible que la muchacha fuera otra cosa.

Preguntó con la mayor ironía posible:

—¿No me reconoces, señora? Soy tu hermano mayor Bill, la oveja negra de la familia, que huyó al espacio a los seis años, pero me capturaron los piratas del espacio y me tuvieron prisionero desde entonces en los Planetas del Borde. Continúa en el próximo episodio.

Ella sacudió la cabeza en un gesto de incomprensión, y Kerwin advirtió que el lenguaje, la sátira y las alusiones que había hecho no significaban nada para ella. Entonces la joven le dijo, en ese idioma que él comprendía si no pensaba demasiado:

—¿Pero de verdad eres uno de nosotros? ¿De la Ciudad Oculta, tal vez? ¿Quién eres?

Kerwin frunció el ceño con impaciencia, demasiado irritado para llevar más lejos el juego. Casi deseaba que el hombre con el que lo habían confundido entrara en ese momento, para darle un puñetazo en el rostro.

—Mira, muchacha, me estás confundiendo con algún otro. No sé nada de tu Ciudad Oculta… La han ocultado demasiado bien o algo por el estilo. ¿En qué planeta está? Tú no eres darkovana, ¿verdad? —Pues sus modales no eran ciertamente los de una mujer darkovana.

Si ella había parecido sobresaltada antes, ahora pareció golpeada por el rayo.

—¿Y no obstante comprendes el idioma de Valeron? Escúchame —empezó a decir, esta vez en el dialecto de Thendara—. Creo que debemos aclarar esto. Ocurre algo muy extraño. ¿Dónde podemos conversar un rato?

—Lo estamos haciendo en este mismo momento y aquí —dijo Kerwin—. Tal vez sea nuevo en Darkover, pero no
tan
nuevo. No tengo interés en que tus parientes juren asesinarme antes de haber estado aquí veinticuatro horas, en el caso de que tengas algunos parientes varones susceptibles. Si es que
eres
darkovana.

La pequeña cara de duende se contorsionó en una sonrisita de perplejidad.

—No puedo creerlo —replicó ella—. No sabes quién soy y, lo que es peor, no sabes
qué
soy. Estaba segura de que eras de alguna de las Torres más remotas, que eras alguien a quien nunca había visto personalmente sino en los transmisores. Tal vez alguien de Hali, o Neskaya, o Dalereuth…

Kerwin negó con la cabeza y dijo:

—No soy nadie que conozcas, créeme. Me gustaría que me dijeras con quién me confundiste; me gustaría conocerlo, sea quien fuere, si es que tengo un doble en esta ciudad. Tal vez pudiera responder algunas de mis preguntas.

—No puedo hacer eso —repuso ella, vacilando. Él percibió que ahora, debajo de la abierta capa darkovana, la joven había visto el uniforme terrano—. No, por favor, no te vayas. Si Kennard estuviera aquí…

—Tani, ¿qué ocurre? —interrumpió una voz grave y áspera.

En la pared espejada, Kerwin vio un hombre que se acercaba a ellos. Se volvió para hacer frente al recién llegado, preguntándose —el mundo se había vuelto completamente loco— si vería una imagen especular de sí mismo. Pero no.

El recién llegado era delgado, alto, de piel blanca y espeso cabello rojizo-dorado. Kerwin lo detestó en cuanto lo vio, incluso antes de reconocer en él al pelirrojo con el que había sostenido la breve y desagradable confrontación en el bar. El darkovano interpretó la escena con una sola mirada, y su rostro cobró una expresión de escandalizada convencionalidad.

—¿Un extraño aquí, y tú a solas con él, Taniquel?

—Auster, yo sólo quería… —protestó la muchacha.

—¡Un
terrano
!

—Al principio creí que era uno de nosotros, tal vez de Dalereuth.

El darkovano dedicó a Kerwin una mirada despectiva.

—Es un hombre-lagarto de Arturo… o al menos eso me dijo —enunció con un gesto de burla. Después habló con la muchacha; un tropel de palabras en el mismo idioma, le pareció a Kerwin, en el que ella había hablado antes, pero con tanta rapidez que él no pudo comprender ni una palabra de lo que el otro decía. Tampoco era necesario, el tono y los gestos le dijeron a Kerwin todo lo que necesitaba saber. El pelirrojo estaba más irritado que el demonio.

Una voz más profunda y cálida le interrumpió:

—Vamos, Auster, no puede ser tan grave. Bien, Taniquel, cuéntame qué pasa, y no te burles, niña.

Un segundo hombre había entrado en la habitación. También él era pelirrojo. ¿De dónde salían todos ellos, esta noche? Éste era robusto; un hombre fuerte, alto y de poderosa contextura; su pelo rojo estaba veteado de gris y una barba corta, encanecida, le rodeaba el rostro. Tenía los ojos casi ocultos debajo de cejas tan pobladas que casi parecían deformes. Caminaba rígidamente, apoyándose en un bastón grueso, con empuñadura de cobre.


S'dia Shaya
. Yo soy Kennard, tercero de Arilinn. ¿Quién es tu Celadora?

Kerwin estuvo seguro de que había dicho
Celadora
. Era una palabra que también podía traducirse como
Guardián
o
Custodio
.

—Habitualmente me dejan salir sin ninguna —dijo con sequedad—. Al menos así ha sido hasta ahora.

Auster replicó, rápido y burlón:

—Tú también te equivocas, Kennard. Nuestro amigo es un… hombre-cocodrilo de Arturo, o eso alega. Pero, como todos los terranos, miente.

—¡Terrano! —exclamó Kennard—. ¡Pero eso es imposible! —Y pareció tan consternado como la muchacha.

Kerwin ya había tenido bastante.

—Lejos de ser imposible —intervino con brusquedad—, es perfectamente cierto; soy un ciudadano de Terra. Pero pasé mis primeros años en Darkover y aprendí a pensar en este mundo como en mi hogar y a hablar bien el idioma. Si ahora he irrumpido o he sido ofensivo, por favor acepten mis disculpas. Les deseo buenas noches.

Se volvió y empezó a marcharse del cuarto.

Auster masculló algo que sonó como:

—¡… conejo asustado!

Kennard dijo:

—Espera.

Kerwin, que casi había llegado a la puerta, se detuvo al escuchar la voz cortés y persuasiva de aquel hombre.

—Si tiene algunos minutos —prosiguió Kennard—, de verdad que me gustaría hablar con usted, señor. Podría ser importante.

Kerwin miró a Taniquel y estuvo a punto de rendirse. Pero un vistazo a Auster lo decidió. No quería problemas con él. No en su primera noche en Darkover.

—Gracias —dijo con amabilidad—. Tal vez en otro momento. Por favor, acepta mis disculpas por haber irrumpido en tu fiesta.

Auster lanzó una sarta de palabras, mientras que Kennard aceptó con gracia, hizo una reverencia y pronunció una cortés fórmula de despedida. La muchacha, Taniquel, se quedó mirándolo con fijeza, seria y consternada. Él volvió a vacilar, impulsivamente, advirtiendo que debería quedarse, cambiar de idea y pedir la explicación que sospechaba que Kennard podía ofrecerle. Pero ya había ido demasiado lejos como para retroceder sin perder toda su dignidad.

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